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En muy pocos lugares y momentos es posible decir cualquier cosa, sobre todo las más secretas e inconfesables. El consultorio del terapeuta y la página en blanco son dos de estos sitios privilegiados que comparten similitudes pero también diferencias.

No sé, bien a bien, por qué, pero el lunes de esta semana me sorprendí pensando, de la nada, en las similitudes que presentan el consultorio psicoanalítico y la hoja de papel en blanco. O, mejor dicho, en la similitud, porque solo pensé en una (aunque con cierta profundidad, diré para disculparme).

De pronto vi, como si nunca antes me hubiera parecido tan obvio, que ambos son espacios en los que, al menos en teoría, es posible decir cualquier cosa. Digo en teoría, acotando mi propia ocurrencia, porque ya se sabe que no es fácil decir cualquier cosa, ni en el gabinete del doctor ni en la página en blanco ni en casi ningún lugar en el que estemos, como casi siempre sucede, en compañía de otros. Eso, la compañía, los semejantes, los amigos o los familiares o los simples y vagos desconocidos con quienes nos cruzamos a diario sin poner el más mínimo énfasis en registrar ni sus generales ni el más específico de sus detalles, frecuentemente se convierten en el freno que impide la eventual desbocadura. De no ser por la mirada de los otros —vigilante, inquisidora, reprobatoria, en ocasiones mera reproducción de una más antigua y pretendidamente olvidada— cuántas personas, cuántos de nosotros, no quitaríamos la correa al lebrel que se agita y se retuerce para que corriera detrás de la presa.

De alguna forma el consultorio del analista está ahí, a manera de recipiente, para vaciar esas frustraciones, esa especie de fantasías anticlimáticas que no son sino la mejor muestra del triunfo de la civilización y la cultura sobre nuestras pasiones más atávicas. Sospecho que en dicha contradicción, en la tensión que genera, se encuentra el punto fundacional del imperativo que rige al interior del consultorio, el de no callar nada frente al analista, no callar nada frente a uno mismo, la posibilidad o la obligación de decir cualquier cosa. Un mandato que, si se le analiza incluso someramente, revela su naturaleza anti-moral, su voluntad de derruir —siquiera en el contexto del consultorio y en el ámbito de la palabra hablada—las sólidas y gruesas paredes del buen comportamiento para permitir el paso de una brisa ligera, de un viento refrescante y luminoso y acaso desconocido.

Si aun dentro del consultorio se es incapaz de decir cualquier cosa, se deberá, sobre todo, a razones morales.

En el caso de la página en blanco, sin embargo, aunque parecido, el asunto posee al menos una diferencia que quizá sea complicación. Como en el consultorio, en la página en blanco también es posible, en ese aspecto moral del que he hablado, decir cualquier cosa. Al escribir, preferentemente en un sitio y un momento aislados, lejos del fárrago cotidiano y los quehaceres habituales, lejos también de las personas y el “mundanal ruïdo”, también es posible escribir sobre cualquier cosa: felicidad, alegría, odio, miedo, enojo, indiferencia, temor, rabia, deseo, perversión, frustración. Es posible, como en el consultorio, confesar los pensamientos más secretos, los más íntimos, los más inconfesables. Es posible, o debería ser posible, asentar en el papel todo aquello de lo que incluso uno mismo se avergüenza. En este aspecto, entonces, la hoja de papel funciona casi de idéntico modo que el consultorio del analista.

Pero existe, a mi juicio, otro elemento que impediría este decir cualquier cosa y que en nada se relaciona con las represiones que atan nuestro pensamiento y nuestra expresión. Este es, en cierto modo, más real, mundano y sublime a un tiempo, también más pedestre pero de difícil consecución: el vocabulario.

Todos, aun sin practicar asiduamente el ejercicio de la escritura personal, sabemos qué se siente quedarse sin palabras, ser incapaz, por más que se desee como en esos sueños angustiosos en que el soñante intenta inútilmente gritar sin nunca conseguirlo, decir justamente algo. Un temor mayúsculo, sin duda.

En la página en blanco, a veces, uno no puede decir cualquier cosa simplemente porque desconoce las palabras exactas para decirlo. Si este es el caso, ¿de qué serviría ser el sujeto más suelto, el más deshinibido, el que más represiones logró minar y demoler? En el consultorio del analista esta limitación verbal no importa porque, en un cierto nivel de sentido, poseemos un puñado de palabras con el que nos sentimos a gusto, que consideramos cercanas, casi propias y exclusivas, unas cuantas que, en momentos críticos —sean de pesar o de gozo— expresan para nosotros mismos esa misma exaltación, la encarnan, ocupan sus sonidos y sus formas. De ahí que, al hablar, fácilmente nos conformemos con haber excavado y alcanzado tales profundidades para encontrar esa gema preciosa o rostro de demonio, esa última palabra que guardamos celosamente en las raíces de nuestra subjetividad y que sacamos a la luz pública solo de vez en cuando, para que no pierda su brillo propio o porque su presencia no es intolerable.

Pero en la página en blanco esta actitud, lo único que provoca, es el estancamiento, la imposibilidad de continuar, de terminar coherentemente una línea o un párrafo o una cuartilla. Las palabras cómodas o favoritas, como niñas mimadas, son insaciables en sus ansias de tributo y pleitesía.

Decir cualquier cosa, entonces, se convierte en la página en blanco ya no en asunto moral, sino en uno lexicográfico. Y más todavía: la confesión deja de ser un lloriqueo banal e intrascendente y se afana, con tanto ahínco como su contrahecho cuerpo textual lo permita, en vestir los remiendos de la literatura.

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