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El peligro influye en nuestra psique modificando nuestra relación con el tiempo; la clave parece estar en la velocidad de almacenamiento de la memoria

Prácticamente todos hemos experimentado esa particular sensación que se libera en nuestro interior cuando nos enfrentamos a una situación de riesgo o incluso cercana a la muerte. Lo curioso es que al parecer justo en ese momento, como una obsidiana suspendida en el aire, ocurren procesos bioquímicos de alto impacto que permean los diferentes estratos de nuestra conciencia: el cuerpo físico, el espectro emocional, la frecuencia que rige la interacción de nuestra mente con el entorno y seguramente debe llegar también al plano más íntimo, el espíritu. Esta explosiva sincronía de distorsiones en distintos planos puede explicar el invariable estado de trance que experimentamos durante este tipo de situaciones y que cada cual vive a su propia manera.  Sin embargo, llama la atención que exista un común denominador es las descripciones de este tipo de momentos: la desaceleración del tiempo o al menos la sensación de que esto sucede.

De esta coincidencia se desprenden dos posibilidades. La primera es que a través de un movimiento brusco del eje de nuestra conciencia, lo que se conoce como el movimiento del punto de encaje en la tradición chamánica de México, somos capaces de verdaderamente modular nuestra interacción con el tiempo, generando de esta forma una especie de recodificación de esta dimensión, que la distingue del modo en el que comúnmente nos relacionamos con ella. La segunda posibilidad es que se genere una cierta frecuencia cerebral que, propiciada por el impacto emocional y psicológico de las circunstancias, afecte de manera radical nuestra percepción del tiempo en relación al espacio.

David Eagleman tenía ocho años cuando en una clásica exploración infantil dentro de una casa abandonada decidió subir al techo para ver las nubes. Al caminar cerca del borde, el techo se desprendió y David aterrizó en el suelo en cuestión de un par de segundos. Tras el accidente, del cual salió prácticamente ileso, David quedo maravillado con lo que había vivido: el tiempo pareció detenerse y en cuestión de microsegundos fue capaz de registrar hasta el más mínimo detalle del escenario. El sonido de las fibras y materiales al desprenderse, la sensación física de ser arrastrado por la gravedad mientras rozaban sus piernas los fragmentos de techo desprendido, los tabiques rojos volando por los aires mientras hacían piruetas antes de caer junto con él. “Pensé en Alicia en el País de las Maravillas, y en lo que ella debió sentir al momento en que cayó por ese monumental agujero del conejo blanco”, afirma.

El entonces pequeño David es ahora el Dr. David Eagleman, un prestigiado neurocientífico del Baylor College of Medicine, y una de sus especialidades es la exploración de la mente humana frente al tiempo. Rememorando la experiencia que tuvo al caer del techo, el Dr. Eagleman ha calculado que debió haber tardado 0.86 segundos en caer de una distancia de doce metros. Hace ya varios años comenzó a estudiar, motivado por su memorable caída, la manera en que una situación de crisis afecta nuestra relación con el tiempo. Ha recopilado decenas de crónicas de gente que ha tenido accidentes en automóvil o bicicleta, caídas bruscas o persecuciones aterradoras en las que su vida parece estar en peligro. Todas las personas coincidieron más o menos en la misma impresión: “Sentí que el mundo se movía en cámara lenta”.

Luego de analizar la compilación de casos que acumuló durante años, el Dr. Eagleman comenzó a jugar con una teoría: el cerebro humano, cuando la conciencia enfrenta una crisis de este tipo, activa una especie de turbo-procesamiento que rebasa por mucho la velocidad de su funcionamiento habitual. Y si el cerebro se acelera, arrastrando consigo la percepción, sería muy probable que el mundo exterior o la “realidad” se manifestaran a una velocidad mucho menor.

Tras esta reflexión David procedió a experimentar con sujetos expuestos a situaciones de riesgo simulado. Su primer destino fue el parque de juegos mecánicos Six Flags, en Houston. Sin embargo, la estructura de los juegos mecánicos no permitía el “engaño total” de la psique de sus voluntarios. Pocas semanas después apareció el SCAD (Suspended Catch Air Device), una práctica radicalmente intrépida similar al Bungee Jump, pero sin arnés ni cuerda. Los participantes se lanzan de plataformas que superan los cincuenta metros de altura, de espaldas y, tras caer durante tres segundos, simplemente aterrizan en una red. A continuación colocó unos cronómetros en la muñeca de los voluntarios, cuyos números cambiaban a tal velocidad que era prácticamente imposible para el ojo humano, en condiciones normales, percibir lo que marcaba el cronómetro.

Después de una serie de pruebas, en las que todos los voluntarios consideraron la experiencia como altamente impactante, el Dr. Eagleman descubrió por un lado que todos los participantes percibían su tiempo de caída mucho mayor al que en realidad les había tomado llegar a la red y, por el otro, que ninguno había logrado descifrar los números en el cronometro. Fue así como llegó a una nueva conclusión. Al enfrentar una situación crítica el tiempo no se “detenía” visualmente como en un efecto cinematográfico. “Resulta que cuando estás en una caída realmente no observas en cámara lenta, no funciona como en el cine. Pero lo que ocurre es algo mucho más interesante que eso”.

La teoría de David es que nuestro cerebro no experimenta en realidad una aceleración en sus procesamiento, sino que la clave está en la memoria. “Normalmente nuestra memoria es como una especie de coladera. No estamos escribiendo la mayoría de lo que sucede a través de nuestro sistema” nos dice. Es algo similar a cuando caminamos en una calle transitada y somos capaces de percibir miles de colores, señales, sonidos, rostros, pero la mayoría de ellos son filtrados por nuestra memoria y únicamente sujetamos unos cuantos de acuerdo a criterios automatizados de nuestro inconsciente. Pero si un coche se lanza contra ti mientras cruzas la calle logras una especie de epifanía sensorial y tejes un instante en el que todos tus sentidos convergen en tal sintonía que eres capaz de percibir hasta el más mínimo detalle del escenario.

En este sentido, durante las situaciones críticas de nuestra vida, como caídas o accidentes, acumulamos una tremenda cantidad de información en la memoria en un lapso mínimo de tiempo. Y muy probablemente la sensación de que el mundo actúa y se desarrolla en cámara lenta se debe a que nuestro cerebro recurre a esta dinámica para procesar y darle sentido a esta explosión instantánea de información que está recibiendo.

La teoría del Dr. Eagleman me hace reflexionar sobre la mística importancia de familiarizarnos con nuestra atención. A fin de cuentas esta herramienta de la mente humana, que alimenta nuestra memoria, puede de algún modo definir nuestra interacción con los elementos fundamentales de nuestro universo, como en este caso es la dimensión del tiempo.

Finalmente, los experimentos del médico me recuerdan la anécdota contada por un buen amigo cuando éste se encontraba en una sesión de meditación en California: el maestro preguntó a sus alumnos en que consistía la iluminación de la conciencia, uno de los presentes se apresuró a responder con el concepto clásico del “estar aquí y ahora”, acción que emula elegantemente la forma piramidal de la atención. Ante esto, el sonriente maestro dijo que la respuesta era casi acertada, ya que la iluminación consistía realmente en estar aquí y ahora… pero a la velocidad de la luz.

 

Con información de: NPR / Why A Brush With Death Triggers The Slow-Mo Effect

 

Imagen de portada: Eyasu Etsub / Unsplash​