¿Del dolor brota la belleza? Este enfoque existencial así lo afirma

En las últimas décadas, nuestras sociedades en Occidente han tenido como uno de sus rasgos característicos la aversión al dolor en casi cualquiera de sus manifestaciones. Al dolor físico se busca ahuyentarlo por medio de analgésicos, anestesias, opiáceos y otras sustancias que nos hagan transitar por la enfermedad y la herida adormecidos, sumidos en el blando sopor de la insensibilidad, del que esperamos despertar ya curados, sanos, sin rastro alguno de sufrimiento.

Con el dolor emocional sucede algo parecido. En una cultura que nos ha habituado al consumo inmediato, a la satisfacción instantánea, a la reposición de lo que deja de funcionar, al aprovechamiento, la utilidad y, sobre todo, a la homologación y la supuesta equivalencia de todas las cosas, emociones como la tristeza, el enojo, el desánimo o la frustración no tienen cabida (al menos no discursivamente, no de cara al otro), pues se perciben como alteraciones de un imperativo de positividad, momentos negativos que nos sacan abruptamente de los circuitos de la producción y el consumo.

El fenómeno es interesante –y aún más: importante– porque, visto históricamente, el dolor ha sido uno de los grandes maestros de la humanidad. De la antigua Grecia a los años de la Segunda Guerra Mundial el dolor recorre ámbitos como la filosofía, el arte e incluso la ciencia como una suerte de fuerza decisiva, un argumento inesperado, una condición inevitable. Nietzsche, probablemente uno de los pensadores que, después de los estoicos, han exaltado más ese carácter magisterial del dolor, escribió esto en La genealogía de la moral:

[...] la historia principal, real y decisiva, que ha determinado el carácter de la humanidad se ha dado ahí donde el sufrimiento ha sido virtud, donde la crueldad ha sido virtud.

En años recientes, una corriente de la psicología conocida como “bienestar eudaimónico” (eudaimonic well-being) realiza esfuerzos por contrarrestar dicha tendencia dominante y, a cambio, abogar por el dolor como un componente fundamental de la existencia sin el cual ésta no alcanza su plenitud. El término “eudaimonia”, “el “buen daimon” procede del griego antiguo, en donde se usaba para referirse a cualidades varias como la virtud, la excelencia y la felicidad, y ahora se toma como una suma de éstas y otras características para hablar de la plenitud del ser, la existencia plena de una persona.

“Comprender la complejidad de la vida puede ser un camino especialmente fructífero para el bienestar psicológico”, asegura Jonathan M. Adler, uno de los exponentes de este acercamiento a la psique humana. Complejidad que no se explica sin la inclusión de las emociones negativas en el mapa de nuestra propia subjetividad.

Entre otros experimentos realizados al respecto, destaca uno que Adler coordinó junto con Hal E. Hershfield, profesor de marketing en la Universidad de Nueva York. En éste, se examinó la reacción emocional de un grupo de voluntarios adscritos a un proceso de psicoterapia. Después de cada sesión, los investigadores dieron a los participantes un cuestionario con preguntas que permitieran obtener una idea de su estado emocional. Entre las observaciones notables se encontró que muchos de ellos salían de terapia con emociones encontradas, sintiéndose tristes pero también felices, enojados o deprimidos pero al mismo tiempo un tanto entusiasmados. En general, el estado compartido por varios de ellos era sentir pesar por los “problemas” expuestos durante la sesión y las implicaciones de éstos en su historia de vida, pero paralelamente se sentían esperanzados e incluso alegres porque, después de todo, estaban haciendo algo al respecto. Adler y Hershfield conceptualizaron el fenómeno como una “desintoxicación” de las malas experiencias por la reunión de los contrarios, el reconocimiento subjetivo, para nosotros mismos, de las implicaciones positivas y negativas de una circunstancia personal. Al final, según los investigadores, esto se convierte en fortaleza que da soporte a la posibilidad del bienestar mental.

Otros estudios también han señalado las consecuencias fisiológicas de evadir las emociones negativas, ignorarlas, hacer como que no están ahí. Fingir alegría cuando lo que se siente es tristeza, o tranquilidad cuando en realidad se está decepcionado o iracundo. Freud solía decir que las emociones que no se expresan vuelven, y con cierta frecuencia en formas poco gratas. Entre otras evidencias que apoyan esta intuición del vienés se encuentra una investigación de 2012 en la que el psicoterapeuta Eric L. Garland, de la Universidad Estatal de Florida, encontró una relación entre el alcoholismo de 58 adultos y su tendencia a reprimir sus propias emociones. Además de dicha enfermedad, en esas personas también se observaron otros síntomas asociados con altos niveles de estrés.

En ambos casos –los estudios de Adler y este último de Garland– las conclusiones son claras: ante las emociones, lo mejor que podemos hacer es reconocerlas. En español este verbo es sumamente elocuente, pues alude al hecho de volver a conocer algo, pero sobre todo a la acción de “tomar en cuenta”, considerar algo en su justa dimensión, en sus características y sus implicaciones, al mismo tiempo que se le da un lugar en el marco de nuestra existencia. Si, por ejemplo, sucede que nos sentimos tristes, lo obvio sería aceptarlo, para después preguntarnos por qué, qué expresa esa tristeza de nuestra situación presente y, finalmente, si eso nos molesta, qué podríamos hacer para resolverlo. En pocas palabras, qué nos enseña el dolor de nosotros mismos: enseñar en el sentido de "mostrar" y también como momento de un aprendizaje.

Los psicólogos del “bienestar eudaimónico” nos instan a abrazar el dolor y en general las emociones consideradas negativas, a volverlas parte de nuestra existencia como elementos inevitables del ser y estar en el mundo. Experimentarlas conscientemente, como parte de este presente continuo en que nos encontramos a cada momento. ¿Con qué recompensa? Una que ya Nietzsche encontró en su interpretación del origen de la tragedia griega y que igualmente puede leerse en Camus y aun en Tchaikovsky. Cuando en vez de renunciar al dolor lo incluimos como un elemento que nos constituye y nos forma, llega el momento en que descubrimos, como por encanto, inesperadamente, que estar vivos es una oportunidad de plenitud que se expresa o se consuma en la creación, a la manera artísica: la ofrenda que se hace al mundo de algo que antes no existía y que por esto mismo lo cambia en algún grado.

Para poder vivir tuvieron los griegos que crear, por una necesidad hondísima, estos dioses: esto hemos de imaginarlo sin duda como un proceso en el que aquel instinto apolíneo de belleza fue desarrollando en lentas transiciones, a partir de aquel originario orden divino titánico del horror, el orden divino de la alegría: a la manera como las rosas brotan de un arbusto espinoso.

 

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