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Aunque es el día más largo del año, el solsticio de verano era también un momento de temor. Brujas de todo el mundo encendían rituales para pedir que el Sol volviera a brillar.

En el punto más alto del cielo, el Sol duda. Ha llegado al cenit de su esplendor, y sin embargo, algo en su llama titubea. Es el solsticio de verano, momento en que la luz alcanza su clímax, pero también en que se insinúa la caída. El día más largo contiene en sí la promesa de la noche. Y las antiguas lo sabían.

A lo largo del mundo —antes de relojes, antes de satélites—, los ojos de los pueblos miraban al cielo con una mezcla de asombro y temor. El Sol, ese dios incandescente, parecía detenerse. ¿Y si no volvía? ¿Y si este era el año en que su llama se extinguía? Así nació la brujería solar: un conjunto de rituales, plegarias y danzas ardientes para sostener al astro, para recordarle su deber de volver.

Las brujas eran las guardianas de esa llama temblorosa. No solo sabían leer el cielo, también sabían hablarle. En el norte, los Sami ofrecían mantequilla a Beaivi, la diosa del Sol, con la esperanza de que regresara montada en su coraza de renos. En Japón, los kami celebraban una fiesta ruidosa para sacar a Amaterasu de su cueva, con risas, espejos y tambores. En otros sitios, se dice que los pueblos encendían hogueras y saltaban sobre ellas, como si el fuego humano pudiera recordarle al fuego celeste cómo brillar. Y en el centro de esos rituales, estaban ellas: las brujas, tejedoras de luz, parteras del Sol naciente.

Los Sami

Porque como todo fenómeno natural que ocurre en torno a los astros, el solsticio también se asocia a la brujería. No solo por su fuerza simbólica, sino porque la bruja —por naturaleza— es quien vive en sintonía con esos ritmos. Ser bruja es leer el lenguaje secreto de la tierra, sentir la oscilación de la luz, y actuar como médium entre lo que se mueve arriba y lo que arde abajo. La brujería no era más que amor desesperado, una súplica embellecida, un conjuro de ternura hacia lo que se temía perder.

El miedo a que el Sol no regrese es, en el fondo, el miedo a que el ciclo falle. Que lo que sube no baje, o peor: que lo que da vida no renazca. Por eso Litha —el nombre pagano del solsticio— no es solo una celebración de luz, sino también un acto de fe: reconocer que incluso en el clímax habita la semilla de la decadencia. Que toda cima es también el inicio de la caída. Y que eso está bien.

En un pasaje de Las bodas de Cadmo y Harmonía, Roberto Calasso comenta brevemente el "columpio de oro" del que se habla en el Rigveda. Nos dice:

"Cada vez que el Sol se acerca a los solsticios, está a punto de enloquecer; el mundo tiembla, porque la carrera del astro podría seguir, por inercia, en lugar de invertir la ruta. Y justamente allí se dibuja aquel arco del círculo que es el columpio de oro en el cielo. Llegado al final de su oscilación, el Sol retrocede, como la doncella ateniense que un Sátiro empuja en el columpio".

En nuestros tiempos modernos, donde el Sol se da por hecho y la noche se espanta con un interruptor, aún queda quien lanza agua al cielo en señal de gratitud. Quien cosecha hierbas bajo esta luz dorada como oraciones vegetales. Quien baila en círculo, no por folklore, sino por comunión. No porque tema que el Sol desaparezca, sino porque ha aprendido que también lo divino necesita ser nombrado.

Hoy, cuando el Sol toca su punto máximo, recordamos  que se ofrecían fuego al fuego. Porque no hay brujería sin deseo. Porque, aunque no lo digamos en voz alta, aún nos aterra que un día, el Sol decida no volver.


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Imagen de portada: El español