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La individualidad del artista, alguna vez sagrada, es ahora el imán que echa a andar los mecanismos del capital

Un fantasma recorre la vida contemporánea: el fantasma del capitalismo. A diferencia de otras épocas, podría decirse que ahora el capitalismo es eso: una presencia fantasmagórica de la cual cobramos conciencia solo de vez en cuando, en instantes extraordinarios, pero que en realidad siempre está ahí, atenta a todo lo que hacemos (y, de hecho, viviendo de nuestras acciones).

¿Quién ahora se preocupa por el efecto que nuestras decisiones de todos los días tienen en la vida de otros? Compramos mercancías producidas con trabajo infantil, otras cuyo proceso implica la destrucción de selvas enteras o la desecación de importantes depósitos de agua potable, o participamos en modelos de negocio que fomentan la concentración de la riqueza y no su distribución.

En parte, esta indiferencia por las condiciones en que vivimos es resultado de la manera en que se nos ha vendido cierto estilo de vida. Como sabemos, una cualidad esencial del capitalismo es prometernos que siempre podemos llegar a más, que siempre podemos subir un nuevo escalón y situarnos en un nivel un poco más elevado de la escala social, un nuevo mundo donde se encuentran placeres que desconocíamos en nuestro estatus anterior.

En esa narrativa “aspiracional” del capitalismo, es claro que lo predominante es la satisfacción individual. Mientras yo sea capaz de comprar tal o cual cosa, vestirme de cierta forma, habitar en cierto lugar, ¿qué me importa lo demás? ¿Qué me importa por qué es posible que yo esté en esta situación, si a fin de cuentas tengo lo que creo que quiero?

Hubo una vez otra forma del individualismo que parecía inmune al hechizo del capitalismo: la de los artistas. Desde una perspectiva no exenta de romantización, podemos pensar en figuras como Baudelaire o Van Gogh, viviendo en barrios no bajos, pero tampoco lujosos, preocupados casi exclusivamente por su obra, moviéndose de aquí para allá, pero sin atraer mucho la atención, o solo para lo que realmente les importaba: aquello que producían, pero no bajo los estándares y procedimientos del capitalismo, sino desde la creatividad y la subjetividad, producir algo que puede estar libre de los circuitos del consumo o la utilidad.

Curiosamente, ahora con los artistas ocurre justamente lo contrario. En general, se han convertido en instrumentos de un fenómeno peculiar: ahí donde comienzan a concentrarse –un barrio, una calle–, pronto esa zona se convierte en un punto “deseable” para otros. Los comercios de siempre pronto se ven reemplazados por tiendas de productos orgánicos o artesanales; donde antes había peluquerías o salones de belleza, ahora hay barberías; el gobierno embellece las calles y, claro, las inmobiliarias también comienzan a hacer su tarea. Ocurre entonces una gentrificación real y también simbólica. El fantasma del capitalismo se hace presente.

Por todo esto, en una columna en The Guardian Stephen Pritchard propone que en nuestra época artistas y hipsters son los “soldados de a pie” del capitalismo, esto es, una especie de fuerza de avanzada, de “colonización” podría decirse, que de manera espontánea llega a algún sitio y pronto, casi por inercia, comienza a impulsar las fuerzas del capital.

El fenómeno es interesante, sin duda, pues hace ver también que aquello que implica un estilo de vida artístico, alternativo o intelectual requiere también de un importante sostén capitalista. Es un lujo que cuesta, por decirlo casi coloquialmente, y no menos sorprendente es que el capitalismo, fiel a su naturaleza, hace lo necesario para satisfacer ese lujo.

Lo irónico, sin embargo, es que en muchos casos, este tipo de personas se caracteriza también por su conocimiento de la situación del mundo, aquello que mencionábamos al inicio de esta nota: la vigencia del trabajo infantil, el impacto ambiental de la economía de mercado o la desigualdad imperante en nuestro tiempo. Muchos incluso, como señala Pritchard, se dirán “socialistas” o se ubican a la izquierda del espectro político.

Pero conocimiento no es crítica, y más bien en nuestro tiempo se ha convertido en racionalización. Se sabe que esas cosas pasan, pero esta “avanzada” intelectual usualmente mira a otro lado, o lo justifica de otra manera. Y como sugirió Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, es posible que el exceso de razón sea para una sociedad signo de su decadencia.

 

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