Había faltado el profesor. Tuvo un problema inesperado. Ella asumió la clase; no sé si por voluntad o por imposición, pero la asumió. Eran seis niñas, de 7 años en promedio. Clase de jazz. Vísperas de navidades. Ya había pasado el gran espectáculo en el teatro; la academia estaba cerrando el año, era la última semana de clases.
Empezó sin sobreactuaciones. Avisó a las niñas que Daniel había tenido un accidente con su carro, pero que nada grave, que se quedaran tranquilas –aclaró con toda naturalidad. Se tomó su tiempo. Estaría pensando qué hacer…
Las niñas jugueteaban por ahí. Nada inocente, ya a esa edad. Preparaban el boicot. Organizaban el fracaso. No tenían muchas ganas de nada.
Ajustó la música con su teléfono y tomó el frente del salón. No era imponente. Se paró de frente, mirando a las niñas, sin música. Inició el calentamiento. Sin concesiones y sin pirotecnias. No parecía preocuparle lo que a mí me preocupaba, que era que las niñas aceptaran su liderazgo. Hombros, cadera, brazos… y de nuevo, ¡va! La seguían a desgano 3 o 4; las otras niñas estaban en otro registro. Ella siguió, como si supiera lo que vendría; como si la apuntalara la confianza.
Derivó suavemente del calentamiento a una base coreográfica simple, sin aspavientos. Todo sin música; apenas sobre los sonidos del trabajo. Hombro, hombro, sube, baja, derecha y de nuevo, hombro… (Más de una vez las niñas le preguntaron –con un tono inquisitivo preadolescente-- si retomarían la coreografía que venían trabajando, y ella respondió que al final). Ella de frente al espejo; ella de frente a las niñas. Las miraba y las llevaba, pero nunca usó la reprimenda. No las enfrentó. La que más tarde entró en la dinámica, más tarde entró; las supo esperar. Simplemente.
Hombro, hombro… cada vez con más rigor, con más ritmo, más intenso. De apoco las cosas iban poniéndose serias. Va, va, va. Ahora con música, y soltó. Puso música y pasó el de nuevo el hombro, hombro, sube…, a velocidad, con vigor. Se notó que algunas niñas hicieron un primer leve clic. Ella sabía.
Quitó la música, en seco. A trabajar de nuevo. Va: hombro, hombro… y ahora, brazo, brazo, muñeca para arriba, la otra, cierro y ya, con quiebre de cuello hacia atrás… Eso. ¡Más sensual! ¡Bien femenino!
Va de nuevo. Y otra. Y otra.
Las fue formando, de a poco. Tres en primera fila, abiertas; otras dos en segunda fila y las otras dos cierran por atrás. No le importó las líderes, las lindas, las más no sé qué o las mucho más no se cuánto; las que fueran. Tres adelante, luego dos y dos, y a pasar de nuevo. Va, va, va.
Ella muestra, de espaldas, de frente, y luego corrige. Poco, pero las mira. Su mirada entrenada no necesita de mucho más. Intercambia a las niñas, siguiendo un criterio que no explicita. Música de nuevo, para una pasada completa. Tú para aquí y tú para allá. Y de nuevo a empezar.
Ya domina, totalmente. Se han acabado las digresiones, las dispersiones, los chismecitos. Se desmontó el boicot como si jamás hubiera existido. Y ella tan fresca. Las niñas no saben ni su nombre, ni ella el de las niñas. No necesita. Va, va, va y va. ¡Más sensual! ¡Bien femenino!
La coreografía ya tiene siete pasos, acompasados. Hombro, hombro, sube… brazo, brazo y de nuevo, giro, voy… regreso, giro de nuevo, brazo, otro brazo, manos juntas y va. Y de nuevo. Y la que se equivoca corrige en la siguiente, sola, con la de al lado.
Música por 15 segundos, paso y paso, y de nuevo a trabajar. Va y va.
Su domino es total. Ella, la desconocida, gobierna sin autoritarismos. Lleva y conduce, con discreción. Las niñas van apareciendo, de a una cada una. Pero alineadas al trabajo, no reivindicadas en el boicot. Otra manera de confirmarse; una mucho mejor manera de constituirse.
Ella sabe que tiene una carta más, matadora. Pero llega tan cómoda a esta altura de la clase que la podrá usar para disfrutar, porque ya no tiene nada que acomodar. No hay más mensajes. Ella, la profesora improvisada, la sustituta, la sin carisma, discreta y enfocada ha construido una clase buenísima. Las niñas trabajan (era víspera de navidad –¿recuerdan?-- cuando ya nadie quería hacer mucho) en base a una coreografía que no conocen, luego de haber estado encima de otra durante todo 1 año. La música es ocasional, el esfuerzo y la concentración, permanentes. Ella domina, pero no se impone. No permite, pero no prohíbe. Arrasa, suave. Impulsa. Las niñas aparecieron, cada una a su ritmo.
Va, una más. Hombro, hombro, sube… y va, va, va, giro, va, de nuevo, vengo, va, brazo, brazo –ahí--, estiro, junto las manos, va, y abro el maquillaje, así, y va, me empolvo el lado derecho, ahora el izquierdo, y cierro, así, sensual, femenino.
Y ahora, con música…
Y fue una fiesta. Una gran fiesta de 30 segundos. Una fiesta improvisada, imprevista, que se impuso a la fiesta que habíamos tenido hacía 15 días en el teatro, con aquel despliegue exagerado de trajes, músicas, públicos, fotos, videos, escenografías, colores, luces… Esta fue una verdadera demostración, no aquélla. Deberíamos aprender. La discreta se impuso a la ostentosa. Ella le encontró el punto; y lo impuso, con convicción.
No filmamos porque no nos lo esperábamos. Nadie esperaba nada, por eso resultó todo aquello.
Acabó la pasada final, fantástica, emocionante, cargada de la sensualidad y la feminidad que había pedido y quitó la música, con la misma discreción de toda la clase. Habían sido 40 minutos, no más. Ah, alguna de las niñas le pidió si podían pasar la coreografía de la presentación, que ella desconocía. Ahora sí, respondió con naturalidad; se había comprometido. La pasaron y no valió la pena. Era muy difícil competir. Las niñas mismas lo notaron. Y se acabó. Saludó y salió, sin soberbia.
Y ahí nos quedamos, extasiados y un poco nostálgicos; había sucedido algo. Mi esposa la felicitó, como intentando detenerla no sabíamos ni cómo ni para qué. Ella aceptó y agradeció, pero aún así siguió su camino. Iba para donde iba.
¿Qué fue?
Fueron muchas cosas juntas, sin dudas. Coordinadas para el logro. Y luego, vueltas naturalidad, convicción, levedad, magisterio del bueno. Ella entró sabiendo lo que se necesita saber e ignorando no lo que debe construirse. Entró exactamente al revés de como entran las maestras en las aulas de las escuelas, que saben demasiado sobre lo que deberían dejar que se construyera y no saben sobre el objetivo, el tono, el ritmo y el carisma, que es lo que deberían saber.
Es justo eso, creo. Invirtió todo y consiguió lo que no se suele conseguir. No llevó recetas ni armó parafernalias ni de control ni de seducción; las trató seriamente y les mostró el arduo camino del trabajo. Las respetó y las lideró. Les dio lugar para que aquello que sucediera fuera de ellas, en su espacio y a su estilo, pero que sucediera. Fue discreta y progresiva. Se dio tiempos y jamás se apuró, aunque todo no duró más de 45 minutos. Fue genial.
Ella entró suave, dispuesta a fracasar, pero no a conceder. Y dedicada a trabajar.
Su mensaje no tenía ambigüedades, y así de nítido lo recibieron las niñas, por más que nadie les dijera nada. No hubo holas estereotipados, escenas de empatías poco importantes; tampoco vi simpatías complacientes. Todo funcionó sin eso. Debería enseñarnos algo, ¿verdad?
La escuela, que es tan linda, simpática, suave, empática, contenedora, infantil en general y complaciente casi siempre, no entiende que la autoridad bien construida se llama carisma y engendra respeto del bueno. Pero claro, necesita de saber, de convicción y de todo eso que ella tenía. Tampoco entiende que los mensajes más eficientes no necesitan ser dichos.
El logro está ligado al trabajo, nos dijo constantemente, aunque no habló. La música llega cuando la base está armada. La actitud es lo que cuenta. No hace falta ser melosa para llevar un grupo de niñas de 8 años, encendidas en vanidad de clase. No hace falta ser fantástica, ni histérica ni hermosa. No lo era. Y se impuso. Aun anónima, se impuso.
No sé si vale la pena que le siga. Sé que si me paso en las interpretaciones no faltará quien comience a discutirme en ellas y yo quiero discutir la experiencia, no su interpretación. Se puede, yo lo viví. Ella lo hizo, delante mío y ante más de una adversidad. Y lo hizo en 45 minutos. Mi hija –una de las niñas que recibió la clase-- la recuerda y lo recuerda. Marcó pauta, puntuó en la vida de mi hija y –probablemente-- de sus compañeras. Dejó huella.
Y se fue, como deben irse los buenos maestros. Porque no son ellos, sino ellas, las niñas, lo que importa.
Gracias a ella. Me ayudó a sentir que se puede.
Twitter del autor: @dobertipablo