Piensen en un día normal: nos levantamos, vamos al baño, desayunamos algo, nos fumamos un cigarro o elegimos no hacerlo… Antes de mediodía ya hemos puesto a prueba muchas veces nuestras convicciones sobre el libre albedrío y el determinismo del destino, aunque no seamos del todo conscientes de ellas.
Y es que levantarse, ir al baño e incluso tener un vicio o un hobby son compromisos fisiológicos que la conciencia no siempre puede tramitar sin resultados negativos. Si nuestro libre albedrío fuera total, podríamos elegir no ir al baño; pero no podemos elegir cosas como esta, simplemente porque están fuera de nuestro control. "Mear o no mear" no puede ser, en ese sentido, una pregunta realmente filosófica.
No hace falta una tragedia griega para explicarnos por qué ciertas partes de nuestra vida están regidas por ciertos determinismos y pautas obligatorias. La escuela psicológica de la “cognición encarnada” indica que nuestros cuerpos son influenciados por instancias de decisiones continuamente provenientes de nuestro cuerpo y del mundo exterior.
Pongamos algunos ejemplos: si nuestro jefe nos reprende por algo, podemos elegir cambiar nuestra disposición o nuestra actitud frente al trabajo, pero no podemos controlar del todo los sentimientos que la reprimenda nos genere. Puede ser que nos sintamos frustrados, enojados o tristes, e incluso puede ser que sepamos cómo procesar esas emociones (la madurez consiste precisamente en eso), pero no podemos evitar sentir.
Otro ejemplo son las funciones corporales: si tenemos ganas de orinar, podemos elegir, dentro de cierto rango, cuándo hacerlo. Los niños no pueden. En los casos de las necesidades fisiológicas como hambre, sueño y ganas de ir al baño, nuestro libre albedrío se ve seriamente comprometido por el determinismo fisiológico dentro del cual enmarcamos nuestras decisiones.
Michael Ent y Roy Baumeister llevaron a cabo algunos experimentos psicológicos con esta teoría. Su hipótesis es que el estado físico puede afectar las convicciones filosóficas de los sujetos (un poco como la teoría de las “posturas de poder” durante entrevistas de trabajo, de Amy Cuddy).
Los investigadores reunieron a un grupo de personas para responder cuestionarios no sólo sobre sus ideas sobre el libre albedrío, sino sobre su estado físico en ese momento. Los deseos que se correlacionaron negativamente con la creencia en una libertad absoluta fueron, en orden de importancia:
1) Deseo de orinar.
2) Deseo de dormir.
3) Deseo de tener sexo.
En otras palabras, cuando queremos orinar, dormir o tener sexo, nuestras opiniones acerca de la libertad, la existencia y el mundo resultan sumamente maleables. Para decirlo aún en otros términos: nuestros deseos fisiológicos parecen apelar a nuestras convicciones filosóficas como urgencias infantiles, no importa la edad que tengamos. Es en ese momento cuando la filosofía y el conocimiento de sí mismo pueden guiar al niño travieso que controla nuestras funciones más terrenales.