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Una visita a los dominios del lagarto más grande que existe; una bestia arcaica y voraz con garras felinas, lengua bífida y aliento venenoso. Un mundo antiguo en el que aún perdura la ley de los dinosaurios

 

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Indonesia. Nación marítima conformada por más de 17 mil islas. Paraíso étnico. Edén biológico. 250 millones de habitantes, pero todavía uno de los últimos remanentes prístinos de la naturaleza. Hogar de zoologías desconcertantes que, aún hoy en día, generan el asombro propio de los exploradores del siglo XVIII.

Nusa Tenggara es el centro de este indómito territorio acuático. Un pequeño archipiélago integrado por masas terrestres heterogéneas. Topografías salvajes que remiten a una versión geográfica de esas mantas de batik elaboradas con retazos de telas diferentes. Ninguna se repite; todas poseen textura propia y color único.

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Desde el barco, el paisaje se asemeja un poco al golfo de California pero con volcanes cónicos gigantescos, desfiladeros escarpados de rocas naranjas y vegetación que cambia drásticamente de matorral espinoso a selva baja.

Sir Arthur Wallace, el famoso naturalista que le pisó los talones a Darwin con la teoría de la evolución por medio de selección natural, fue el primer científico en notar que, así como no se repetían los tonos de estas islas, tampoco lo hacían su fauna y flora correspondientes. Por ello trazó un vector imaginario: la línea de Wallace, raya biogeográfica que pasa entre Bali y Lombok y que divide a los animales del Pacífico Sur en dos grandes grupos. Al este: marsupiales, reptiles gigantes y zorros voladores. Al oeste: primates, elefantes enanos y ranas voladoras.

No hace falta mencionar que Komodo y su isla vecina Rinca, únicas moradas conocidas de dragones en el planeta, se localizan del lado de los reptiles gigantes. Son parajes agrestes y áridos. A primer instancia, poco hospitalarios. El calor rebasa los 40 grados a la sombra y la vegetación es ruda. El dosel forestal está rematado por árboles de algodón, ceibas espinosas y palmas. Desde las copas llega el altisonante escándalo de las cacatúas y sobre el sustrato de hojas secas abundan las cobras escupidoras.

Entre las sombras se adivinan venados, búfalos de agua y jabalíes. Al descubrirlos furtivamente entre los matorrales y atestiguar el sobresalto que destella en su mirada, el primer pensamiento que se tiene es que quizás su preocupación se deba a nuestra interrupción. Pero no nos equivoquemos. La presencia humana les tiene completamente sin cuidado. Los rumiantes están en alerta perpetua, con los músculos tensos y los sentidos atentos, por otro motivo.

El pavor que se adivina en estas miradas esquivas se debe a que, aquí, el depredador supremo es una fiera casi mitológica. Una bestia arcaica con garras felinas, lengua bífida, piel achaquirada y aliento venenoso. El lagarto viviente más grande que existe. Este es el reino del Varanus komodoensis, un mundo antiguo en el que aún perdura la ley de los dinosaurios. En este sitio los reptiles coronan la cadena alimenticia y, siendo que los dragones son particularmente voraces, absolutamente todos en la maleza les tienen pánico.

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En total existen alrededor de 2 mil quinientos ejemplares de dragones en condiciones silvestres. La población de Komodo es la que mayores tallas alcanza, pudiendo llegar a medir hasta 3.5m de largo y rebasar los 100kg de peso. Sin embargo la verdad es que, ya de cerca, esos tres metros se imponen como si fueran seis y, aunque en general son animales bastante tranquilos, ante el menor movimiento inesperado por su parte es completamente inevitable el impulso de salir corriendo. Y es que una tarascada de esas fauces babosas con dientes afilados encaminaría a una muerte casi segura.

Actualmente se debate entre los herpetólogos si la saliva de los dragones contiene veneno o tan sólo se trata de un potente caldo bacteriano. Los últimos estudios filogenéticos proponen que no sólo los dragones, sino casi todos los varanos, producen un tipo especial de veneno. Lo que sí es seguro es que la infección originada por una mordida es capaz de acabar con un búfalo de agua de más de una tonelada en pocos días.

El ultimo incidente con una persona sucedió hace dos años cuando un dragón, sobrexcitado por los turistas, arremetió contra el grupo y alcanzo a morder a un niño suizo en la pierna. Subieron al accidentado a un helicóptero y lo trasladaron de inmediato a un hospital en Yakarta. Pero fue inútil. A las tres horas, la víctima murió entre convulsiones febriles.

 Twitter del autor: @cotahiriart

* Imágenes y video cortesía de Andres Cota Hiriart

Notas de campo

Se estima que la población de Komodo ronda los 1288 individuos y en Rinca poco más de 1000.

Las crías son negras con puntos amarillos y se alimentan de gekos, insectos, serpientes y ranas. Pasan los primeros años de vida en la copa de los árboles. Aproximadamente a los tres años de edad, bajan a tierra y su coloración comienza a cambiar.

Los adultos son gris pardo a negro con algunos tintes azules, amarillos y rosas en la cabeza. Cazan en solitario, aunque, una vez muerta la presa, es común que varios ejemplares se unan al banquete. Dependiendo del tamaño de la merienda, pueden comer una sola vez al mes.

Su olfato es extremadamente sensible, por medio de su lengua bífida, como de serpiente, son capaces de detectar sangre fresca a cinco kilómetros de distancia.

En ocasiones se registra canibalismo, sobre todo de parte de los adultos a las crías.

En carrera corta pueden llegar a correr a cincuenta kilómetros por hora, sin embargo, solo resisten pocos segundos a esta velocidad.

La época de apareamiento tiene lugar entre julio y agosto. Debido a que la relación de sexos es de tres hembras por cada macho, son frecuentes las batallas rituales previas a la reproducción.

La gestación tiene una duración aproximada de un mes, tras lo cual las hembras escarban un nido profundo en la tierra utilizando sus garras. Depositan entre quince y veinte huevos y cuidan el nido durante los siguientes tres meses. Es común que alrededor del nido real caven nidos falsos.

Los huevos eclosionan nueve meses después de ser depositados. 

Pueden llegar a vivir hasta sesenta años.