Los sentidos adquieren una finura y una agudeza extraordinarias. Los ojos penetran el infinito. El oído percibe los sonidos más imperceptibles en medio de los ruidos más violentos.
(...)
Esta fantasía dura una eternidad. Un intervalo de lucidez nos permite con gran esfuerzo mirar el reloj. La eternidad ha durado un minuto.
-Charles Baudelaire, Los paraísos artificiales
El turismo como lo conocíamos parece haber llegado a su fin: aunque los trotamundos y viajeros de todo el orbe no dejen de visitar el Louvre, el Taj Mahal o el Amazonas, la cultura raver de los '90 dio origen a un nuevo tipo de viajero, para el que las agencias de viaje tienen paquetes especiales e incluso un nombre genérico: el flashpacker.
Se trata de un turista −con seguridad, proveniente de un país de primer mundo en América (EU y Canadá) o Europa− que visita un país sudamericano o asiático con fines de hacer turismo sexual o de drogas. Las capitales del mundo y sus deleites se abren frente a los ventajosos tipos de cambio que el euro y el dólar tienen frente a las empobrecidas monedas locales −en algunos barrios (y siempre bajo la protección de locales), un flashpacker puede comprar un gramo de cocaína de excelente calidad por 7 mil pesos colombianos, apenas $4 dólares estadounidenses.
Cocaina: a book on those who make it narra el caso de Medellín, Colombia, que durante los '90 fue conocida como "la capital mundial del asesinato" debido a la peligrosidad de los carteles de droga que aún operaban, pero que desde entonces se ha transformado en la meca de la fiesta salvaje, con una infraestructura económica que permite que los viajeros visiten los nuevos hitos históricos de la ciudad, que en gran parte tienen que ver con la historia reciente de violencia que vivió la ciudad.
Un turista con dinero en Medellín no sólo puede visitar uno de los muchos clubes nocturnos donde las autoridades se hacen de la vista gorda frente al coctel de sustancias ilícitas que se consumen públicamente; durante el día, un viajero sueco o alemán o español puede visitar El Poblado, un área comercial y habitacional de Medellín construida y donada por el capo Pablo Escobar.
El curioso también puede visitar La Catedral, la infame cárcel construida por el capo y de la que escapó sin problemas en el 92, su rancho (hectáreas de lujo desenfrenado que incluso poseía su propio zoológico), así como el lugar donde Escobar fue finalmente abatido. Todo de la mano de una guía Lonely Planet.
La leyenda del primer multimillonario moderno en el mundo de los cárteles de la droga alimenta una subcultura ávida de motivos para idealizar a Escobar como si fuera una especie de Al Capone o Robin Hood del 3er mundo: uno que en vez de quitarle a los ricos para darle a los pobres, alimenta a los ricos con su propio polvo de hadas, la cocaína.
Mientras que 90% de la heroína del mundo se produce en Afganistán, pocos viajeros pensarían en pasar un par de semanas vacacionando en Kabul o en las montañas donde Osama bin Laden fue cazado y muerto. La heroína se relaciona con el SIDA, con adictos pinchándose debajo de puentes, con Trainspotting y una horrible desintoxicación. En cambio, en Colombia se produce 60% de la cocaína del mundo, una droga que goza de una aceptación social mucho más compleja que otras, a pesar de que su potencial adictivo esté entre los más altos.
La cocaína está asociada al logro y al éxito en los negocios. La salvaje fantasía alimentada de cocaína queda perfectamente retratada en The Wolf of Wall Street, donde el dinero y la testosterona se vuelven indistinguibles de altas dosis del alcaloide dibujando un bigote blanco bajo las narices de los brokers de Wall Street.
Al igual que antropólogos y hippies visitaban las montañas de Oaxaca buscando los niños santos, los hongos ceremoniales de María Sabina, el turismo alucinógeno sigue la pauta eco-friendly para disfrazar con fines pseudoespirituales la curiosidad (o moda) por compuestos como el "sapito" o la ayahuasca en México o en las selvas del Perú, o del peyote en el desierto mexicano. Los turistas van por la experiencia de conciencia, pero en su camino realizan una importante derrama económica de la que las poblaciones pobres se benefician, y que por tanto, las autoridades encubren.
Y es que el auge de este nuevo tipo de turismo (el que, por su informalidad, arroja cifras siempre asociadas al turismo tradicional, al igual que ocurre con el turismo sexual en países como Cuba o Tailandia) demuestra que el enfoque militar en la guerra contra las drogas falla en entender la naturaleza de lo que el usuario encuentra en la experiencia de la droga misma: se trata de un asunto de salud, por un lado, y de una industria que mueve toneladas de dinero, flujo del cual también las autoridades se nutren, y que no puede frenarse a fuerza de balas.
Mientras el enfoque sobre el consumo de drogas siga la vía de la penalización del usuario, los agujeros de gusano del sistema seguirán posibilitando la búsqueda de los paraísos artificiales: nichos de oportunidad para el crimen organizado en los países más pobres del mundo.