El mar: de la inmundicia y el temor a la curación y el descanso
Por: Úrsula Camba Ludlow - 02/13/2014
Por: Úrsula Camba Ludlow - 02/13/2014
El mar y la playa han inspirado infinidad de libros, poemas, largometrajes, series y canciones, entre otras muchas manifestaciones que materializan la belleza o la inmensidad (y demás características) de los océanos. En la actualidad la playa y el mar son sinónimos de vacación, descanso y aire puro. Evocan momentos de tranquilidad, felicidad y limpieza. Pero no siempre fue así. Es más, esa idea del mar como un lugar de reposo y romance es relativamente “nueva”. En efecto, desde tiempos muy remotos el mar era la materialización de peligros y sucesos funestos. Cuando no existía el buceo profesional, ni el interés por conocer la fauna marina (que por supuesto en la mente colectiva no se componía de pececillos de colores), nadie se había sumergido para averiguar qué había en las profundidades de los océanos, pero las imágenes que venían a la mente eran, por decir lo menos, terroríficas.
Durante siglos, la Biblia fue la autoridad incuestionable, además del pilar de la moral judeocristiana, fue el texto fundacional de la historia humana y su devenir. A partir de los textos sagrados se explicaba el origen del mundo. Así, el mar, ese inmenso pozo de negrura era amenazante por dos razones principalmente: la primera porque había sido nada más y nada menos que el instrumento punitivo del diluvio universal, y en segundo término era también el vestigio de ese castigo enviado a los hombres. ¿Qué había en las profundidades? Seguramente los cadáveres putrefactos de miles de animales y hombres quienes, a diferencia de Noé y su familia, no sobrevivieron a la ira divina. Pero el mar era también la morada de monstruos inmemoriales como el Kraken, de bestias terroríficas que viven agazapadas en el fondo librando batallas infernales entre ellas, dispuestas a emerger en cualquier momento. Asimismo, del mar surge el dragón que el arcángel San Miguel atraviesa con su espada. No es un lugar amigable, ni armonioso, ni, por supuesto, un lugar de solaz o reposo.
Los barcos no son de ninguna manera confortables, no nos imaginemos estos cruceros de lujo con miles de actividades para entretener a los viajantes. Los pasajeros sufren el “mal de mar” y pasan la mayor parte del tiempo postrados en cubierta: el vómito, el abatimiento, el espantoso olor que transmite el mar (sumado al de la letrina) y el vaivén de las olas hacen la travesía insoportable. La gente no sabe nadar, lo cual se suma al temor que produce un posible naufragio. Los viajes en barco son largos, tediosos. Se viaja por necesidad, no por el placer de conocer lugares exóticos y lejanos. Cuando se desatan las tempestades y estallan las tormentas, no queda más recurso que apelar a San Nicolás y a la Virgen bajo todas sus advocaciones para escapar de una muerte segura. ¿Qué se revuelve en el fondo del mar, mientras las olas golpean con violencia el barco? Los marineros sumergen reliquias en el mar embravecido para ver si logran aplacar la furia de las aguas.
Por otra parte, el barco anclado en el puerto amenaza la salud de la ciudad. Hay que mantenerlo en cuarentena. El navío encarna el pudridero, el lugar de las enfermedades como el escorbuto que disuelve la carne de sus víctimas y les hincha las encías hasta sangrar. De los navíos asciende la epidemia. El mar mismo está podrido, el olor que despide en las costas es hediondo. Las playas cerca de los puertos son los vertederos de excrementos, desechos orgánicos, algas que hacen de la playa un lugar sucio y malsano.
Poco a poco esta concepción se va modificando, entre otros factores, por un nuevo pensamiento que no se sustenta ya en las Sagradas Escrituras, sino en la observación, experimentación y los hallazgos científicos. Al mismo tiempo, la nueva fisonomía de las ciudades, con los humos sulfurosos de carbón que contaminan y vician el aire, van posicionando al mar como un lugar terapéutico para curar diversos males y donde encontrar salud, vigor y pureza. Los médicos empiezan a prescribir baños de agua salada… y helada. Se recomiendan las inmersiones en agua muy fría, con la cabeza hacia abajo, sumergidos por la fuerza hasta llegar casi a la asfixia del paciente. El médico señala que balneario es el más adecuado, la hora, la duración y el número de baños recomendados para el enfermo. El “bañero” (hombre encargado de llevar a cabo la acción terapéutica en cuestión), debe hundir al paciente en el momento mismo en que rompe la ola: la inmersión brutal en el agua a 12 o 14 grados centígrados provoca un sobrecogimiento intenso, escalofríos y la sensación de sofocación. Esta práctica se recomienda para fortalecer a mujeres, adolescentes “amenazadas por la palidez”, pusilánimes, enfermos crónicos y niños.
Las primeras mujeres que se sumergen en el mar lo hacen con gruesos trajes de lana que conservan el calor. La falda para las bañistas se considera indecente, así que el traje más frecuente será el de pantalón y camisa ajustados con un cinturón, botones al frente y no demasiado entallado para evitar subrayar las curvas femeninas. Las mangas son cortas, llegan hasta el codo y en algunos casos tienen una abertura en la axila para permitir una mayor movilidad. Antes de la invención de bloqueadores y pantallas solares hay quienes utilizan una máscara de seda para protegerse del sol o sombreros de palma de ala ancha.
La playa se convierte en un lugar para pasear, deambular y conversar. Pero siempre bajo la mirada atenta y vigilante de las autoridades que exigen la separación obligada de los sexos, de un lado mujeres, un espacio vacío de 500 pasos y del otro lado los hombres, que, armados con binoculares, no se pierden el espectáculo de las mujeres chapoteando y gritando en la orilla del mar. Pero las divisiones también son sociales. Los aristócratas tienen cabinas de baño para cambiarse y protegerse del sol, planchas para caminar cómodamente y evitar heridas en los pies. Las clases menos privilegiadas no gozan de esos beneficios.
Así, poco a poco, el mar se va transformando en un lugar de recreo. Ya no sólo será el punto de reunión de aristócratas, escritores y artistas de moda que pasan largas temporadas de ocio marino, ejercitándose, paseando, descansando y bañándose en las aguas heladas. A su vez, artesanos, obreros y comerciantes podrán acceder también a esos nuevos placeres por tiempo limitado, ya que evidentemente no pueden permitirse estancias de dos meses.
La playa y el mar se convertirán inexorablemente en espacios accesibles, buscados y deseados por todos los estratos sociales. Ámbitos de reposo, fiesta y reflexión, nadie teme ya divisar entre las cabezas de los bañistas las garras o las fauces de un animal terrorífico, desconocido y mortal.
Referencia:
Alain Corbin. El territorio del vacío. Occidente y la invención de la playa (1750-1840), Barcelona: Mondadori, 1993.
Twitter de la autora: @ursulacamba
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