Pereza, corrupción y componendas: los funcionarios inquisitoriales en Nueva España
Por: Úrsula Camba Ludlow - 01/06/2014
Por: Úrsula Camba Ludlow - 01/06/2014
Los inquisidores: hombres terroríficos, crueles e implacables que vemos en las películas, esos seres inconmovibles y malvados que en nombre de la fe católica encerraron y torturaron a miles de personas. Esa es, al menos, la idea que tenemos. En Nueva España, esos funcionarios eran, ante todo, burócratas que dependían de la Corona española y no del Papa. El propósito es mostrar que esos hombres, seres humanos al fin y al cabo, con bastante frecuencia desempeñaban mediocremente sus funciones debido a una serie de problemas financieros, de corrupción, de compadrazgo y de modorra.
Lo sabemos, el tribunal se crea para perseguir los delitos de fe, a saber, el judaísmo, el protestantismo y toda expresión no acorde con los preceptos de la religión católica. Los cargos se compran, esa es la práctica normal en el gobierno de los Habsburgo, por ende, los funcionarios que son enviados a Nueva España están mal preparados, vienen a hacer carrera para promoverse y de vuelta a España conseguir un mejor empleo. Así, los obstáculos con los que se encuentra el engranaje inquisitorial para su correcto funcionamiento son tan diversos como complejos, tal y como lo veremos.
Empecemos por la cuestión geográfica: la jurisdicción que corresponde al tribunal es gigantesca, abarca desde lo que ahora es Nicaragua, Honduras, Guatemala, hasta Zacatecas, el norte inhóspito y Nuevo México, e incluye… Filipinas. Para atender las denuncias y procesos de todo ese territorio, había solamente dos inquisidores, un notario, un fiscal y un alguacil. Cierto es que había toda una red de soporte de funcionarios (los comisarios inquisitoriales), hasta en los lugares más recónditos de ese distrito inmenso, que debían recabar denuncias y enviarlas al tribunal en la ciudad de México. Pero con todo, una superficie de casi 3 millones de kilómetros cuadrados (por demás accidentada: ríos caudalosos, lagunas, pantanos, selvas, desiertos y montañas) para dos inquisidores plantea ya de inicio un problema real de eficiencia. Algunos comisarios en Yucatán, por ejemplo, se quejaban amargamente de que el correo con la Ciudad de México tardaba hasta cuatro años en llegar.
Por otro lado, las relaciones entre los funcionarios del Santo Oficio distaban de ser armoniosas: los roces entre los inquisidores fueron frecuentes, llegando en ocasiones al odio declarado, amenazas de muerte y a agarrarse a golpes.
Así, inquisidores como Estrada y Escobedo o Bernabé de la Higuera y Amarilla, llegaban al tribunal por las mañanas, se apresuraban a tomar chocolate en sus aposentos, después se acercaban a platicar con el fiscal y los secretarios, distrayéndolos de sus ocupaciones, para además salir dos o tres veces en el día a la puerta a “tomar el fresco”. La inercia se había apoderado del Tribunal, las graves dificultades financieras, las diferencias con las autoridades virreinales, y la falta de solidez y experiencia en la preparación de los inquisidores habían provocado una modorra difícil de sacudir en dichos funcionarios. Muchos, además, tienen una extensa parentela que mantener: madres, hermanas, sobrinos.
El tormento no se aplicaba como debía. O lo hacían laxamente o lo ejecutaban a sabiendas de que la acusación era falsa. Hablaban frente a los acusados de su proceso, haciéndoles saber quién y por qué los había denunciado, lo cual estaba prohibido. En ocasiones, incluso, los inquisidores dieron el “pitazo” a amigos y conocidos suyos para que antes de ser aprehendidos escondieran sus bienes o estuvieran prevenidos sobre qué declarar y qué callar en su proceso.
Asimismo, los inquisidores tenían por obligación bajar a los calabozos un par de veces al mes para visitar a los presos, exhortarlos a confesar su culpabilidad y consolarlos. Pero pasaban años sin que ninguno bajara a las cárceles (que dicho sea de paso, casi siempre estaban en condiciones francamente deplorables), lo cual explica, por ejemplo, que el cuerpo de doña Catalina de Campos fuese encontrado medio comido por las ratas. Nadie, ni siquiera los carceleros que debían llevar comida y velas diariamente habían advertido su muerte. Había, en cambio, otros presos que se hacían llevar ropa y comida diariamente desde fuera e incluso algunos, declarándose enfermos, eran autorizados a regresar a sus casas para que pudiesen curarse más cómodamente.
Los presos debían registrar sus pertenencias al ingresar a las cárceles. Eso con frecuencia no se llevaba a cabo de la manera estipulada, de manera que los reos conservaban joyas y prendas que después les servían para sobornar a los carceleros y conseguir privilegios: mandar recados a sus casas o comunicarse con otros familiares presos para así acordar qué decir y qué esconder en sus declaraciones.
Los bienes del acusado debían ser confiscados y el producto de su remate, enviado a España. La falta de sueldos (la Corona dejó de enviar dinero al tribunal), la ambición y las deudas de los inquisidores ocasionaron que dichos bienes no fueran rematados, sino repartidos entre los burócratas: joyas, encajes de Flandes, sedas y porcelanas chinas. La corrupción, la impunidad y la codicia llevaron a los funcionarios al punto de ocultar las cifras de las confiscaciones o a arrancar fojas de los libros de cuentas que debían enviar a España.
Por otra parte, los papeles de las denuncias se encontraban tirados y revueltos en el piso del tribunal, confundiéndose los procesos antiguos con los recientes en un desorden descomunal, sólo porque no había un fiscal acomedido que los cosiera con hilo y aguja.
En efecto, el Santo Oficio novohispano se parece mucho más a una institución mexicana que a una alemana. La pereza, las componendas, el clientelismo y la corrupción eran el pan nuestro en el santo tribunal. En efecto, dicen por ahí, que no hay nada nuevo bajo el sol.
Referencia
Solange Alberro. Inquisición y sociedad en México 1571-1700, FCE: México, 1988.
Twitter de la autora: @ursulacamba
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