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Estudios sugieren que la razón por la cual el Toxoplasma gondii (parásito transmitido por las heces fecales de los gatos) "quiere" controlar nuestra mente es mucho más frívola de lo que se pensaba.

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En años recientes, desde que se dio a conocer que la toxoplasmosis puede manipular el comportamiento de las personas infectadas, este parásito hacker ha acaparado titulares. La toxoplasmosis es, en pocas palabras, la infección causada por el parásito Toxoplasma gondii (Toxo de cariño), que se traspasa mediante las heces fecales de los gatos, y en seres humanos causa las afecciones más extrañas. En primera instancia, lo que el parásito "quiere" es que el gato se coma al animal infectado (casi siempre un roedor) para poder regresar al vientre del gato, que es el único lugar donde puede reproducirse sexualmente. Pero cuando infecta a un ser humano, entonces los efectos se disparan en todas direcciones. El gato no puede comerse al humano, por lo tanto el parásito se dedica, aparentemente, sólo a la diseminación, al control mental y a la supervivencia. Varios científicos se han puesto la tarea de investigar hasta dónde puede llegar el control mental del T. gondii, pero hasta hace poco tiempo se empeñaron en saber por qué afecta a los seres humanos.

Los datos de el científico Jaroslav Flegr, una voz eminente en la investigación del toxoplasma, sugirieron que un tercio de la población está afectada por este parásito que puede “matar más personas que la malaria, o al menos un millón al año” (muchas de ellas bajo un extraño furor que los lleva a tener accidentes fatales). Las posibles implicaciones de que tantas personas estén infectadas, y por lo tanto manipuladas, por este parásito, va mucho más allá de la academia. Pensar en esto es comparable a pensar en una teoría conspiratoria en la cual extraterrestres llevan miles de años manipulando a la humanidad para fines metapolíticos o destructivos. Pero, ¿por qué un parásito exclusivamente felino se querría traspasar a los seres humanos?

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De acuerdo a la hipótesis más prevaleciente, el T. gondii manipula a sus anfitriones indiscriminadamente. Es decir, el parásito sólo quiere aumentar sus posibilidades de diseminarse, de seguir viviendo. Así que los fascinantes cambios en el comportamiento humano (apetito sexual, esquizofrenia, síntomas de gripa, autodestrucción, confianza en los demás, y una distinción entre sexos: las mujeres se vuelven más atractivas, los hombres despreocupados, etc…) son meramente circunstanciales. De acuerdo con Ann-Kathrin Stock, investigadora de neuropsicología cognitiva de la Universidad de Dresden “El parásito en sí no “quiere” hacerle daño a nadie, sino que actúa siempre bajo el mismo mecanismo, ya sea en roedores o en humanos. Es sólo que los humanos muy rara vez son presa de los gatos”.

Ello explica por qué los efectos en los humanos son tan variados y contradictorios: por un lado nos hacen más “atractivos” al sexo opuesto, y por lo tanto más proclives a reproducirnos, y por el otro nos llevan a la locura y la autodestrucción. Somos, según Stock, sólo el daño colateral de un parásito que se salió de sus casillas y que no está diseñado para atacarnos directamente.

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La teoría aparentemente triunfadora, no obstante, es la de Joanne Webster, investigadora del Imperial College London, quien sienta las bases de la hipótesis de la dopamina. Webster reconcilia los distintos datos sugiriendo que el parásito “se desarrolla magníficamente” en el cerebro humano porque se expande con la dopamina. En nuestro cerebro se forman quistes de toxoplasmosis gracias al incremento de una enzima llamada tirosina hidroxilasa. Esta enzima está involucrada en la producción del neurotransmisor dopamina. “Más enzima significa más dopamina”, explica. Esto aclara por qué los ratones que están bajo el efecto del parásito le pierden el miedo a los gatos, poniéndose en riesgo: están bajo la exaltación de la dopamina. Y explica también el mismo efecto extrapolado a los humanos: la dopamina liberada por la enzima toma toda clase de variantes dislocadas.

La dopamina liberada por la infección de T. gondii, según Webster, se extiende en todo el cerebro (no sólo en la región límbica, como es usual con la dopamina) causando “una plétora de efectos observables”. Dado que el sistema basado en la dopamina es tan complejo e influyente en el comportamiento humano, el parásito gatuno puede manipularnos para cambiar prácticamente cualquiera de nuestras conductas, y es por ello que sus implicaciones son materia inabarcable.

Si la teoría de Flegr que dice que un tercio de la población está infectada es correcta, entonces los efectos del toxoplasma no son necesariamente fatales. No obstante, pensar que gracias a la tirosina hidroxilasa somos una especie de parque de diversiones en el cual un parásito puede controlar nuestra mente por el simple placer de hacerlo, es por lo menos desconcertante. Pero, por otro lado, nos lleva a salir de nuestro pequeño mundo emocional, casi siempre solemne, y a considerar que hay una serie de elementos y entidades, parásitos o no, que inciden en la trama de nuestro comportamiento y cuyos efectos siguen siendo un tanto insondables, hasta el punto de que quizás no sea tan descabellado pensar que los verdaderos amos de este mundo son una serie de microorganismos invisibles al ojo humano.