El romance de la humanidad con los caracoles de mar
Ecosistemas
Por: Juan Pablo Carrillo Hernández - 10/28/2013
Por: Juan Pablo Carrillo Hernández - 10/28/2013
Build thee more stately mansions, O my soul,
As the swift seasons roll!
... Till thou at length art free,
Leaving thine outgrown shell by life's unresting sea!
Fragmento de "The Chambered Nautilus", Oliver Wendell Holmes
La peculiar pasión humana por los caracoles y las conchas ha estado ahí desde que los humanos comenzaron a recolectar objetos atractivos. Es decir, desde los comienzos de la cultura moderna. Antropólogos han identificado cuentas hechas de conchas en el Norte de África e Israel que tienen al menos 100 mil años de historia.
Desde entonces varias sociedades han utilizado las conchas no sólo como ornamentos, sino también como cuchillas, palas, lámparas de aceite, moneda, utensilios de cocina, instrumentos musicales y botones. Los caracoles marinos, además, fueron la fuente de la preciosa pintura morada, recolectada a duras penas gota por gota, que se convirtió en el color simbólico de la realeza.
Las conchas, de hecho, inspiraron todo un movimiento artístico francés: el Rococó, una palabra que recuerda el francés rocaille, que refiere a la práctica de cubrir paredes con conchas y rocas, y algo de ellas se aprecia también en el barroco italiano. Sus arquitectos y diseñadores favorecieron las curvas caracolescas y otros motivos intrincados. Recordemos también el diseño de Leonardo da Vinci de las escaleras del palacio francés.
La fiebre por caracoles que se apoderó de los coleccionistas europeos del siglo XVII en adelante fue en gran medida una consecuencia del trueque colonial y la exploración. Junto con especies y mercancía, los barcos de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales traían de regreso a Europa conchas y caracoles espectacularmente bellos que se volvieron objetos preciosos en los museos personales de los ricos y reales. La “conchilomanía”, del latín concha que significa “berberecho” o “mejillón”, fue una de las manías más contagiosas de estos siglos. En Holanda, por ejemplo, se estima que a lo largo del siglo los artistas produjeron algo así como 5 millones de pinturas con el motivo del caracol.
Para muchos coleccionistas de esa era, los caracoles no sólo eran raros y bellos sino que eran literalmente un regalo de Dios. Mostraban la mano habilidosa que las había formado y revelaban la excelencia artesanal del Universo. La idea de recolectar conchas en la playa (actividad que tiene algo de poético, algo de automático y algo de consolador) también confería estatus espiritual. Simbolizaba el escape del mundo trabajador para recobrar el sentido del reposo espiritual, una tradición invocada por luminarias como Cicerón y Newton.
Muchos caracoles, por supuesto, sugerían la metáfora de subir una escalera espiral y a cada paso estar más cerca del conocimiento interior y de Dios. La partida del molusco de su concha también llegó a representar el pasaje del alma humana hacia la vida eterna. El nautilus, por ejemplo, crece en espiral, habitación por habitación, cada una más grande que la anterior (proporción perfecta que divulgaría, luego, Fibonacci).
Y aunque los coleccionistas compraran caracoles más porque les conferían el estatus de poseer algo extraño e inusual de una tierra remota (preferiblemente antes que nadie), los caracoles son lo que son en el mundo porque, a diferencia de otros objetos, perduran y brillan como joyas, siempre. Son y han sido el simbolismo del romance oceánico entre el hombre y la espiral, la tierra y el mar. Y para los coleccionistas, una tentación de poseer un objeto simplemente demasiado lindo.
A la fecha la conchilomanía vive. Sólo que ahora carga con el estigma de la ecología y de la pérdida preciosa que sufre el mar.
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