En este último tiempo aprendimos a mirar de otro modo las alegorías religiosas y épicas mitológicas y descubrimos desde un pantano inagotable de miedos, fobias y sondas del inconsciente más freudiano a imágenes reflejadas en la claridad de un lago colectivo y jungiano. Las historias de nuestros antepasados pasaron de ser una muestra de un estilo de vida primitivo e ignorante a una ventana (entreabierta) a nosotros mismos. Y en el proceso nos dimos cuenta también que podíamos encontrar correspondencias entre algunas deidades, principios o episodios mitológicos y leyes universales.
Una cosa es creer que el karma es un sistema de justicia llevado a cabo por una burocracia sobrenatural (que, por lo visto, trabaja en horario de oficina, explicando alguno de los aparentes problemas que habría en el Universo -para colmo, no hay línea telefónica de atención disponible las 24 horas). Otra muy distinta es ver al karma como una sencilla y plena prefiguración de la ley física de causa y efecto al punto que esta es una metáfora del karma y no al revés.
Del mismo modo pusimos orden a una interpretación que veía diosas griegas en cada cráter de la Luna y vimos en el trinomio compuesto por Selene, Hécate y Afrodita un compendio enciclopédico de los distintos aspectos del satélite y las maneras en que nos afecta a nosotros, parte de la naturaleza y a la naturaleza en general.
Aprendimos a leer el lenguaje simbólico de nuestras propias historias pero hay un rincón que hacemos todos los esfuerzos imaginables por interpretar literalmente. Cuando leemos a Platón contarnos la alegoría de la caverna no se nos ocurre pensar que el filósofo griego puede estar hablando de otra cosa que una metáfora, un mapa simbólico más o menos fiel de las realidades, los sentidos y el conocimiento.
En el momento que Platón se acerca al rincón de la literalidad y la muerte, se agotan las alegorías. Independientemente de si el filósofo creía, o no, en la metempsicosis (una creencia extendida a lo largo de los territorios mistéricos), encontramos en esas palabras, en lugar de un símbolo, un territorio desesperado. Cuando analizamos el simbolismo de una leyenda o un cuento infantil, la creencia original en la literalidad de la historia no dice mucho sobre ella.
Un granjero griego del siglo VIII antes de Cristo seguramente creyera en Selene con la misma credulidad que hoy en día tantos millones de personas creen que la homosexualidad es un pecado y que hay políticos honestos. Un esclavo de New Orleans que no veía una guerra civil que lo liberara en su futuro próximo (para pasar a otra forma de esclavitud políticamente correcta) no encontraba refugio en los Loa reconociéndolos como unos de los estratos más antiguos de la parte humana del cerebro -eso no quiere decir que no lo sean.
El posmodernismo mágico en que vivimos (el realismo colapsado sobre sí mismo) nos permite ver aquello que representan los Loa sabiendo que no pueden existir (una maldición del escepticismo que debemos condimentar siguiendo la receta de Ezra Pound: con amor y alegría). Claro que podemos hacer esto siempre que no haya flechas de todos colores y tamaños apuntando con elocuencia de neón a la muerte: al acercarnos a la muerte no hay símbolos ni mitos ni alegorías.
Cuando vemos referencias a la transmigración de las almas en la kabalah, la Enéada, la República o una leyenda hindú, no se nos ocurre creer que podría, quizás, si nos ponemos los anteojos y esforzamos la vista, descubrir un velo accidental y un símbolo oculto detrás. Donde vemos metáforas, miedos y principios, en el caso de la muerte parece haber solamente dos alternativas: o la fe absoluta y la creencia en una serie infinita de requerimientos bastante difíciles de cumplir para llegar a la existencia de un alma eterna o el miedo a la muerte.
En el caso de la muerte, parece no haber espacio para los símbolos -salvo en el caso del Bardo Thodol, que Timothy Leary y Richard Alpert, en un día de descanso de los problemas en la isla de Lost, descubrieron que los patrones y las luces y las transformaciones y las deidades iracundas son una guía maravillosa hacia la experiencia de estados no ordinarios de conciencia. En el caso de la reencarnación, parece no existir interpretación alguna que nos saque el mal gusto de la boca.
A no ser que veamos la reencarnación como el mito del héroe en una historia verdaderamente épica e inagotable cuyo protagonista es el ADN. A no ser que veamos en la postulación de una entidad eterna que vuelve a la vida una y otra vez para continuar un camino extenso hacia un destino superlativo una metáfora de la genética, de la evolución y las mutaciones y en lugar del camino del alma hablemos del camino de una humanidad y en lugar del destino irremediable de un individuo hablemos del futuro de todos nosotros. A no ser que la reencarnación se convierta en una metáfora del ADN o, como con el karma: a no ser que el ADN se convierta en una metáfora de la reencarnación.
Twitter del autor: @ferostabio
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