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A veces, volver a un lugar es la prueba indeleble de que ahí fuimos felices o desgraciados, pero quizá sea también señal de que es momento para nuestra cartografía emocional de pisar otros sitios.

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"Hombre herido", ca. siglo XV

Cualquiera podrá convenir, me parece, en que los mapas pueden clasificarse entre las expresiones más imaginativas de las que es capaz el intelecto humano. El mapa, en términos generales, es la reducción abstracta de aquello que existe realmente, como un todo, y sin embargo no podemos aprehender más que en su representación. Solo hasta el desarrollo de la tecnología satelital, el mapa fue el trazo en última instancia ilusorio de límites que el consenso social nos invitaba o nos conminaba a aceptar como existentes. Paradójicamente, el territorio representado por el mapa podía en cierto sentido no existir, pues incluso ahora, desde una perspectiva estrictamente personal, es asequible solo a través de las líneas y los símbolos que vemos sobre un papel o una pantalla y, se nos dice, corresponde a este.

Pero no se trata, en modo alguno, de una cualidad cuestionable. Antes bien, es estimulante. Que un mapa sea abstracción pura permite, en un juego autorreferencial, superponer al mapa del mundo el mapa de un continente y el mapa de una región y el mapa de un país y el mapa de una entidad y el mapa de una ciudad y el mapa de una calle y el mapa de una casa y, por qué no, el mapa de una persona.

La posibilidad, por supuesto, dista mucho de ser novedosa. El mapa de una persona puede entenderse, por ejemplo, en un sentido fisiológico, elemental: el mapa de sus huesos y de sus músculos, de sus células y de su torrente sanguíneo. Pero no es esto lo que me interesa. Si algo puede ser interesante es un nivel mucho menos general y más bien metafórico y aleatorio, el mapa que se construye con la existencia misma, única por definición, anclada quizá en ciertas generalidades de orden social pero que, en última instancia, encuentra su expresión personal, subjetiva, irrepetible.

Asimismo, tanto o más interesante es que en ese aspecto de la existencia el mapa parece claro pero el territorio no tanto. A diferencia de la cartografía geográfica, donde efectivamente se puede constatar la existencia de una montaña o de un río, de un valle, en la cartografía existencial no existe más, valga la redundancia, ese territorio comprobable, palpable. La memoria, posiblemente nuestro único recurso a propósito, es en sí misma un mapa, una abstracción purificada (el adjetivo es de Borges) de la cual solo quedan los rasgos necesarios para la localización y la ubicación del yo, para que este pueda decir, en un momento de lucidez o de autoengaño, aquí estuve, aquí estoy. También como en la breve ficción de Borges, “Del rigor en la ciencia”, en el caso de la existencia el mapa termina por sustituir al territorio, porque no tiene otra posibilidad de expresión más que coincidir “puntualmente con él”, a pesar de que se trate de una invención conceptual.

Con todo, la fabulación no se da en el vacío. Por el contrario. La cartografía existencial se liga con significantes muy concretos que solo por ser circunstanciales corren el riesgo de pasar por inexistentes. En este sentido, el mapa de una persona se hace, también, con lugares específicos, sitios concretos. El jardín donde el niño jugó con su padre, el rincón de la casa donde se sintió la primera e indeleble conmoción de un libro, el salón de clases donde conocimos la mirada que tiene el amor, el paseo arbolado donde caminamos junto a la mujer que creíamos que también nos amaba, el barrio laberíntico a cuya salida nos guió una Ariadna amable y generosa, la habitación solitaria (“y al llegar a mi cuarto―siempre un cuarto―”) donde sufrimos hasta el llanto la dolorosa y absurda tragedia de estar vivos.

Trazamos así, a veces sin darnos cuenta, una ruta espacial de los lugares donde fuimos felices o desgraciados y, a veces también sin darnos cuenta, volvemos a ellos, acaso con la secreta e inconfesable intención de volver a ser felices o desgraciados.

Este, me parece, es el signo incontrovertible de la felicidad y también de la desgracia. Dicho con más precisión, de los lugares donde fuimos felices o desgraciados: que regresamos a ellos. Casi siempre inconscientemente. Nos encaminamos como el ebrio de Voltaire que sabe confusamente que tiene una casa, fingiendo tumbos en nuestro propio mapa mental pero, en el fondo, esperanzados en que si volvemos a ese lugar quizá las cosas se repitan o sean distintas (lo cual, como deseo, no es más que otro modo de la repetición). Tal vez, pensamos, si volvemos, también volveremos a ser felices, o ahuyentaremos, esta vez sí, el infortunio.

Pero si es cierto que por volver a este lugar aceptamos tácitamente e ipso facto, damos por bueno, que ahí fuimos felices o desgraciados, tal vez regresar también sea el signo irrefutable para nosotros mismos, para nuestra propia cartografía emocional, de que es momento de pisar otros lugares.

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Twitter del autor: @saturnesco