La capacidad de control (sophrosýnê), la habilidad de dominarse, de dominar, la agudeza de la mirada, la sobria elección de los medios adecuados para alcanzar los fines: todo esto aleja la mente de las fuerzas, concede la ilusión de utilizarlas sin ser utilizado por ellas. Y es una ilusión eficaz, que con frecuencia se confirma. La mirada se ha vuelto indiferente y lúcida hacia todo, pronta a captar cualquier ocasión y a aprovecharla. Pero, en esta mirada circular, sigue habiendo una mancha negra, un punto que la mirada no ve: ella misma. La mirada no ve la mirada. No reconoce que ella misma es una fuerza, como las que entonces pretende dominar.
Roberto Calasso, Las bodas de Cadmo y Harmonía
Uno de los lugares comunes más populares, una de esas metáforas muertas que conceptualizara Paul Ricœur, despojadas de toda posible dificultad codificante, una frase en sentido figurado que ya nada tiene de sorprendente pero, curiosamente no es todavía totalmente literal, asegura que los ojos son las ventanas del alma, que, en un juego espejeante y de autorreferencia, es posible atisbar en la mirada de una persona la calidad de su espíritu, esa esencia que le inclina a pensar y actuar de una manera determinada.
Esto puede ser o no cierto, parcial o totalmente, pero sin duda hay una extraña manifestación de los ojos que, vistos desde una perspectiva fenomenológica, transmite algún tipo de significado. Extraña porque en buena medida en la mirada no hay nada y al mismo tiempo existe todo, una zona ambigua donde el lenguaje oscila entre su estado más absoluto y quizá también el más insignificante, esa capacidad expresiva que recuerda un poco la petición desesperada de Goethe: “¡Quédate, instante!” para, agregaríamos, balbucear una explicación de lo que recién hiciste con nosotros. Eso, quizá, sea la mirada.
Hacia 1933, en septiembre, con motivo de una reunión en Ginebra de la entonces Sociedad de Naciones (el antecedente directo de la actual ONU), el fotógrafo judío-alemán Alfred Eisenstaedt tomó un par de retratos al célebre ministro de propaganda del régimen nazi Joseph Goebbels, uno de los hombres más cercanos a Hitler y también uno de los que más misterio y hermetismo generó en torno a su persona.
Al encontrarse, Goebbels no sabía de la filiación judía de Eisenstaedt, que entonces trabajaba para la revista LIFE. Considerándolo un mero compatriota, el ministro se mostró afable y condescendiente, obsequioso para la lente del fotógrafo, posando en una actitud más bien bonachona y hasta un tanto alegre (o quizá con esa alegría diplomática que distingue a casi todos los políticos y hombres de Estado).
Sin embargo, apenas se enteró que Eisenstaedt pertenecía al llamado “pueblo de Israel”, su actitud viró diametralmente. Las sonrisas cesaron, el gesto se hizo rígido y cierta tensión colérica dominó el resto de los miembros. Y todo esto, como si se tratase de un procedimiento químico, viene a concentrarse y condensarse en la mirada, en el par de globos oculares que por un momento dejan su cascarón fisiológico para, como decíamos, llenarse de significado, desbordar expresión, devenir “los ojos del odio”.
¿O esta es también una interpretación? ¿Es posible que la mirada exista más allá de la interpretación?
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