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Entrados en el siglo XXI millones de personas todavía creen y se emocionan por la supuesta realeza o la supuesta santidad de una persona

El fin de semana pasado, como casi todos sabemos, el mundo estuvo dominado informativamente por dos acontecimientos: el primero, la denominada boda real, calificada así porque uno de los contrayentes es miembro de la aristocracia inglesa, la casa real, la familia directa y consanguíneamente relacionada con la actual reina de Inglaterra; el segundo acontecimiento, una beatificación, esto es (según la definición del diccionario), el acto mediante el cual el Papa declara «que un difunto, cuyas virtudes han sido previamente certificadas, puede ser honrado con culto».

Para algunos, que las multitudes hayan volcado su atención a cualquiera de ambos sucesos o un día a uno y otro día al otro es, por decir lo menos, sorprendente. Pero también triste y quizá hasta risible o chocante. Sorprende, de entrada, que ya bien superado el umbral del siglo XXI todavía existan tantas personas que crean o en la supuesta realeza de una persona o en la supuesta santidad de otra. Sorprende que no sean pocos quienes vean todavía una suerte de halo misterioso alrededor de otros, una suerte de predilección sobrehumana o divina, que crean que otros semejantes son distinguidos por quién sabe qué ente con una segunda naturaleza distinta y superior a la del resto. Para algunos será triste, para otros solo motivo de risa, comprobar que los muchos recursos empleados tanto en la ejecución misma de ambos acontecimientos como en su difusión internacional —recursos humanos, económicos y tecnológicos, por mencionar los principales— parecían apenas suficientes para satisfacer a los miles o millones de espectadores deseosos de beber una palabra, atesorar una imagen, conservar el recuerdo intacto del más mínimo de los gestos.

Todo porque de veras creían que esos que se presentaban ante el altar —unos para casarse, otros para recibir adoración— son distintos a todos nosotros: por su clase, su categoría, la sangre que corre por sus venas, su genealogía familiar, la santidad de sus actos, la humildad de sus acciones, la benevolencia de su proceder o por otras muchas circunstancias que quienes profesan una fe —cualquiera que ésta sea— piensan verdaderas, irrebatibles.

Sin embargo, sabemos —o deberíamos saber— que dicha distinción no es, en ninguna forma, incontrovertible. Por más que algunas personas se ofendan cuando otras señalan las fallas de sus favoritos —digamos, el parasitismo y la obsolescencia de los aristócratas o, mucho más serio, la impunidad de la gozaron los sacerdotes católicos pederastas durante el papado de Juan Pablo II en contraste con la severidad de trato dispensado a quienes simpatizaron con la Teología de la Liberación— hacer esto no significa sino ubicar a estos supuestos elegidos en su dimensión y sus circunstancias humanas: circunstancias de poder, de dinero, políticas, familiares, históricas, entre muchas otras, siempre inabarcables cuando se trata de definir el decurso de una persona, los muchos meandros que forma su vida, circunstancias que también son todas humanas, producto de relaciones humanas, desarrolladas y mantenidas en un medio humano. Circunstancias cuya mejor definición, en estos casos, pasa por el error, la omisión, la falta.

¿Dónde, pues, la nobleza o la santidad de un ser humano?

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