Para los ojos compasivos de un ángel que no duerme;
me arrastran al amor, a la nada.
En el libro IV de El mundo como voluntad y representación, Arthur Schopenhauer (1780-1860) nos dice que el ascetismo cristiano tuvo por origen el amor, pero rápidamente se convirtió en "mojigatería y horror". Sin embargo –menciona–, posteriormente esa esencia del cristianismo floreció de nuevo en los textos de los santos y los místicos, quienes volvieron al amor más puro y reanudaron el llamado al auténtico desasimiento y la unificación con lo divino.
Schopenhauer agrega que el punto más alto de la tradición mística cristiana se encuentra precisamente en los místicos alemanes, específicamente en el Maestro Eckhart (1260-1328) y su discípulo Johannes Tauler (1300-1361), a cuyas enseñanzas se refiere como “el espíritu del vino del Nuevo Testamento”.
Es muy relevante lo que Schopenhauer menciona en torno a las escrituras cristianas, que actualmente son poco valoradas si se les compara con textos de otras escuelas de pensamiento. El filósofo alemán señala que se trata de una primera iniciación pues su sentido exterior nos presenta sólo “brumas y velos”, pero el sentido interior puede ser visto diáfanamente a través de los ojos de los místicos, que corresponden a la segunda iniciación.
Es decir, el Nuevo Testamento presenta su realidad filosófica como una obra teatral cuyo lenguaje no deja de ser efectivo en su intención de transmitir una sabiduría, ya que imágenes como la pasión de Cristo manifiestan precisamente, para Schopenhauer, el amor puro o compasión que se deriva de la superación del egoísmo a través de la negación de la voluntad. Sin embargo, dicho lenguaje sólo sería intuitivo, por lo que requeriría de la obra mística para salir al encuentro “sin envolturas”.
Con respecto a la importancia de la negación de la voluntad de vivir, concepto controvertido que generó una fuerte crítica de Nietzsche por su genética cristiana, Schopenhauer aclara que no se trata de un ascetismo exterior que puede degenerar justamente en la avidez de vivir y afirmación del yo, sino de un medio para que el ser humano pueda alcanzar la serenidad derivada de aquietar la voluntad; es olvido de sí.
Tras alcanzar serenidad, la vida ascética pasaría a un segundo plano como recordatorio, pues a quien se ha realizado “ya nada puede atemorizarlo ni conmoverlo” y se transforma en un “espejo límpido”, contemplador de “los espejismos de este mundo”. Lo anterior implica el reconocimiento de la voluntad individual en todo ser, con lo que también se concluye la representación de los fenómenos del mundo como separados unos de otros. Es importante señalar que, para Schopenhauer, el ascetismo es sólo una de las vías para la superación del principium individuationis o “velo de maya”.
Por lo anterior, podemos deducir que el pensador alemán percibe en el texto neotestamentario algo más que el simple martirio o la experiencia de un individuo débil. Por el contrario, ve en Cristo –y también en personajes como Giordano Bruno y Sócrates– al arquetipo del heroísmo santo, que venciendo su propia voluntad individual busca liberar del sufrimiento a los demás, aun cuando su posición en la vida no le hubiera demandado originalmente sacrificarse o le hubiera permitido mantener ciertos privilegios. Debilidad y santidad no se corresponden; al respecto, apunta:
Hay individuos que simplemente parecen ser bondadosos debido a la debilidad de la voluntad que en ellos se manifiesta, pero que se descubre lo que son realmente en la incapacidad que muestran de vencerse a sí mismos para realizar una acción justa o buena.
Es decir, existe un correlato exterior de la indiferencia que proporciona la negación de la voluntad de vivir, lo cual se puede describir como acciones compasivas y desinteresadas, pues para el filósofo pesimista “aquel que practica las obras de amor [...] se reconoce a sí mismo, a su propio yo, en todo lo que sufre [...] El estar curado del espejismo de Maya y practicar las obras de amor son una sola cosa”.
Adicionalmente, Schopenhauer describe que la negación de la voluntad lleva al santo a manifestar un gozo interior y serenidad en el exterior. Asimismo, explica que dicho estado es una gracia, una limosna, que el místico recibe y que sólo es comparable a la contemplación de la belleza; al instante en que nos perdemos en la belleza. Si se quisiera expresar en términos positivos, dicha experiencia no se corresponde con la quietud física y anímica, sino con “lo que se ha designado con el nombre de éxtasis, arrobamiento, iluminación, unión con Dios, etcétera”. Sin embargo, aclara que se usa un concepto apofático porque “ese estado no puede denominarse propiamente conocimiento, pues ya no posee la forma sujeto y objeto, y además pertenece exclusivamente a la experiencia propia, por lo que no es comunicable a otros”.
Todo lo anterior tiene una fuerte consonancia con la doctrina mística del Maestro Eckhart (claro precursor de Schopenhauer), quien, pasando del lenguaje intuitivo de la tradición cristiana, interpreta filosóficamente el Nuevo Testamento para considerar sus pasajes como movimientos del alma.
Por ejemplo, con respecto a la penitencia, el dominico no considera que deba ser aplicada de forma externa en imitación al modelo crístico, sino en en generar una verdadera disposición interior a “apartarse de todas las cosas”, lo que desemboca en obras compasivas sin un “porqué”.
Del mismo modo que Schopenhauer considera que presenta a la santidad (cristiana e hindú) de “un modo abstracto y despojado de todo aspecto mítico”, el pensamiento de Eckhart supone una superación de la literalidad.
Sin embargo, no sólo se trata de una similitud en la estructura de pensamiento, sino también en el lenguaje y a la realidad a la que apuntan: la negación de la voluntad de la vivir para dejar al descubierto la nada; experiencia que traspasa a los santos cuando cesan su relación epistémica con el mundo, cuando descorren el velo de la representación y dejan al descubierto “que este mundo tan real, con todos su soles y vía lácteas, no es tampoco otra cosa que… nada”, nos dice el autor de El mundo como voluntad y representación.
Cuando Schopenhauer habla de los santos que aniquilaron su voluntad en la nada no lo hace metafóricamente; precisamente se refiere a personajes como Eckhart, quien sabiamente vivió un ascetismo simple e interior, y además tuvo lucidez intelectual de su experiencia de aniquilación, por lo que pudo dejar un testimonio escrito. La obra de Eckhart, estimada por muchos como la miel del cristianismo, pareciera repetir una y otra vez en sermones y poemas: el ser humano y Dios, si se niega la voluntad y la representación, también son nada.
El más allá está, en nosotros, de una manera que nos separa para siempre de nosotros y nuestra nobleza reside en ese secreto que hace que tengamos que rechazarnos absolutamente para encontrarnos absolutamente. ¿Qué hay en el ser humano? Eso el ser humano no lo puede saber.
(Maurice Blanchot, “El Maestro Eckhart”, en De la angustia al lenguaje)
Rodrigo Haydar Osegueda es filósofo por formación y contemplativo por vocación. Apasionado de los estudios de mística, política y religión. Actualmente se desempeña como editor web en jefe de la revista México Desconocido.
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