Como es sabido, en los últimos meses (al menos desde noviembre de 2022) la inteligencia artificial se ha vuelto uno de los temas dominantes de la discusión pública y, más aún, uno de los elementos de la realidad social que se encuentran revestidos de una gran cantidad de atención y entusiasmo, como hacía mucho tiempo no pasaba, acaso desde la época en que el Internet irrumpió en nuestra cotidianidad, hace ya más de treinta años.
Dicha fascinación podría explicarse parcial y superficialmente por el potencial que se le atribuye a herramientas como ChatGPT o Midjourney (entre varias otras) para “facilitarnos” la vida al “liberarnos” de tareas que consideramos vagamente farragosas, menores o, en todo caso, susceptibles de ser traspasadas a otro (una idea que valdría la pena interrogar y explorar en su contenido real e imaginario: ¿por qué nos queremos deshacer de ciertas actividades que hasta ahora han formado parte de nuestra vida?).
En ese aspecto, se puede hacer notar ya en este punto que la inteligencia artificial parece ocupar en nuestra época el lugar que máquinas como la de vapor o el telar mecánico tuvieron en los albores de la Revolución Industrial, cuando no pocos soñaron que el aire general de progreso técnico que se respiraba entonces desembocaría, también, en una “liberación” del ser humano. Esto revela una diferencia sustancial y sumamente elocuente con respecto a nuestra época actual: mientras que en el siglo XIX se soñó con un porvenir idílico para la humanidad en el que, liberado de la “necesidad” de trabajar, el ser humano estaría entregado al desarrollo de su espíritu, de su creatividad y en general de sus habilidades más elevadas, curiosamente en el siglo XXI la inteligencia artificial se nos presenta como una herramienta que, si nos quita trabajo, es sólo para que podamos trabajar más, para que podamos ser más eficientes en el trabajo que ya tenemos, para que entonces podamos producir más, mejor y con mayor rapidez. Atendiendo este mensaje podríamos inferir que la forma dominante de pensamiento, productiva por antonomasia, por fin consiguió marchitar los sueños de emancipación que se tuvieron alguna vez y que, en este sentido, el único futuro que podemos imaginar colectivamente no es ya un futuro distinto, otro, sino una continuación sin mayores cambios ni sobresaltos del presente en el que vivimos ahora. El “infierno de lo igual” del que habla Byung-Chul Han en uno de los ensayos de La agonía del eros.
En el Libro de los pasajes, Walter Benjamin propuso la idea de “despertar” del siglo XIX. De hecho dicha noción, el “despertar”, ocupa un lugar importante en el sistema de pensamiento benjaminiano y en su perspectiva del mundo y especialmente de la historia. Aunque reacio por momentos a incorporar un propósito político explícito a sus obras y al desarrollo general de su teoría, Benjamin cedió en varios momentos a ello. En ese sentido, en el Libro de los pasajes y en otros escritos y obras consumadas tomó la idea del “despertar”, en sus implicaciones fisiológicas y psicológicas, y la trasladó a los campos de la teoría de la historia y la teoría social. Con una sensación de extrañeza o de desconfianza frente al despertar que lo hermana con Kafka y con Proust, Benjamin notó ese cariz violento que hay en el paso del mundo del sueño y del descanso al de la vigilia y el mundo consiente, ese tránsito siempre repentino e inesperado de un estado del cuerpo y de la mente a otro, los dos radicalmente diferentes entre sí.
Para Benjamin, el paso entre determinadas épocas podía entenderse también bajo esa “estructura del despertar”. Es posible afirmar que una de las ideas que animaron el proyecto del Libro de los pasajes fue precisamente mostrar cómo el siglo XIX había tomado la forma de un sueño profundo de la conciencia europea, poblado con las creaciones fantásticas (¡y al mismo tiempo muy reales!) emergidas de las ideas de progreso y técnica y del imperio irrebatible de la razón y del cálculo capitalista. Si la conciencia europea había despertado en su momento del sueño feudal del Medioevo, para el siglo XIX había caído en un letargo o en un embeleso del que no parecía haber salida evidente, satisfecha como parecía estar en la manipulación gozosa de sus ensoñaciones. La intención política del Libro de los pasajes (que Benjamin buscó por consejo particularmente enfático de Theodor Adorno) era, a decir de su autor, que la obra sirviera para “despertar del siglo XIX”, esto es, lograr históricamente pasar a otra época (o “pasar a otra cosa”, como se dice en el psicoanálisis de orientación lacaniana).
En el Libro de los pasajes el siglo XIX está considerado como un sueño porque para Benjamin muchas de las invenciones que lo caracterizaron –la fotografía, las ciudades multitudinarias, la publicidad, la moda e incluso otras que podrían considerarse de menor trascendencia, como la iluminación de las vías públicas o la bicicleta–, todas ellas dotadas con el aura de lo inédito o “lo nuevo” (siendo de alguna manera esta última sensación una invención misma del siglo XIX), fueron prontamente adoptadas por la humanidad sin mayor reflexión ni cuestionamiento de por medio, con entusiasmo incluso y, en última instancia y para decirlo con la que quizá sea la palabra más precisa para definir este fenómeno, con enajenación.
Benjamin notó que, al menos desde los años de la Revolución Industrial (mediados del siglo XVIII), las sociedades europeas estaban sumidas en la inercia y la repetición (términos igualmente caros al psicoanálisis) de creencias como la fe en el progreso, el avance de la técnica y la producción incesante. De ahí su idea de despertar de ese sueño. Social y políticamente se advertía urgente que ya en las primeras décadas del siglo XX, cuando Benjamin trabajó en su proyecto sobre los pasajes de París, Europa pasara a otra cosa. Con su obra, Benjamin pretendía contribuir en la provocación del despertar de ese sueño, pero ya no con violencia (como había ocurrido con la Revolución francesa, por ejemplo), sino con “astucia” (como él mismo dice), se podría decir que “conscientemente”, casi como si en el sueño de la Historia se arribara de pronto a un momento de lucidez en que el soñante se da cuenta de que está soñando y, por lo mismo, adquiere súbitamente conciencia y dominio de ese sueño, a un grado suficiente para decidir entre irse o quedarse, despertar o continuar soñando. En su proyecto político de ecos marxistas, Benjamin anhelaba que algún día la humanidad elegiría por fin despertar del sueño de la Historia.
Con todo, a juzgar por las fantasías que ha suscitado recientemente el acceso masivo y global a desarrollos de inteligencia artificial como ChatGPT, ese despertar se adivina todavía lejano. Como en el siglo XIX cuyo “cuento de hadas” quiso contar Walter Benjamin, en el XXI la humanidad continúa fascinada con esas criaturas de sombra y humo, personajes de un sueño colectivo que, estrictamente, todos estamos creando y sosteniendo a cada momento con nuestra propia ensoñación. Incluso aquellos que, desde cierta perspectiva, podrían señalarse como los instigadores de este sueño, quienes proveen a la humanidad las ilusiones con las cuales distraerse y entretenerse para eludir así que prestemos atención a “lo importante”, incluso esas entidades o personas concretas están soñando el sueño, todavía, del progreso, el avance y la producción sin fin. Amo y esclavo realizamos sin distinción de posiciones el trazo que nos corresponde en ese “círculo encantado del eterno retorno” del que habla Benjamin.
¿Entonces? Despertar, sin duda. Salir de ese círculo encantado. Cerrar el libro de este cuento de hadas en el que nos encontramos. Ese es todavía el fin a alcanzar.