La era de los ofendidos

La carta que hizo Andrés Manuel López Obrador al rey de España y al Vaticano exigiendo una disculpa por la Conquista y sus violaciones de derechos ha generado obviamente enorme polémica, ridiculización y una (cada vez más) creciente polarización.

Es cierto que la Conquista de América fue un acto de usurpación, masacre (aunque gran parte de ésta fue por enfermedades contagiosas) y demás cosas que hoy calificaríamos como violaciones a los derechos humanos. Por otro lado, es cierto que la doctrina cristiana fue usada como justificación de la Conquista -con el fin de evangelizar-, pero también es cierto que las diferentes ordenes cristianas presentes en la Nueva España fueron fundamentales en mejorar las condiciones de vida de la población indígena y participaron en el movimiento de Independencia de manera central, incluso subvirtiendo a la población indígena y mestiza para que se enfrentaran a los peninsulares. 

El periodista español David Jiménez, escribiendo para el New York Times en español, considera que España tiene una especie de deuda histórica: debería resignificar la forma en la que conmemora su día nacional y cómo educa en sus escuelas en torno a lo que a veces es considerado una gesta heroica de conquista y exploración de un nuevo mundo. Esto parece algo sensato. Pero el mismo Jiménez, lúcidamente nota que "no tiene sentido juzgar la historia bajo los códigos morales de la actualidad", y luego dice: "Han pasado demasiados siglos para que tengan sentido las comisiones de la verdad, las reparaciones materiales e incluso las disculpas". Una disculpa por algo que ocurrió hace 500 años es una disculpa de fantasmas. Pues si entramos en este juego, ¿por qué no exigir al mismo López Obrador, quien tiene "sangre española", que se disculpe? ¿O a los pueblos indígenas que colaboraron con los españoles y que fueron instrumentales en la Conquista? ¿O a la nación egipcia actual que se disculpe con el pueblo judío por el cautiverio impuesto por los faraones hace casi 3 mil años? 

Mucho más crítico y hasta procaz -y criticado rápidamente por una ola de trolls- fue lo que dijo el escritor español Arturo Pérez-Reverte: "Si este individuo se cree de verdad lo que dice, es un imbécil. Si no se lo cree, es un sinvergüenza". Las redes sociales no son ciertamente el mejor lugar para discutir temas políticos, históricos o filosóficos. La naturaleza del medio hace que la discusión tienda a la baja. Umberto Eco dijo que le "dan derecho de hablar a una legión de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad". Quizá hemos llegado al punto en el que no sólo le dan demasiada bola "a una legión de idiotas", sino que nos idiotizan a todos. El medio es el mensaje; lo que amplifica también amputa, como señaló Marshall McLuhan.

La petición de una disculpa del presidente de México parece sintonizar un estado bastante común que encarnan las personas en las redes sociales en nuestra era de lo "políticamente correcto": el estar ofendidos, el indignarse como derecho antes que cualquier cosa y dedicar su energía a defender este derecho, confundiendo el conocimiento con la opinión y el mundo virtual con la realidad. O como dice una periodista rusa: "si no sabes de qué estás ofendido, no te preocupes, pues Twitter te avisará de qué debes estar ofendido". Y es que, como nota Slavoj Zizek, la corrección política suele ser sólo una fachada que oculta los verdaderos problemas sociales.

Peligrosamente, también sintoniza el surgimiento de nuevos nacionalismos y la creación de narrativas dicotómicas o absolutistas que polarizan el ambiente. Borges escribió sobre esa ficción colectiva que son las naciones y su fanatismo, diciendo: "El nacionalismo sólo permite afirmaciones y toda doctrina que descarte la duda, la negación, es una forma de fanatismo y estupidez".

Vivimos en un mundo en el que cada vez tenemos más derechos, pero cada vez nos hacemos menos responsables de nuestras vidas individuales y colectivas. En nuestra época la libertad es sólo poder opinar, poder elegir algo (en el supermercado o en la boleta); pero no saber elegir, no saber qué es lo bueno, no saber hacerse responsable y ejercer una auténtica autonomía. Siempre es culpa de alguien más. La conciencia de la víctima. Es como si hubiera un meta-acto indigno fundacional que nos impide actualizar quiénes somos. El lastre histórico. El pecado (del otro) original. El complejo del Jamaicón, la traición de la Malinche, etc. Quizá estas cosas sólo sean ficciones -historias que nos contamos-, pero se convierten en realidad cuando nos las repetimos.

El nuevo gobierno habla de una "cuarta transformación", de una especie de nuevo paradigma, pero al realizar peticiones como la expuesta aquí, sólo refuerza los viejos paradigmas y demuestra no ser muy diferente (¿se trata de una táctica de distracción a la vieja usanza o de una nueva encarnación de la visión traumatizada de los vencidos?). Uno de estos paradigmas es el concepto de la inferioridad o trauma por la Conquista. Emilio Uranga, uno de los pocos filósofos mexicanos de cierto renombre, en su libro Ensayo sobre la ontología del mexicano intentó, casi al mismo tiempo que Octavio Paz, definir el alma propia del mexicano (si es que existe tal cosa, bastante hegeliana como un genio local o un arquetipo nacional). Su libro ha sido calificado de pesimista o de elitista, pero indudablemente ha sido muy influyente y quizá sigue siendo relevante, al menos dentro de un proceso analítico y autocrítico. El concepto clave de Uranga es que el mexicano se concibe a sí mismo como un accidente, no como una sustancia o una esencia, sino como un hijo del accidente, que vive en una perenne zozobra. Lo que lo caracteriza es una especie de pena que carga, un sentirse insuficiente por su condición no sólo de ser accidente, sino de "ser para accidentalizarse". En su texto, Uranga menciona exactamente la condición que vemos (re)aparecer constantemente en las redes sociales:

El mexicano vive siempre indignado. Ve que las cosas van mal y siempre tiene en la mano el principio de acuerdo con el cual las condena; pero no se exacerba por esa constatación, no se lanza a la acción, lo único que hace es protestar.

Antes que Uranga, otros ya habían hablado de los sentimientos de inferioridad e indignación como constitutivos del mexicano (por ejemplo, Samuel Ramos). Desde esta perspectiva histórico-filosófica, parece ser algo bastante real. ¿Crece el lector mexicano aún con un sentimiento de inferioridad que permea el ambiente y al cual debe combatir para no interiorizarlo y hacerlo una segunda naturaleza? Tal vez, pero ciertamente este sentimiento no tiene que ver con algo que sucedió hace 500 años, con un hecho definitivo que estigamtiza y determina la conciencia colectiva. Tiene que ver con cómo nos contamos la historia, con la forma en la que repetimos el mito de ser mexicanos. 

Es sabido en la psicología que la persona no se cura del trauma cuando el agresor le pide perdón; se cura del trauma cuando resignifica el evento de otra manera, justamente no como un trauma, no cómo algo que lo lacera y marca, sino como una experiencia más que él mismo tiene la capacidad de integrar sin sentir culpa o deseo de retribución. Alfred Adler incluso habla de resignificar el concepto de trauma:

Ninguna experiencia es en sí misma causa de fracaso o éxito. No sufrimos del shock de nuestras experiencias -el llamado trauma- sino que hacemos con ellas aquello que resulta conveniente para nuestros propósitos. No estamos determinados por nuestras experiencias, sino que el significado que les damos es autodeterminante.

Quizá la sensación de estar heridos, de ser víctimas, de ser inferiores y demás es conveniente para ciertos propósitos psicológicos, sobre todo, el deseo de seguir sufriendo. Pero entonces, habría que añadir a la lista de características de Uranga que definen al mexicano (resumidas por Ana Santos) que "el mexicano era un ser emotivo, sentimental, reservado, desconfiado, inactivo, desganado, melancólico...", y entonces, ¿también que el mexicano es un ser masoquista?

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