A pesar de que vivimos en una era de considerables avances científicos y tecnológicos, nuestro horizonte cultural es de una curiosa forma de religiosidad: por un lado, hemos aprendido a aprovechar (por no decir depender) de la ubicuidad de los dispositivos electrónicos y su interconexión para las más elementales tareas; por otro, el sentido de nuestras vidas, tanto individual como colectivamente, se encuentra en una crisis ideológica como pocas veces se ha visto en la historia.
El auge de los tratamientos de terapias alternativas, producto de la experimentación de conciencia y apertura en todo sentido del siglo XX, nos da la impresión de que depende de nosotros, en tanto buscadores de conciencia o simples consumidores de la misma, el elegir nuestras mitologías, divinidades, religiones y prácticas curativas. Históricamente, los dioses de la familia o el país de donde se nace son los que el individuo adoptaba como propios, mientras que hoy en día es común adoptar creencias o prácticas espirituales de los más distantes puntos del globo. Esto también produce todo tipo de supersticiones, que no son más que fragmentos inconexos de religiosidad despojados de su contexto ritual: la ingesta de plantas sagradas de poder con fines recreativos puede ser igual de supersticioso que portar por costumbre, invocando la suerte, una pata de conejo muerto.
En la cultura popular, las películas de superhéroes experimentan una nueva era dorada: desde principios de los 2000 el potencial comercial de Spider-Man, Batman, los X-Men e historias de universos afines, como Kick-Ass o Scott Pilgrim, ha sido ampliamente explotado. Al mismo tiempo, reinterpretaciones modernas de los antiguos mitos vuelven a ponerse al día, como el Satanismo (que en realidad nunca se fue) o las religiones nórdicas, donde Odín y Thor vuelven a ser objeto de culto. Videojuegos desde Age of Mythology, la saga Final Fantasy o Injustice: Gods Among Us, han explorado la relación del ser humano (finito) con lo divino (infinito), y de su deseo prometéico de acceder a aquello que le está vedado, así como de trascender sus propios límites. Los dioses han sido, así, ejemplos de dicha trascendencia en las mitologías: trascienden el tiempo, la muerte, el espacio y las formas en que los representamos para presentarse, transmutados pero semejantes, en otras latitudes, como ha demostrado el seminal ensayo de El héroe de las mil caras de Joseph Campbell.
Al igual que los idiomas, los dioses no desaparecen jamás, sino que siguen las más sinuosas rutas con el objeto de conservar su vigencia. A decir de C. G. Jung, "Los dioses se han convertido en enfermedades --que sin quererlo han desencadenado epidemias psíquicas en el mundo". Y es que los dioses del panteón griego, por ejemplo, no eran tanto los personajes homéricos con los que asociamos a Zeus, Ares o Atenea, sino estados de la mente, instancias psíquicas que nos ayudan a relacionarnos con partes de nosotros mismos. De tal modo que los griegos del período heroico no "rezan" a los dioses para pedir su favor (aunque les hagan sacrificios), sino que invocan su protección desde dentro de sí mismos. Roberto Calasso ha escrito sobre la forma en que Odiseo, cuando está dentro del caballo de Troya, esperando el momento de atacar, le pide a Atenea que "no lo abandone": no que venga en su auxilio, ni que le brinde su favor, sino que permanezca con él en la forma de los atributos de la diosa: sabiduría, temple y valor en la batalla.
Luego de que Friedrich Nietzsche proclamara "la muerte de Dios" a fines del siglo XIX, concretamente del dios cristiano y de la moral asociada a su culto en el horizonte occidental, lo divino ha surgido con otras formas y otros nombres. El Übermensch todavía no es el Superman de los cómics, pero sí se presenta como un prototipo de ser futuro al que la humanidad desea acceder. Nietzsche comprendió mejor que nadie (acaso hasta antes de Freud) que la forma en que enunciamos nuestro lugar en el mundo transforma efectivamente nuestro mundo; o en otras palabras, que las palabras son el código de la creación de la realidad.
A través del buceo del inconsciente mediante el psicoanálisis y la exploración del espacio exterior, nuestros mundos internos y externos volvieron a ampliarse como nunca antes desde el siglo XVI, cuando la exploración de los océanos y la invención de la imprenta cambiaron el lugar del ser humano en el mundo. Hoy en día los dioses ya no son invocados en ceremonias secretas, sino encumbrados y destronados periódicamente, según las temporadas y las modas, a través de la creación al vapor de ídolos pop que encarnan valores masivos promovidos por el mercado; su derrocamiento o muerte mantiene a esas mismas masas con la esperanza de acceder algún día al star system a través de reality shows, o volviéndose celebridades de Internet. La sobreexposición mediática se confunde con atributos divinos: al igual que en las historias de Ovidio, algunos mortales se vuelven divinos (estelares) a través de la sobreexposición de sus desgracias, infortunios y pasajeros triunfos.
El concierto de rock o el DJ set son otra instancia donde lo divino aparece transmutado: el escenario/altar como sede del performer/dios que se manifiesta a los feligreses/fans, los cuales pueden comulgar con sus ídolos a través de ostias químicas de todo tipo, bebidas alcohólicas, o el simple movimiento corporal que se sintoniza con el pulso musical.
Por último, el smartphone como amuleto y oráculo es la última materialización de lo divino en el mundo: su posesión nos permite conocer aquello que ocurre a distancia en el momento presente, lo cual en términos mágicos no es un conocimiento menor; en tanto objeto de culto y talismán, el teléfono también nos posee en el sentido de "posesión espiritual", de co-habitación de varios espíritus en un mismo ser físico. Si dudan de esto piensen qué de ustedes se perdería cuando el objeto se perdiera; probablemente sería algo más que el case o la memoria interna, y muchos probablemente tengan respaldos de su información en Nube o apps del mismo efecto: una prueba más de la trascendencia de lo intangible frente a la destrucción de lo tangible. ¿Y no son una forma de telepatía nuestras comunicaciones a través de WhatsApp o Snapchat, en el sentido de que podemos transmitir pensamientos a través de una interfaz con un desfase temporal mínimo? El matrimonio de la fe y la superstición se da en la forma en que nos relacionamos con nuestros dispositivos electrónicos: nuestros pequeños dioses de bolsillo.
Dios, los dioses o lo divino todavía sigue siendo una idea que nos permite conectarnos con algo más grande y extenso que nosotros: algo que nos salva de la orfandad existencial de bestia humana en el universo, sustentada muy probablemente en el curioso uso que hacemos del lenguaje articulado para comunicarnos con otros miembros de nuestra especie. En otra feliz imagen de Calasso, la retirada de los dioses griegos del Olimpo se da en un movimiento que recuerda a las parvadas de pájaros que desalojan un árbol al escuchar una explosión cercana: esa retirada no fue definitiva, pues a decir del escritor italiano, los dioses cambiaron sus aéreas moradas por aquellas más modestas pero más cercanas a nosotros, las palabras.