¿Cómo eludir la fascinación por el dinero y los goces que provee? Henry Miller y Dostoievski nos ayudan a lograrlo
Por: Jimena O. - 09/07/2015
Por: Jimena O. - 09/07/2015
Entre las invenciones de la modernidad que terminaron por hacer decisiva esta época para nuestro desarrollo histórico posterior, el dinero es sin duda una de las más importantes, tanto que hasta la fecha, como otras cualidades de la era moderna, no ha perdido vigencia ni funcionalidad. En una de sus secciones más lúcidas Marx escribió, a propósito del dinero y su valor a un tiempo práctico y “esotérico”, cómo el dinero se transformó en ese reluciente “equivalente general” que de algún modo es todas las mercancías, una especie de aleph del capitalismo en donde está contenido todo lo que puede producirse e intercambiarse.
En este sentido el dinero posee un aura que, sin exagerar, podríamos calificar de fascinante. La literatura del siglo XIX, por citar un ejemplo de la época en que el misticismo del dinero terminó por volverse una realidad casi incuestionable, abunda en personajes perdidos por la codicia y la fetichización, como si la riqueza monetaria fuera capaz de ejercer un embrujo o una embriaguez, un estado de sopor del que es casi imposible regresar.
“El dinero no tiene otra vida más que como dinero”, dice Henry Miller en uno de sus ensayos menos conocidos en español, escrito a propósito de este elemento: “Money and How It Gets That Way”, el cual se publicó originalmente en París en 1938 y después se incluyó en el volumen Stand Still Like the Hummingbird.
En dicho texto, el también autor de Trópico de Cánceremprende una crítica contra la adoración hacia el dinero, un efecto hasta cierto punto lógico en la medida en que el dinero por momentos adquiere la apariencia o las cualidades de “Dios Todopoderoso” pues como éste, según asegura la teología, “su verdadera naturaleza sólo se nos revela por la forma […], es algo siempre inclusivo, coexistente, consustancial y más allá de la cosa manifiesta”. Miller coincide así con Marx en la identificación de ese carácter religioso que el dinero fue adquiriendo paulatinamente, no por casualidad sino porque buena parte de su raison d’être es netamente abstracta, no inefable pero sí lindante con lo que no debería ser, una ficción sostenida en múltiples ficciones. Al respecto, continúa Miller:
Tener dinero en el bolsillo es uno de los pequeños pero inestimables placeres de la vida. Tener dinero en el banco no es del todo lo mismo, pero retirar dinero del banco es indisputablemente una gran alegría. El placer está entonces en la manipulación, no necesariamente en el gasto, como algunos economistas nos quisieran hacer creer. Es muy posible, de hecho, que la moneda o la especie se hayan creado para satisfacer esta necesidad tan humana.
Este es el aspecto cotidiano del dinero, aquel que está unido al goce del hombre común y por el cual se le tributa el respeto que, quizá, a muchos nos sonará familiar o conocido. Sin embargo, como bien intuyó Miller, ese mismo goce encierra cierta trampa, pues a la manera de Tántalo, el deseo de dinero es capaz de despertar una sed que nunca será saciada (a pesar de que la ideología capitalista pregone que todos o cualquiera puede devenir millonario):
El dilema en el que nos encontramos actualmente es que no importa cuánto aumentemos el poder de compra del asalariado, nunca tendrá suficiente. Si cuenta con el dinero necesario para hacerse de un Ford, quiere un Packard; si tiene un Packard, querrá un Rolls Royce; y si tiene un Rolls Royce quiere un aeroplano… Los hombres imaginan que necesitan el dinero, que si lo tienen podrán satisfacer sus deseos, curar sus enfermedades, asegurar su vejez y así sucesivamente. Nada más lejano de la verdad. Porque si el dinero pudiera realizar estos milagros, entonces el hombre más feliz sobre la tierra sería el más rico, lo cual obviamente no es cierto. Naturalmente aquellos que no tienen suficiente para comer, que no tienen un lugar para dormir, son tan miserables como el millonario, quizá incluso más, pero a veces es difícil decirlo con certeza. Como siempre, el justo medio prevalece. Este dicta que es más feliz quien ha comido y dormido bien, además de que tiene un poco de dinero en sus jeans. Es raro encontrar a esos hombres por la simple razón de que la mayoría son incapaces de apreciar la sabiduría de una verdad tan simple. El obrero piensa que estaría mejor si él dirigiera la fábrica; el dueño de la fábrica piensa que estaría mejor si él fuera el inversionista; y el inversionista sabe que estaría mejor si pudiera limpiar todo ese desastre y vivir una vida simple.
Miller, que en algún momento de su vida también aseguró que podríamos prescindir de los maestros, se abstiene de ofrecer una solución explícita para esta situación. Notamos, sí, que nos alienta a hacer conscientes las ensoñaciones en las que fácilmente puede hacernos caer el dinero, como Calipso a Ulises en la isla de Ogigia.
A este respecto cabría recordar otro texto no del todo célebre de un autor sí conocido: las Memorias de la casa muerta que Fiodor Dostoievski escribió a partir de su experiencia como reo en Siberia. “Merced a la pobreza de los forzados, el dinero adquiría para ellos un valor excesivamente superior al que tenía en realidad”, escribe el novelista ruso a propósito de la delicada combinación de circunstancias por las que el dinero se impregna de significado real.
Como podemos adivinar, en la cárcel el dinero adquiere otra naturaleza, tanto por las cosas que se pueden conseguir como por el trabajo que se requiere para obtenerlo. Sin embargo, si se mantiene una constante a lo largo del relato de Dostoievski (para un elemento que, por otro lado, atraviesa todo el libro) es que en el presidio el dinero es siempre un medio. Su valor está tan distanciado del que pudiera tener en el “mundo real” o el “mundo normal” que para los presos su concepto se erosiona hasta el grado de no ser más que un intermediario para lo que de verdad querían: aguardiente, cigarrillos, comida, una mujer quizá.
Y porque gracias al capitalismo ahora siempre nos encontramos en una cárcel, ese podría ser el antídoto contra los hechizos que bien señala Miller: un balance singular, como sucede en la química, entre conocimiento y practicidad, entre la identificación de nuestro deseo y los medios que necesitamos para conseguirlo. En ocasiones, es cierto, conseguir lo que queremos requiere dinero, pero quizá ahí la pregunta y la respuesta auténticas están en eso que queremos. ¿Se trata de un deseo genuino o de una falsificación impuesta por intereses distintos a los nuestros? Como en el ejemplo de Miller, podemos, por razones personales, querer un auto, ¿pero qué tan personal es el deseo aparente de tener específicamente un Rolls Royce?
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