Este problema puede ser respondido de diversas maneras y desde distintos puntos de vista. También desde distintas circunstancias. Ontológica y epistemológicamente, desde la religión o desde la ciencia. También social y materialmente, sobre todo en nuestra época en que la realidad se ha convertido en un mecanismo complejo y delicado en donde se superponen múltiples planos, como una suerte de laberinto de espejos en donde es muy fácil perderse y después decir dónde estamos realmente, qué es realmente la realidad.
Hacia finales de los años 70, el gran Philip K. Dick ya lo había notado e incluso lo anunciaba con profética lucidez. Un poco en el sentido del hiperrealismo de Jean Baudrillard, Dick se dio cuenta de cómo la “realidad” de su época se había convertido en una red tejida cuidadosamente por agentes de poder con propósitos específicos. ¿Qué tan real, por ejemplo, es nuestra intención de comprar algo y qué tanto es una ilusión creada por un conjunto de marcas para las cuales nuestro consumo es imprescindible? ¿Qué tanto los trabajos que realizamos a diario son reales o sólo invenciones sostenidas por un engaño colectivo y necesario para mantener en funcionamiento una maquinaria también ilusoria?
En Cómo construir un universo que no se derrumbe en dos días, el escritor expone esta situación que en nuestra época ha alcanzado un grado de refinamiento que podría rayar en lo espeluznante. En efecto, como bien ha explicado Slavoj Zizek, actualmente pareciera no existir una realidad fuera de esta realidad, un lugar fuera de la ideología. En otras palabras, no existe un velo que nos oculte el mundo tal como es: nuestra realidad es ya su simulacro. Escribe Philip K. Dick:
Siempre tuve la esperanza, cuando escribía novelas e historias donde surgía la pregunta “¿Qué es la realidad?”, de que alguna vez obtendría una respuesta. Esta era la esperanza de muchos de mis lectores, también. Los años pasaron. Escribí más de 30 novelas y alrededor de 100 historias, y seguía sin saber qué era real. Un día una estudiante universitaria en Canadá me pidió que le definiera la realidad, era para un artículo que escribía en su clase de filosofía. Ella quería una respuesta de una sola frase. Yo pensé al respecto y finalmente dije, “La realidad es lo que no se esfuma cuando dejas de creer en ello”. Esto fue todo lo que pude decir. Era 1972. Desde entonces no he sido capaz de definir la realidad de una manera más lúcida.
Pero el problema es real, no un mero juego intelectual. Porque hoy vivimos en una sociedad en la cual realidades espurias son creadas por los medios, por los gobiernos, por las grandes corporaciones, por los grupos religiosos, grupos políticos --y existe el hardware electrónico necesario para llevar estos pseudo-mundos directamente a las cabezas del lector, del espectador, del oyente. Algunas veces cuando observo a mi hija de 11 años ver televisión, me pregunto qué le están enseñando. El problema es el desvío de la señal; piensen en eso. Un programa de televisión producido para adultos es visto por un niño pequeño. La mitad de lo dicho y hecho en un drama televisivo es probablemente malinterpretado por el niño. Quizás todo es malinterpretado. Y la cosa es, ¿cuán autentica es la información de cualquier modo, aun si el niño la entiende correctamente? ¿Cúal es la relación entre el sitcom promedio y la realidad? ¿Qué hay de los programas de policías? Coches que continuamente se desbocan fuera de control, se estrellan e incendian. La policía siempre es buena y siempre gana. No ignoren ese punto: La policía siempre gana. ¿Cuál es la lección? Tú no debes confrontar la autoridad, y si lo haces, perderás. El mensaje ahí es, sé pasivo. Y coopera. Si el oficial Baretta te pide información, dásela, porque el oficial Baretta es un buen hombre y es de fiar. Él te ama, y tú debes amarlo.
Y entonces yo me pregunto, en mi escritura, ¿qué es real? Porque incesantemente somos bombardeados con pseudo-realidades creadas por gente muy sofisticada usando mecanismos muy sofisticados. Yo no desconfío de sus razones; desconfío de su poder. Tienen mucho. Y es un poder inmenso: ese de crear universos enteros, universos de la mente. Yo lo tengo que saber, hago lo mismo. Mi trabajo es crear universos, una novela tras otra. Y debo construirlos de tal manera que no se derrumben a los dos días. O al menos eso es lo que mis editores esperan. Sin embargo, les voy a revelar un secreto: A mí me gusta construir universos que se derrumban. Me gusta verlos deshacerse, y me gusta ver cómo los personajes en las novelas lidian con ese problema. Tengo un amor secreto por el caos. Debería haber más. No crean --y lo digo en serio-- no asuman que el orden y la estabilidad son siempre buenos, en una sociedad o en un universo. Lo viejo, lo caduco, siempre debe hacer espacio a nuevas vidas y el nacimiento de nuevas cosas. Antes de que las nuevas cosas nazcan, las viejas deben perecer. Reconocer esto es peligroso, porque nos dice que nosotros, tarde o temprano, partiremos con gran parte de lo que nos es familiar. Y eso duele. Pero eso hace parte del guión de la vida. A menos que seamos capaces de acomodarnos psicológicamente al cambio, empezamos a morir. Lo que quiero decir es que los objetos, las costumbres, los hábitos, y modos de vida deben perecer para que el auténtico ser humano pueda vivir. Y es el ser humano auténtico quien más importa, el organismo viable y elástico que puede rebotar, absorber, y hacer frente a lo nuevo.
“La realidad es lo que no se esfuma cuando dejas de creer en ello”, nos dice Philip K. Dick, pero quizá actualmente cabría preguntarse si esa última visión no es también un glitch, un holograma, la imagen residual de algo que nunca existió realmente.
Puedes leer el ensayo completo y traducido en este enlace. Asimismo, en Biblioteca Pijama Surf contamos con un post dedicado al autor, en donde se encuentran digitalizadas varias de sus novelas más conocidas y celebradas.