¿Podría el LSD hacer que entres en paz con tu neurosis?

Desde que fue sintetizado y descubierto en 1938 por Albert Hofmann (un poco por casualidad), la dietilamida de ácido lisérgico (LSD) conoció también una época de experimentación con fines médicos, una etapa más o menos amplia que incluyó a grandes investigadores como Timothy Leary pero que, lamentablemente, cesó de golpe a mediados de la década de los 60, cuando el LSD fue prohibido en Occidente so pretexto de que los jóvenes lo consumían con fines recreacionales. Dicha prohibición evitó que se desarrollara su posible uso como auxiliar terapéutico para el alcoholismo, el Síndrome de Estrés Postraumático, la migraña y otros trastornos mentales. Sólo en años recientes estas investigaciones se han reanudado, con timidez quizá pero de acuerdo con los protocolos de la ciencia contemporánea, algo de cual adolecían los estudios previos.

En esa primera época de experimentación psicológica, una de las premisas de las que se partía era que el LSD generaba un efecto similar a la terapia de hipnosis. Como sabemos desde que Freud probó suerte con esta práctica, la hipnosis puede ser traidora y no necesariamente “revela” los verdaderos pensamientos de una persona. Sin embargo, tiene algunas virtudes, la más importante quizá, el hecho de que bajo el estado hipnótico la voluntad de control se relaja y, por un instante, el sujeto está dispuesto, liberado.

Hasta ahora, ese se considera el estado más propicio de los efectos que puede provocar el LSD. De manera aislada, en dichas condiciones el sujeto se encuentra abierto a la posibilidad o, dicho de otra forma, sus patrones mentales se vuelven más maleables. La “apertura de las puertas de la percepción” a la que usualmente se alude cuando se habla de psicodélicos (parafraseando o citando, vía Aldous Huxley, a William Blake) es metáfora de un hecho que se ha comprobado científicamente.

Hace unos días, el sitio especializado New Scientist reseñó una investigación llevada a cabo en el Imperial College de Londres. Bajo la coordinación de los profesores Robin Carhart-Harris y David Nutt, 10 voluntarios, sanos en general, recibieron un par de inyecciones con una semana de separación entre cada una; la mitad de esas personas recibieron una dosis moderada de LSD y la otra mitad sólo un placebo. Dos horas después de que se les administró la inyección, cada uno de los voluntarios se recostó y comenzó a escuchar la descripción de situaciones utilizadas usualmente en hipnosis, al tiempo que se les pedía reflexionar sobre las mismas; en algunos casos se les pidió sentir al máximo los sabores de una naranja, recordar un episodio de su infancia para re-experimentarlo o simular un escenario de relajación a orillas de un lago, entre otras.

De acuerdo con Carhart-Harris, la sugestión fue poderosa, pues hubo ocasiones en que se le dijo al paciente que pesados diccionarios se apoyaban sobre su brazo y este aseguró sentir un dolor intenso, a pesar de que en realidad no había libros ni peso de ningún tipo.

Entre otros controles, una de las preguntas de los investigadores fue a propósito del realismo con que los voluntarios experimentaron cada uno de los escenarios. El resultado fue que después de tomar LSD, 2 de 10 consideraron la experiencia mucho más vívida que el resto.

Ahora bien, ¿cuál es la utilidad de todo esto? Según Nutt, uno de los principales usos del LSD podría encontrarse en el tratamiento de la neurosis. Hasta ahora, este “modo” de la mente ha encontrado su método de resolución más efectivo en la terapia psicológica, sobre todo la de inclinaciones psicoanalíticas, cuyo principal recurso es la posibilidad que brinda al paciente de verse a sí mismo de otra forma, desde otro lugar. En pocas palabras, ofrece un entorno donde la mente del paciente se abre a la posibilidad de cambio. Para el científico del Imperial College, se trata de un efecto equiparable al de la maleabilidad de las ideas sobre sí que permite el LSD.

Es posible que el salto entre una y otra conclusión parezca arriesgado. New Scientist cita la opinión de Peter Gasser, psiquiatra suizo, para quien el LSD se distingue por su cualidad de propiciar “conexiones entre ideas y pensamientos”, de nuevo una característica que parece funcionar para eso que tanto aqueja a los neuróticos en el sentido de que, a fin de cuentas, no se trata de ideas o pensamientos azarosos, sino que corresponden plenamente a la subjetividad de cada cual. Las regiones a las que el LSD puede conducirnos son nuestras propias regiones.

¿Diván y ácidos son intercambiables? Por supuesto, es imposible ofrecer una respuesta contundente. Las investigaciones al respecto apenas se reiniciaron y, por lo mismo, es demasiado pronto para alabar o condenar las posibilidades del LSD como auxiliar terapéutico. Con todo, sí es posible apoyar las primeras intuiciones de Carhart-Harris y compañía y, con ellos, afirmar que el LSD y en general los psicodélicos operan en esa delicada frontera en que la lucidez significa saber soltar.

Mucha de la historia del pensamiento en Occidente ha girado en torno al autocontrol, a la contención de sí, a esa sofrosine que, como oposición a la hybris, tanto alabaron Platón y sus herederos. Sin embargo, la neurosis encarna a la perfección el reverso de esa narrativa. Cuando la represión hace su trabajo, cuando el dominio de sí se convierte en el mecanismo que niega, que esconde, que disimula, entonces todo aquello que se reúne y permanece en las sombras se convierte, paradójicamente, en un territorio de desconocimiento. De súbito, el sujeto se sorprende como un desconocido de sí mismo que, perdido entre opiniones que no son suyas, prohibiciones que adoptó y creencias que no se atreve a examinar, no sabe verdaderamente quién es ni qué desea. 

En este sentido, como en la terapia, quizá el LSD pueda convertirse en un instrumento de reconocimiento y reconciliación, de diálogo interno: una forma de entrar en comunión con lo que buscamos y lo que queremos, en suma, con quienes somos.

Twitter del autor: @juanpablocahz

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