Introspection, Martin Stranka
Es viernes en la noche y probablemente te encuentres leyendo esto o, peor aún, escribiéndolo. O quizá no. Quizá sea ya la mañana o el mediodía del sábado y apenas estés despertando de una desvelada a un tiempo excepcional y rutinaria, acaso una noche de excesos que sin embargo repites con metódica periodicidad. Es fin de semana y posiblemente desde la tarde del viernes sentiste cómo, quién sabe si de la nada, quién sabe si en ese momento de la tarde en que volteaste a ver el reloj o aquel otro en la mañana en que saliste de la cama, comenzaba a asomarse la engañosa creatura de la tristeza, ese ser cuyos muchos rostros nos confunden y nos perturban y que, quizá, en este caso, se encuentran inquietantemente relacionados con el fin de la semana, esa suerte de impasse en que las ocupaciones cesan y con ello cierta parte importante de la razón de ser de un individuo, una suspensión de la continuidad que a algunos los deja sueltos y sin soporte, libres al vaivén de lo incierto pero también de lo incontrovertible: el carácter ilusorio o francamente falso de la rutina, el hecho de que esta es solo un montaje sobre las aguas amorfas del tiempo.
Fue viernes en la noche y posiblemente sentiste esa angustia que, si describieras, cumpliría con los requisitos de los manuales y los catálogos psiquiátricos o psicológicos, esa impotencia reverente y acaso un tanto timorata por el fin de las cosas, la ambición ingenua de que estas se preserven y mueran solo hasta que nosotros lo decidamos.
Siempre se dice, acaso como autoconsuelo, que la gente que se encuentra sola es más, en números, que la que solemos suponer o, mejor dicho, que la que discursos culturales hegemónicos pretenden hacer pasar como la regla. Uno imagina, por ejemplo, que sí, todos los jóvenes salen de fiesta en viernes, que la mayoría de los hombres regresa a casa con el trofeo de una conquista amorosa bien conducida, que la gente, en pocas palabras, es feliz cuando convive con otros e infeliz cuando se encuentra sola y retirada. Pero a veces, cuando uno traba conocimiento con personas nuevas, cuando se visitan esos sitios donde la gente se reúne para convivir o para cazar, la evidencia parece contradecir esa supuesta norma.
La pregunta, en este punto, podría ser quién verdaderamente es presa de dicha reacción. Probablemente se trata, en efecto, de personas en quienes el trabajo o la escuela representa uno de los ejes rectores de su vida, sin el cual esta pierde el rumbo y se extravía.
Por desgracia dicha recolección de datos es, en este contexto, imposible e impráctica. ¿Quién querría aceptar que todos o varios viernes la realidad mayoritaria son los hombres y las mujeres que preferirían evitar el fin de semana y con este la oportunidad o la obligación tácita de pensar lo que son fuera de su trabajo y su oficina? Es viernes en la noche y, posiblemente, preferirías que los días laborales permanecieran intactos e ininterrumpidos, permitiendo que 8 o más horas de tu día estén ocupadas en tu mente por algo que no eres tú ni tus problemas y que, por el contrario, con toda probabilidad, más bien sea algo que ni siquiera puedes ser tú en la medida en que lo que piensas y haces está dictado por otra persona.
Es viernes en la noche y posiblemente tengas un acceso de esto que quisiera llamar, más por afición literaria que médica, depresión viernesina o finisemanal, esa tristeza en la que se encuentran involucradas varias circunstancias y que, me parece, si es que esta existe, puede considerarse como un evento sincrónico que ocurre justo ahora y que mantiene hermanados en la miseria emocional a miles y miles de individuos.
Probablemente todo esto que he escrito hasta ahora sea cierto. Probablemente sí hay personas, más de las que creemos, para quienes el viernes o el fin de semana son motivos de pena antes que de alegría, de desolación y pesadumbre, de extrañeza.
Y si bien el asunto, de existir, podría explicarse en términos generacionales ―en el hecho de que conforme envejece, la gente deja de asistir a fiestas o de dar alguna, que se vuelve menos tolerante a las desmesuras de los apetitos―, me parece que todo esto no se trata sino de un sentimiento bastante remoto, esa especie de paradoja fundamental de la existencia por la que todos los días parecen idénticos entre sí hasta que, reunidos en el pasado, su diferencia se revela de golpe, de súbito, devastadoramente.
Esta, quizá, sea la explicación para la tristeza del viernes:
las horas que limando están los días,
los días que royendo están los años.
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