Vivimos en una sociedad que ha convertido la felicidad en un imperativo, un dogma inquebrantable que se impone sobre el dolor como si este fuera una anomalía que debe ser extirpada a cualquier costo. Como advierte Byung-Chul Han en su libro La sociedad paliativa, “El dispositivo neoliberal de felicidad nos distrae de la situación de dominio establecida, obligándonos a una introspección anímica”. Bajo esta premisa, el sufrimiento deja de ser una experiencia humana y compartida para transformarse en un asunto privado, en una falla individual que debe resolverse con optimismo forzado y automedicación emocional.
En esta constante huida del dolor, las personas se vacían de toda expresión genuina. La tristeza, la rabia y la frustración son vistas como patologías que deben ser corregidas, no como respuestas naturales y necesarias a un mundo que muchas veces es hostil, injusto y opresivo. El individuo moderno, sumergido en la retórica del pensamiento positivo, no solo niega su propio sufrimiento, sino que también se vuelve incapaz de reconocer el dolor ajeno. Se convierte en un ente anestesiado, ajeno a la realidad que lo rodea, una marioneta de la positividad que se desmorona en la privacidad de su soledad.
Este sometimiento, disfrazado de libertad e iluminación emocional, es una de las estrategias más eficaces del poder moderno, una lobotomía moderna. La autoexplotación es impulsada por la idea de que, si uno no es feliz, es porque no se ha esforzado suficiente en crear su propio bienestar. Así, el sistema no necesita reprimir ni castigar: el individuo se convierte en su propio verdugo. Como señala Han, “El imperativo de ser feliz genera una presión que es más devastadora que el imperativo de ser obediente”.
El dolor, lejos de ser una debilidad, es una experiencia que nos conecta con nuestra humanidad y revoluciona nuestra alma en niveles profundos. Es en el sufrimiento donde muchas veces encontramos la posibilidad de cambio, de cuestionamiento, de rebelión. Como bien lo señala Han, “el fermento de la revolución es el dolor del sentido común”, aquel que no se apaga con placebos farmacéuticos y emocionales ni con el espejismo de la autoayuda. El dolor, cuando se comparte, se convierte en un lenguaje subversivo, en un espacio de resistencia contra la inercia del sistema. Pero el miedo a sentir nos ha convertido en seres apáticos, en consumidores de felicidad prefabricada, en entes que evitan y temen cualquier sombra de negatividad para no tambalear el frágil equilibrio de su existencia superficial.
Nos hemos convertido en agentes de nuestra propia alienación, en espectadores de una realidad que se disfraza de bienestar mientras nos priva de cualquier impulso de transformación. La dictadura de la felicidad nos mantiene ocupados en nuestra búsqueda individual de satisfacción, mientras el mundo arde y se pudre a nuestro alrededor. En palabras de Han, este es el "No" a la revolución: una sociedad anestesiada que ha cambiado la lucha colectiva por la autogestión del bienestar, el descontento por la resiliencia, la indignación por la gratitud forzada.
En un mundo donde se nos exige estar bien a toda costa, la verdadera resistencia podría radicar en permitirnos sentir. En admitir que el dolor no es un error, sino una parte inevitable de la vida. Solo así podríamos escapar del embrujo de la positividad obligatoria y recuperar la capacidad de mirar más allá de nosotros mismos, de conectar con el otro, de cuestionar lo establecido. En un mundo que nos quiere insensibles, sentir es el acto más subversivo de todos.