Baudelaire sobre el prodigio mágico del maquillaje femenino
Arte
Por: Luis Alberto Hara - 07/31/2024
Por: Luis Alberto Hara - 07/31/2024
La capacidad de observación de Charles Baudelaire, su aguda mirada, tan poética como crítica, le permitía identificar lo trascendente en lo inmediato, lo eterno en lo pasajero. Baudelaire se convirtió en el gran flâneur, el maestro de la contemplación vagabunda, dejándose llevar por lo que la ciudad le brindaba: un espectáculo infinito e impredecible.
Además de ser un gran poeta y traductor, Baudelaire fue uno de los grandes críticos de arte de la historia de la literatura francesa, con una particular sensibilidad para todas las manifestaciones visuales. La sensibilidad expresada en su poesía y en su crítica artística alcanzó uno de sus más intensos brillos cuando se abocó a la belleza femenina. El poeta parisino no consideraba que hubiese conflicto entre cultura y natura. Más aún, creía que lo moderno era entender cómo el artificio -incluso superando el extremo de lo socialmente aceptado- extendía y exaltaba la belleza. La mujer se convertía en símbolo de su religión de la analogía y el placer.
La complicidad de la mujer con la naturaleza es tal que las materias usadas por ella para adornarse se vuelven parte de su fisiología.
Es una de sus grandes obras, El pintor de la vida moderna, encontramos un pequeño ensayo que es una de las joyas del estilo inconfundible de Baudelaire: "Elogio del maquillaje". En esta obra desarrolla su teoría estética con mayor claridad, argumentando que el arte contribuye a la naturaleza y eleva su belleza. No sólo es bello el paisaje desnudo, es bello un jardín ordenado por la inteligencia y la voluptuosidad humanas. Y, sobre todo, no sólo es bello el rostro y el cuerpo desnudo: el maquillaje y la ropa pueden embellecerlo y crear una atmósfera y un aura. Con deliciosa provocación sugiere que existe tal cosa como un haute spiritualité de la toilette ("la alta espiritualidad del tocador"). Baudelaire, el padre de lo moderno, es el primero en legitimar la moda como una expresión del espíritu. Pero, por otra parte, nota que esto no es algo nuevo, sino un instinto propio de lo humano. Desde tiempos inmemoriales -aquellos que llamamos "primitivos"-, en todas las culturas se ha exaltado el uso de la pintura, el maquillaje, las máscaras, los baños, los rituales y demás artes decorativas en el juego erótico y las ceremonias religiosas. El maquillaje es un mecanismo mágico a través del cual se hace posible la fluidez divina de la metamorfosis.
El hecho de que esto encuentre cierta resistencia, particularmente entre los puritanos, se debe a una cuestión moral: "La mayor parte de los errores relativos a la belleza nacen de la falsa concepción del siglo XVIII relativa la moral"; es decir, la moral que identifica lo bello y bueno solamente con lo natural. Así pues, el poeta de los Paraísos artificiales libera al maquillaje de la mentira de tener que ser verdad.
Al maquillarse "la mujer está en su derecho, e incluso cumple una especie de deber aplicándose a parecer mágica y sobrenatural; tiene que asombrar, encantar; ídolo, tiene que adorarse para ser adorada". El "artista filósofo" deberá legitimar "todas las prácticas empleadas por las mujeres para consolidar y divinizar" su belleza. En el maquillaje hay una fuerza de trascendencia, un instinto de sobrepasar la naturaleza.
Quién no ve que el uso de los polvos de arroz, tan neciamente anatemizados por los filósofos cándidos, tiene como fin y resultado hacer desaparecer del cutis las manchas que lo natural ha expuesto en exceso, y crear una unidad abstracta en el tono y el color de la piel, a cuya unidad, como producida por el traje, aproxima inmediatamente al ser humano a la estatua, es decir, a un ser divino y superior. El rojo y el negro representan la vida, una vida sobrenatural y excesiva: ese marco negro hace la mirada más profunda y más singular, da al ojo una apariencia más decidida de ventana abierta hacia el infinito, que inflama el pómulo, aumenta más la claridad de la pupila y añade a un bello rostro femenino la pasión misteriosa de la sacerdotisa... El maquillaje no tiene que ocultarse… puede, por el contrario, mostrarse, si no con afectación, al menos con una especie de candor.
El maquillaje dota a la mujer de una potencia divina en tanto le permite jugar con las apariencias y la dirige hacia lo que trasciende su condición. Más aún, el juego mismo, la afirmación del eros y las apariencias son manifestaciones de la naturaleza divina, como nos dice en un poema, en el que nos invita a viajar a su país maravilloso:
El icónico Baudelaire fue quien abrió esa puerta para la experimentación lúdico-estético-erótica. El gran sacerdote de las texturas, las sombras, los arabescos, la seda, el terciopelo, el vino, las velas, los gatos... y los cosméticos.