Concibo a la «libertad» como la expresión libre (sin trabas, sin obstáculos, sin represión, sin impedimentos) de la naturaleza y la voluntad «no electivas» bajo cuya determinación actuamos. Así, un ave es libre cuando se le permite volar y pierde su libertad al ser enjaulada. La libertad es una característica de todos los seres, de la que, sin embargo, se les puede privar por agentes que se le opongan, anulando la expresión de su naturaleza-voluntad no electiva.
Concibo el «libre albedrío» como la capacidad de elegir entre diversas alternativas y ser agente consciente en dicha elección. Creemos tener esta facultad en contraste con los animales, a quienes atribuimos actuar por "instinto". Ahora bien, considero que el libre albedrío es una ficción, una ilusión cognitiva, dado que, respondiendo todo efecto a una causa o a una multicausalidad, cada "elección" está previamente condicionada, de forma tal que no se da elección alguna.
En resumidas cuentas, establezco una distinción entre los conceptos de «libertad» y «libre albedrío». La libertad es una realidad, el libre albedrío una ficción. Concibo a la libertad como el despliegue de la naturaleza, las potencialidades y la voluntad «no electivas» del individuo siguiendo las determinaciones causales, mientras que defino al libre albedrío como la creencia mágica en la «capacidad electiva» de la volición del individuo fuera del orden causal determinante.
Los argumentos en los que fundamento mi postura son los siguientes:
1. Argumento de causación
2. Argumento lógico
3. Argumento ontológico
4. Argumento hipotético
No existen diversas posibilidades entre las cuales elegir, sino sólo una, la de lo que se realiza. La creencia de que existen más posibilidades aparte de la que se realiza y que hubiese podido ser de otro modo al que es tiene su raíz en el desconocimiento de las causas que operan para conducir a un efecto y en la no aceptación de esa ignorancia, que es reemplazada por las fantasías de la mente que plantea otros posibles efectos que no son correspondientes a las causas reales, obviando así la ley de causa-efecto. Pues si las causas que posibilitan el “pudo” o “hubiera” estuviesen presentes, se habría consumado el efecto y en su lugar tendríamos el “es”; pero de igual forma que estando las causas no puede faltar el efecto, no estando las causas no puede producirse el efecto.
El “hubiera sido pero no es” o el “pudo ser pero no fue” implica un desdoblamiento de la realidad en una alteridad ficticia puramente virtual.
Imaginen a un niño de tres años, que desconoce las leyes de la física y la ley de gravedad, y que además no tiene la suficiente experiencia en lo respectivo al funcionamiento del mundo, de forma tal que teniendo en la mano una pelota y abriéndola cree, en su desconocimiento, que existen diversas posibilidades para el curso de la pelota: que al abrir la mano sin ejercer otro movimiento que este, la pelota caiga, la pelota ascienda hacia el cielo, la pelota tome un rumbo horizontal hacia la derecha, hacia la izquierda, de frente... Una vez abierta la mano, la pelota cae al piso y el niño cree que entre las múltiples posibilidades de movimiento que existían para la pelota se ha realizado la de caer, pero que pudo ser de otro modo, que la pelota pudo haber ascendido o permanecer flotando en el aire. Si comprendiese las causas que operan, comprendería que no eran posibles las demás alternativas que en el desconocimiento de las causas operantes su imaginación formulaba.
El presente caso se debe a la ingenuidad e inexperiencia. Pero en las personas adultas este comportamiento, que es el que aplican al libre albedrío, creyendo que existen diversas posibilidades de hecho y no únicamente la que se realiza porque es la que las causas determinan, tiene su razón de ser en la no aceptación de que se desconocen las causas subyacentes, en la no aceptación de la propia ignorancia, en la no aceptación de que se nos escapa la realidad de las manos: se pretende aprehender lo que no se aprehende, conocer lo que no se conoce y asumir un protagonismo del que estamos desprovistos, cediendo a un ansía territorial de control sobre aquello que no sólo no controlamos, sino que nos controla por entero.
Todo efecto tiene una causa o una pluralidad de causas que operan con igual o distinta fuerza en diversos niveles, de forma tal que no cabe azar o elección alguna fuera de la determinación subyacente al orden de la realidad. El efecto o "elección" es un resultado necesario (no opcional) de las causas operantes, correspondiente a las leyes de causalidad (en oposición a la casualidad).
Sólo es lo que es. No es lo que no es.
Primera ley lógica: la ley de identidad. A es A, A no es "no A". Afirmar que A es "no A" en el mismo sentido, tiempo y lugar, ignora dicha ley.
Vamos a designar a lo que “pudo haber sido” como A. Vamos a designar a lo que efectivamente “es” como B.
En este caso afirmar que A es B, es afirmar que A no es A, pues es pretenderlo simultáneamente hecho y posibilidad no consumaba, y el “pudo haber sido” y el “es” son por definición excluyentes. O es o no es. Pero si es no puede no ser y si no es no puede ser.
Pudo haber sido = no-es es = pudo el no haber sido haber sido = pudo lo que no es ser = la negación de A pudo ser la afirmación de A.
Pudo haber (no se realizó, no es) sido (del ser, del realizarse, del es) implica una contracción. La misma formulación “pudo haber sido” se autoanula porque encierra la negación de la realización en el “pudo haber” (que no fue) y la afirmación de la realización en el “sido”, (de “haberse realizado”). Pero lo que no se realizó no es lo que se realiza. La negación de A no es la afirmación de A; "no A" no es A. Por lo tanto, la creencia en el “pudo haber sido, pero no fue” niega el principio lógico de la identidad.
La “elección” es acontecer, devenir, pero el ser no acontece, no deviene. Del ser deriva el devenir, no del devenir el ser. Siendo el ser previo ontológicamente, lógicamente y temporalmente al devenir, la condición ontológica precede a la “elección”. Siendo la condición ontológica la que determina la “elección”, esta no es libre, puesto que deriva de una causa previa que la determina en una casilla específica. Así, el bueno elige el bien, pues su ser bueno determina su elección buena; el malo elige el mal, pues su ser malo determina su elección mala. Si el bueno “eligiese” el mal, no sería tal; si el malo eligiese el “bien”, no sería tal. Nosotros somos buenos y malos, luego “elegimos” el bien y el mal, de lo contrario no seríamos tales. Ergo, no hay “elección” donde el ser es causa ineludible del acontecer (el ser rojo del acontecer rojo; el ser amarillo del acontecer amarillo; el ser blanco del acontecer blanco). En la causa está predeterminado el efecto (análogamente, en la semilla está predeterminado el fruto). Esto es así más aun teniendo en cuenta que el ser de donde la “elección” emerge no se elige, puesto que de ser así ¿quién tomaría esta “elección” sobre el ser que le suceda sino el ser que le antecede? Con esto la “elección” partiría de una determinación. Si, por otro lado, no hay ser que “elija”, no podríamos hablar del libre albedrío individual, sino de la libertad absoluta del no-yo. Asimismo, creer que el ser previo que determina la acción puede “elegirse” (como si no existiese a su vez un ser previo a este “elegir” que determinase la casilla de la “elección”) implica invertir el orden del ser y el acontecer, colocando al acontecer antes y por encima del ser como su fundamento, cuando es precisamente el ser el fundamento último del acontecer.
Aun si partiéramos de la hipótesis de la existencia imperiosa (fatídica) del libre albedrío, tomando a éste por fundamento, tendríamos que concluir que el libre albedrío no existe, pues su presunción supondría un oxímoron. Puesto que creer que la causa (libre albedrío) del accionar es necesaria (obligada) implica una contradicción de base: se asume la obligatoriedad en el marco del libre albedrío, lo que se opone al mismo. Y es así porque al no disponer de la elección inicial de elegir no elegir (pues esto también sería una elección), sino que partimos de la base electiva, resulta que la elección es obligada. Luego, todo lo demás también lo es. Pues de la esclavitud fundamental (en cuanto es fundamento) no puede nacer la libertad: a lo más una libertad ficticia sobre la base de la esclavitud, juegos díscolos en una cárcel. En resumidas cuentas, si la condición electiva es de por sí forzada, entonces lo que derive de ella lo será también por fuerza. Así, nos vemos inmersos en un laberinto de obligaciones del que no escapamos, privados de libertad, con la terrible carga de sobrellevar un cúmulo de elecciones que no hemos elegido. Somos arrojados por la fatalidad en las fauces de un sistema, de un mundo virtual a cuyas leyes nos ceñimos, pero sobre el cual no hemos tenido ninguna elección, así como tampoco sobre sus reglas de juego y sobre la condición inicial de una elección impuesta, y en el que nos vemos constreñidos a participar ceñidos a dichas leyes sin ninguna escapatoria.
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Algunos de los contra-argumentos que se esgrimen en contra de la postura fatalista aquí expuesta y a favor del libre arbitrio, son:
A. El de la suposición
B. El de las consecuencias
C. El de la liberación espiritual
A continuación, paso a rebatir dichos contraargumentos.
La creencia mágica del libre albedrío no se comprueba, sino que se presupone. Sus defensores suelen decir: “existe el libre albedrío porque puedo elegir”. Lo que es equivalente a afirmar: “existe el libre albedrío porque existe el libre albedrío”. El mismo suele plantearse de forma más “elaborada” y “sutil” partiendo de premisas como la de que “una acción podría no haberse dado si hubiera decidido la opción contraria” para alcanzar la conclusión de que “porque al final se trata de una decisión personal libremente elegida”. Sin embargo, tal demostración parte del supuesto de la existencia de aquello mismo cuya existencia se pretende demostrar (libre albedrío), con lo cual se incurre en la falacia lógica «petitio principii» o «petición de principio», de forma tal que el argumento queda automáticamente invalidado.
Muchos aducen la existencia del libre albedrío por motivaciones puramente moralistas, no en razón de si tal creencia es verdadera o falsa. Su criterio no es criterio de veracidad sino de moralidad. Sacrifican así el ámbito de la verdad, la realidad o los hechos al de la valoración moral. De tal guisa, argumentan que "el libre albedrío existe porque de lo contrario se eximiría de toda responsabilidad y culpa a los agentes de acciones perniciosas, y cada quien obraría impunemente según su antojo, con lo cual viviríamos en el caso moral y social, fuera de todo sentido de justicia".
Sin embargo, este argumento incurre en la falacia lógica «ad consequentiam», consistente en sacar a colación las consecuencias catastróficas o benéficas de algo para pretenderlo falso o verdadero respectivamente, lo cual implica una distorsión de la cognición, pues el hecho de que algo tenga resultados positivos o negativos no implica que sea verdadero o falso. No se prueba la verdad o falsedad del hambre o la saciedad, o de una enfermedad o de la salud, por ejemplo, arguyendo que trae graves consecuencias o grandes beneficios. Además, al incurrir en dicha falacia, el argumento se presenta inválido.
Nuestra preocupación por la ética no debería inducirnos a negar los hechos y traicionar la verdad, sino, antes bien, a atenernos a la realidad a fin de actuar eficazmente sobre ella conociendo su funcionamiento tal y como es y no reemplazándolo por nuestras fantasías de lo que nos gustaría que fuese.
Entonces podremos luchar por una ética realista.
También están quienes arguyen, desde la filosofía oriental, que, si bien partimos de una serie de influencias condicionantes, cabe un descondicionamiento progresivo a través de la meditación y/o la praxis espiritual, hasta alcanzar la liberación final, que, por ejemplo, en el budismo se denomina «Nirvana», estado en el cual, afirman, se obra entonces desde el libre arbitrio.
Lo que sostienen sobre la enseñanza budista (que es válido para otras símiles) referido al des-condicionamiento progresivo y a la liberación es cierto, pero de aquello no se sigue la conclusión de la existencia del libre albedrío. ¿Por qué? El despierto o liberado, no lo es en calidad individual, no lo es desde su yo finito y condicionado, sino desde su no-yo, que es el mismo en todos, siendo el no-ego indiferenciado la raíz de una pluralidad de egos diferenciados. La vacuidad del yo es la esencia misma de todos los fenómenos y es lo que el liberado realiza. Sólo la vacuidad conoce a la vacuidad, sólo la vacuidad es la vacuidad: esa es la omnisciencia. El liberado es desde la vacuidad. Cuando no existe un yo, no existe tampoco alguien que “elija”. Cuando existe un no-yo, todas las posibilidades son y no son en simultáneo porque todos los niveles del ser han sido realizados y saldados desde la unidad indiferenciada. La “elección”, al contrario, se mueve en el nivel de diferenciación y su ilusión no hace sino reforzarla.
Cito al Vajracchedikā Prajñāpāramitā Sūtra, también conocido como "Sutra del Diamante":
Dijo Buddha:
—Subhūti, ¿qué piensas de esto? El liberado que ha obtenido el Despertar perfecto, ¿puede jactarse de ello, diciendo: “He obtenido el Despertar perfecto”?
—No, Maestro, porque no existe una condición que se llame Despertar perfecto. Si un liberado que hubiera alcanzado el Despertar perfecto se dijera a sí mismo: “Yo soy así”, haría intervenir necesariamente la noción de una entidad llamada ego, de una personalidad, de una individualidad separada. Conceptos, todos estos, que en esta fase ya no sirven, ya no significan nada.
Desde el hinduismo, asimismo, cabe afirmar que el Ātman, propósito de la liberación del liberado, no es individual, ni finito y ni condicionado, sino que es un principio universal, infinito e incondicionado que es el núcleo o identidad real de todos y cada uno de los seres; es la unidad indiferenciada que es raíz-corazón de una pluralidad de individuos diferenciados. Por ende, es la esencia misma de todos los fenómenos aquello que el liberado realiza-reconoce en sí mismo. Siendo así, no existe un «yo individual» desde el cual elegir, lo que sólo sería viable (de serlo) en un nivel fragmentario regido desde la dualidad ("esto o aquello"), sino una «identidad suprema» que acoge todos los fenómenos en su omnipresencia, omnipotencia, omniposibilidad, y que es transcendente del «yo» particular en su unidad universal.
El Creador presente en todas partes, hace que cada uno represente su papel de acuerdo con su karma. Lo que no está destinado, no ocurrirá, a pesar de todos los esfuerzos. Lo que está destinado ocurrirá. Esto es seguro. Por lo tanto, es mejor permanecer en silencio.
Sri Rama Maharshi
¿Será por eso que el sabio, como señalan diversos maestros del Oriente, no tiene preferencias, ubicándose más allá del placer y el dolor, más allá del «sí» y del «no», más allá de la afirmación y la negación, más allá de los opuestos? Pues el verdadero sabio en el ser humano es el principio supremo, que el sabio, como perfecto receptáculo, acoge conscientemente.
Cabe recordar, además, que las tradiciones orientales, tales como el budismo o el hinduismo, son denominadas fatalistas, porque no incorporan la noción del libre albedrío, sino que sostienen la existencia de un entramado multicausal que opera en diversos niveles y que determina todos los eventos cósmicos y acciones colectivas e individuales (karma). Según esta perspectiva, todos los eventos y acciones son condicionados y no escapan a la concatenación causal exacta que constituye su karma.
Puesto que el libre albedrío no existe porque ningún efecto puede sustraerse a la causa que lo determina o a la red multicausal en la que está inserto, la coherencia entre el sentir, pensar y hacer, la integridad unitaria del ser que se cultiva en la meditación, no puede deberse a él, sino a un despliegue natural no electivo del ser que se reencuentra a sí mismo en el conocimiento de sí.
El autoconocimiento es crucial para la integración del ser, en la medida que permite conocer las capas condicionantes más superficiales, las medias o incluso las más profundas, sin que eso implique la ruptura de la predeterminación de todo, incluyendo dicho conocimiento de los condicionantes. Al conocerse, uno puede actuar con más panorama, de acuerdo a su más profunda naturaleza-voluntad no electiva, liberándose de la enajenación o condicionamientos externos alienantes que obstruyen su libertad consistente en el despliegue libre de su verdadero ser no electivo (no confundir libertad con libre albedrío). El libre albedrío tampoco entra en juego aquí, sino una lógica ilación de causas-efectos, que los antiguos denominaban Fatum o "Destino", más aún teniendo en cuenta que el tiempo es una ilusión y que todos los eventos, pasados, presentes y futuros coexisten en un "instante eterno" o en la intemporalidad.
Al ser conscientes, el libre albedrío no obra, sino que obran procesos naturales y necesarios que no se sustraen a las leyes de causalidad. La consciencia es una espectadora pasiva. El proceso puede, no obstante, culminar en la suprema consciencia, con lo cual se da la liberación de todas las ataduras, de todos los condicionantes, o lo que se llama iluminación, pero entonces el libre albedrío, no existiendo, tampoco juega rol alguno, sino la propia necesidad que empuja a las cosas en una dirección u otra según el dharma (en términos budistas) o de acuerdo con el juego cósmico o Lila-Maya (en términos hindúes). Con dharma me refiero a la «ley cósmica» que lo rige todo y de la que todo depende, al «Destino». El término «dharma» tiene diversas acepciones.
Algunos seres humanos estamos capacitados para la reflexión, pero esta no surge por azar o del libre albedrío, sino que responde a causas subyacentes inalienables que siguen la ley de la causación en la que confluyen los diversos niveles de la realidad. Los pensamientos irrumpen en la consciencia cuando ya se han fraguado en una región incognoscible del alma. Esto se visibiliza en la autoobservación de los pensamientos que irrumpen en la conciencia (meditación). También es experimentalmente probado por la neurociencia, que arroja el resultado de que pensamientos y resoluciones aparecen en la conciencia milésimas de segundo después de haberse fraguado en un fuero inconsciente. La flecha es arrojada desde la oscuridad en una dirección sin previo aviso, y sólo la vemos cuando ya fue lanzada. El pensamiento es enteramente condicionado.
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Por todo lo anteriormente expuesto, no existe un “podría haberse dado” más que como una virtualidad de la imaginación desconectada del hecho real, de lo que es, de lo que se da. La realidad no admite podrías, sólo admite lo que es, y sólo es lo que puede ser o, mejor dicho, sólo es lo que es. El “podrías” o “hubieras” pertenece al plano de la ficción o especulación virtual, a un nivel del tiempo y del espacio que no son estos en los que eso que “pudo darse” no se da o queda excluido -no existen causas que sustenten tal efecto pues de lo contrario habrían conducido a él-. La realidad no se revierte y, por lo mismo, no existen ni podrías ni hubieras. Los efectos parten de causas y son estas las que los determinan en un sentido y no en otro. La realidad sigue una línea recta y sobre ella imaginamos una pluralidad de líneas que no se consuman en hechos. Sólo el hecho es real.
Por otro lado, a pesar de la perspectiva de los moralistas, sí existe la ética aun reconociendo el fatum (destino o predeterminación): en el budismo, el hinduismo, entre griegos y romanos, etc. Pues la ética también está inscrita en el fatum. Cuando nos arrepentimos y enmendamos, eso es fatum. Cuando reconocemos que hemos actuado mal y procedemos a actuar bien, eso es fatum. Cuando pedimos perdón y perdonamos, eso es fatum. También cuando permanecemos en la ceguera perpetrando daño, eso es fatum. Todo responde al fatum.
(He escrito condicionada por diversos factores conocidos y desconocidos que han confluido dando lugar a la acción y al resultado final de este ensayo. No he escrito bajo el libre albedrío. Lo sé porque me he observado mientras escribía.)