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En el reino de las hadas existe una monarquía perfecta, como no la hay en la tierra

En el reino de las hadas existe una monarquía perfecta, como no la hay en la tierra. La reina es el eje, y su consorte, el rey, y en rededor de ellos gira el universo de las hadas. Desde la sede real, su organización se estructura en niveles jerárquicos, en sucesiones de súbditos, que van desde los rangos nobiliarios hasta los plebeyos. Aquí cada quien es feliz de ser lo que es, en su lugar y ejerciendo su función: nadie desea ser aquello que no es y la felicidad, desde la sede real, se irradia, plena, hacia todos los súbditos, hasta los más remotos rincones, sin excluir a nadie. Su comunidad es un todo ordenado y armonioso, en el que las partes encuentran su perfecto equilibrio en razón de sus diferencias y afinidades ordenadas de forma óptima. Los súbditos sirven a los reyes, como en las monarquías humanas, es verdad, pero los reyes, aquí, sirven sin medida a los súbditos, ejerciendo la justicia y la compasión. Esta forma de organización monárquica funciona a semejanza del cuerpo humano. Los reyes se asimilan al corazón que bombea sangre a todo el cuerpo, que es la comunidad, sirviendo por igual a cada miembro, a cada súbdito, según su función y permitiéndole ejercer esa función que le es natural y en la cual éste halla su plenitud, de modo que permite a los ojos ver, a los oídos oír, a las manos tomar, a las piernas andar, etc., y todos estos miembros, súbditos, a su vez, y gracias a sus funciones y a la realización de sus tendencias naturales, en las que encuentran regocijo, permiten el funcionamiento adecuado del cuerpo, la comunidad, y su consiguiente salud, adquiriendo los nutrientes que alimentan al corazón, a los reyes, y brindando a éste, a su vez, toda la fuerza para bombear la sangre. Si los miembros sirven a la subsistencia del corazón, el corazón sirve a la subsistencia y realización de todos los miembros. Se trata de un todo orgánico, en el que cada ser encuentra su lugar correcto, diferenciado, pero bien encajado en beneficio propio y en beneficio común. ¿Quién quisiera servir a sus reyes gratuitamente, jurándoles fidelidad hasta la muerte? Sólo los súbditos del reino de las hadas, cuyos reyes juran gratuitamente servir a su pueblo hasta la muerte. Si bien es un acuerdo que conviene a todos, acuerdo que no es sino la manifestación a nivel volitivo de lo que es por naturaleza en un sentido ontológico, es también cierto que el acuerdo es completamente desinteresado. Los reyes gobiernan por amor al bien y a la justicia, en primer término, y por amor a sus súbditos, en segundo, y no por otra cosa, y de ese amor hacia lo bueno se beneficia la comunidad entera. Y los súbditos sirven, antes que por el conocimiento de la necesidad y del beneficio que de ello se deriva, por el amor que tienen a sus gobernantes y a la alegría armoniosa del conjunto, que los remite a un mundo celeste que les sobrepasa y hacia el cual tienden. Y así como en el mundo humano una persona enamorada regala flores a quien ama, le escribe poemas, se arrodilla ante su amor y no duda en sacrificar de sí lo más puro en vistas a aquél, sin sentir rebajamiento por ello, u orgullo, o desigualdad y desazón, sino, antes bien, con un gran placer de entrega hacia el ser al que ama, así en el reino de las hadas son los súbditos para con sus reyes y así de puro es el servicio que de ellos se deriva. En el mundo de las hadas existen diferencias claras, que se concilian de forma perfecta, como en un cuadro existen diversos colores delimitados y puros, y contrastes entre ellos, así como diversos niveles de profundidad y volumen, que dan lugar a visiones hermosas. Un cuadro es bello porque existen en él diferencias de diversos tipos entre sus elementos, y en orden de rango desde un eje central al que miran todos ellos, directa o indirectamente, encontrando en su armonización los unos con los otros una emancipación superior a sí mismos al interior del conjunto del cuadro, de la obra de arte global, que a su vez le da sentido pleno a cada uno de ellos, sentido que no tendrían si se redujesen a su individualidad aislada. Así es el reino de las hadas.

Una amiga me comentó que el reino de las hadas le recordaba al de las abejas y hormigas, que le evocaba la jerarquía natural orgánica imperante en el cosmos, y que la reina de las hadas era la pontífice solar. Esto es cierto. En el mundo de las hadas es la reina, y no el rey, la que es el eje, como lo relatan las antiguas tradiciones e historias célticas, hasta el punto de que, en muchas de ellas, el rey ni siquiera aparece. Y es el principio femenino el que, en cuanto germen de vida, origen primero del ser, se asimila al Sol. Sí, las hadas son matriarcales, como muchas colonias de insectos, y, a semejanza de ellas, las primeras sociedades humanas, menos alejadas del origen que las que les sucedieron, eran también matriarcales o, al menos, contenían residuos de un pasado de tal tipo. Y estoy segura, contra la creencia popular de la modernidad, de que los insectos no actúan mecánicamente, sino al contrario, y que sus grandes civilizaciones son obra de su inteligencia, así como de nobles inclinaciones y virtudes puras e invariables. Somos nosotros quienes, por causa de nuestra imperfección y volubilidad, interpretamos la perfección y la fijeza como algo mecánico. Por eso hay quienes afirman que los animales y las hadas no tienen libre arbitrio y espíritu como los seres humanos, y que por ende perecen tras haber vivido, sin posibilidad de vida inmortal en el cielo, pero esta es una idea completamente falsa de seres que viven enfrascados en sí mismos. La verdad es que las civilizaciones estables, que revisten un halo de inmutabilidad en el cual el orden no varía, que permanecen siempre iguales a sí mismas desde remotos orígenes que se extravían en la bruma de los tiempos, como son las civilizaciones de insectos y el reino de las hadas, revelan su proximidad a lo eterno e inmóvil, su cercanía a lo sagrado, a aquello que no perece, y su perfección se hace patente, ya que sólo lo imperfecto necesita ser modificado y mejorado a causa de sus carencias y de los conflictos que genera, y en tanto mayor es la imperfección mayores son los cambios que solicita, los parches y muletas que requiere para persistir. Las antiguas civilizaciones humanas y sobre todo aquellas que se remontan a tiempos míticos, eran así o gozaban de algo de esta condición imperecedera. Y lo que la humanidad, enceguecida por su soberbia, incapaz de reconocer lo viviente en lo viviente, ha interpretado como mecánico, es en realidad una voluntad más férrea que la suya, mejor constituida, una voluntad que no vira y que está en perfecta consonancia con su propia naturaleza, con la naturaleza de la sede de la que mana y con la naturaleza general del cosmos. De igual modo que la voluntad de la abeja no contradice su condición, de manera que hace lo que debe hacer según su naturaleza, de igual modo ocurre en el reino de las hadas. El ser humano, en cambio, entra a menudo en contradicción consigo mismo y no cesa de batallar contra su propio ser, escindido, fragmentado en partes, dividido de sí. A esta debilidad su complacencia la ha llamado libre albedrío, introduciendo las ideas de culpa y rectificación, pero no es más que un extravío producto de un estado de volubilidad e inconsistencia, que lo aleja un grado más de lo divino respecto de los seres en los que predomina la fijeza. La mentira nace, precisamente, de esta falta, así como la tendencia a trasgredir los principios, mientras que la veracidad, la honestidad, la rectitud en general y la fidelidad a los principios responde a la fijeza propia de éstos. La inocencia y pureza en un ser sólo es posible si éste permanece intacto, integro, sin bifurcación, como ocurre entre las hadas, donde encontramos la bondad en estado más puro que entre los humanos. Esta es la razón por la cual las hadas se manifiestan, sobre todo, a las almas más semejantes a ellas, es decir, más puras, a las personas que abrigan inocencia, especialmente a los niños.

En el mundo de las hadas, dada su cercanía mayor al mundo celestial, la maldad es marginal, se da en un grado mucho menor que en el mundo humano, de forma que el bien y la armonía predominan sobre todo. Pero precisamente esta tendencia a la armonía, a la virtud, es la que posibilita, en los casos marginales en los que el mal se manifiesta, que éste se presente con mayor fuerza y capacidad de devastación. Si entre los humanos el bien y el mal se encuentran estrechamente unidos y entremezclados, siendo muy difícil discernir en una persona el uno del otro, y predominando un caos indistinto, una suerte de gris con destellos luminosos y sombras oscuras, en el mundo de las hadas el bien y el mal se encuentran en mayor grado de pureza y aislamiento, de forma que existen hadas casi enteramente buenas y enteramente malas si las miramos bajo un criterio humano. Pero los malos son los menos, y los buenos los más, de forma que el bien siempre termina por triunfar. Esta es la causa de que la monarquía sea un gobierno óptimo entre las hadas y que su orden permanezca sin mayores virulencias y con la sonrisa de satisfacción de todos, salvo de los malos. Éstos se sitúan al margen e intentan, cada cierto tiempo, eones de tiempo humano, derrocar el orden establecido en el reino de las hadas desde el inicio de los tiempos y, cuando por fin parecen haberlo conseguido, un portento acontecido de las prístinas aguas del espíritu, que mana de un orden aún más profundo y superior al mundo de las hadas, renueva todo, derroca al mal y vuelve a entronizar al bien. Se sabe que en el mundo de las hadas el tiempo transcurre de forma distinta que en el de los humanos, porque este mundo se encuentra suspendido entre la temporalidad terrestre y la intemporalidad celeste, en una especie de dimensión intermedia en la que el tiempo se manifiesta, pero de modo más tenue, más lento, más conciso, más lleno de vida, porque recibe su sustento de la misma eternidad con la que colinda.

 

Facebook: Sofía Tudela Gastañeta

 

Imagen de portada: Margaret W. Tarrant