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Los cubiertos pueden considerarse como el resultado del racionalismo, del exceso de urbanismo, de las manías de higiene, de la contención extremada que suprime el instinto

Comer con cubiertos es una invención moderna, de la etapa en la que el ser humano ya se había desligado de la naturaleza y se aglomeraba en las urbes. Los modales en la mesa son un elemento cultural decadente, de auge victoriano, enseñados por individuos circunspectos de terno e institutrices severas. Implican ciertas malas disposiciones de ánimo, como la contención y la premeditación de los movimientos: se domestica al cuerpo en modos de comer que son contrarios al flujo espontáneo con el que uno toma las cosas y las come. Se subestima, pues, la sabiduría del cuerpo, de los instintos, su proceso de ingestión, y se cree a la razón más apta para intervenir, a una razón moderna, ilustrada, desnaturalizada, que ha perdido el sentido del uso primitivo del cuerpo en la misma medida en la que se ha retraído de los bosques y las montañas para vivir en guetos de cemento.

Esta manía en la mesa es el resultado del arduo trabajo forzado y calculado que nos hace perder la espontaneidad en relación con los alimentos, perder la forma natural de alimentarse, perder la jovialidad al comer, cercenar la alegría de la merienda. No se puede relajar completamente al comer quien aún tiene modales, no se puede dejar ir, fluir, improvisar, jugar con la comida, no puede salir de la rutina: está encerrado bajo llave y candado, anclado en lo que debe ser, en el único método lícito de alimentarse. Los niños pequeños comen de manera primitiva, como los salvajes, y por eso gozan más y aprovechan mejor la comida; ese es el procedimiento correcto. Mientras que este es simple, la forma más sencilla y directa, y es libre, independiente de objetos exteriores, el otro proceso es complejo, con mañas y remilgos -¿por qué no decir retorcido, ostentoso y con intención inicial de distinción?-, y es completamente dependiente de elementos exteriores, ajenos a nuestro cuerpo: mesa, mantel y, por supuesto, ¡cubiertos!

¡Cubiertos! ¡Como si el ser humano no tuviese manos perfectamente aptas para tomar las cosas, aprehenderlas y soltarlas, manipularlas, pelarlas, dividirlas y todo! El moderno ya no hace casi uso de sus manos -ni de su cuerpo, si acaso omitimos los genitales-, e intenta ahorrar las destrezas manuales y físicas en general al máximo posible, hasta el punto de volverse un ser inepto para habitar una región natural cualquiera, un ser torpe, lento, obtuso y cuyo cuerpo le resulta pesado, difícil de movilizar, más una carga que un vehículo que le permite explayarse en libertad.

Aun así, los modales en la mesa y, sobre todo, los cubiertos, encierran mucho más que eso: encierran un odio contra la naturaleza y todo lo viviente, una desconexión del entorno. Nacieron como una vanidad, como una forma de separar la comida del individuo, de mantener una distancia entre el alimento y la persona, la misma distancia que ya se mantenía entre el mundo y el ser humano. Denotan la moderna repulsión por la condición viva de los alimentos, por su textura y por el sentido del tacto. El miedo a ensuciarse y la obsesión por la higiene son manías modernas. Como los niños pequeños que aún no han sido enclaustrados en la prisión cultural del exceso de civilización, los salvajes gustan tomar los objetos con las manos, explorarlos, olerlos, experimentar las texturas, hacer uso completo de su tacto, sentir el aire, sumergirse en el agua, acariciar los pétalos de las flores, jugar con el barro y tocar, cuando comen, la vida de los alimentos. Porque ellos, sí, se relacionan íntimamente con los alimentos que comen, los sienten enteramente al comerlos, entablan un lazo, un vínculo físico, que los cubiertos contribuyen a quebrar.

¿Qué moderno querría ensuciarse las manos con la naturaleza? Si la naturaleza le asquea, si es un compungido puritano: él es quien ha creado las grandes urbes y devastado todo lo natural; él es quien prescindiendo de la flora viva y salvaje se ha encerrado en celdas de cemento inertes, muertas; él es quien, inmovilizando su cuerpo -como las histéricas victorianas- por horas de estudio y trabajo sentado en una carpeta colegial, universitaria o en una oficina, sin contacto con el aire libre ni el canto de los pájaros, se ha abocado exclusivamente al concepto inerte, a lo mecánico, a lo virtual. No dudo que en el futuro se inventarán guantes de plástico hiperhigiénicos para tomar todas las cosas, incluso los libros y los lápices, y no tener que ensuciar los dedos al tomar una camisa. Y, remontándome aún más lejos, el vínculo que aún perdura con los alimentos por el contacto bucal que establecemos con ellos acaso parezca excesivo, y se requiera de sondas.

El cubierto es una aberración y no tendría razón de ser si no fuera por los escrúpulos, que son una inequívoca señal de alienación urbana: ningún salvaje, como ningún animal o niño, es escrupuloso. Como muchas otras cosas, estas aberraciones culturales son el resultado del racionalismo, del exceso de urbanismo, de las manías de higiene, de la contención extremada, de una represión civilizadora mórbida -¡como la clínica, como el manicomio!-, mucho más que victoriana, aunque le debamos algo del legado.

Si tienes una hija o un hijo, no la/lo obligues a comer con cubiertos sólo por un capricho estético culturalmente condicionado o por el qué dirán -¡qué horror, qué pensará la gente!-, no la/lo prives de un vínculo más cercano con la naturaleza, con su propio cuerpo y sus instintos espontáneos.

 

Facebook: Sofía Tudela Gastañeta