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La activista política francocolombiana y antigua candidata a la presidencia de Colombia, Ingrid Betancourt, aprendió a dominar el miedo cuando las FARC la secuestraron en el 2002

El miedo es un compañero que nos atraviesa, como un ligero escalofrío en la nuca, y termina en cada una de nuestras extremidades, dispuesto a atacar o huir para tan sólo asegurar a cualquier precio nuestra supervivencia; que inicia con una ráfaga de epinefrina en el cerebro y se expande hasta la persona más cercana mediante las neuronas espejo; que se contagia, como si fuese un virus, infectando uno por uno a toda una población. El miedo es una reacción natural e intrínseca, nunca sabemos que somos capaces de sentirla realmente hasta que nos enfrentamos a un evento capaz de arrebatarnos la vida… No obstante, ¿es posible dominar o superar al miedo?

La activista política francocolombiana y antigua candidata a la presidencia de Colombia, Ingrid Betancourt, aprendió a dominar el miedo cuando las FARC la secuestraron en el 2002. Y durante 6 años, cautiva en la selva colombiana, se dio cuenta de que así como el miedo se contagia, la fe y la esperanza también poseen el mismo efecto. En su libro Even Silence Has Its End: My Six Years of Captivity in the Colombian Jungle (2010)–Incluso el silencio tiene su fin: Mis seis años cautiva en la jungla colombiana, una memoria sobre sus años en la selva, Betancourt narra las lecciones de vida que esta experiencia le dio:

Todo cambió el 23 de febrero del 2002. Para ese entonces, yo estaba promoviendo mi campaña como candidata presidencial cuando de pronto me detuvo un grupo de hombres armados. Llevaban uniformes de gendarmes militares. Observé sus botas –eran caucho, y yo sabía que el ejército colombiano llevaba botas de cuero– y ahí supe que se trataba de las FARC –Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia–.

Desde ese punto, todo fue muy rápido. El líder del comando nos ordenó parar el vehículo. Mientras tanto, uno de sus hombres pisó una bomba enterrada y salió volando por los aires. Él aterrizó, sentado, justo enfrente de mí. Hicimos contacto visual, y ahí fue cuando el muchacho lo entendió: su bota de caucho con su pierna aún en ella había aterrizado lejos de él. Empezó a gritar como loco.

La verdad es, yo sentí –como lo estoy sintiendo ahora mismo, porque revivo estas emociones–, yo sentí en ese momento que algo dentro de mí se estaba rompiendo y que estaba siendo infectada del miedo. Mi mente se puso en blanco y no pude pensar; me paralicé. Cuando por fin reaccioné, yo me dije a mí misma, “Me van a matar y no me despedí de mis niños”. Conforme me llevaron con ellos a las profundidades de la selva, los soldados de las FARC anunciaron que si el gobierno no quería negociar, me matarían. Yo sabía que el gobierno no querría negociar.

Me fui a dormir en pánico cada noche –sudor frío, temblores, dolores de estómago, insomnio–. Pero peor que eso, fue lo que estaba en mi mente, porque mi memoria estaba siendo eliminada: olvidé números de teléfono, direcciones, nombres de personas queridas, incluso eventos significativos en mi vida. Entonces empecé a cuestionarme a mí misma, a dudar de mi salud mental. Y con la duda vino la desesperación, y con la desesperación vino la depresión. Estaba sufriendo cambios enormes de comportamiento, y no era sólo paranoia en momentos de pánico. Era desconfianza, era hartazgo y también una urgencia de matar.

De esto me di cuenta cuando mis captores me encadenaron del cuello a un árbol. Me mantuvieron así durante un día, durante una tempestad tropical. Recuerdo el sentimiento de la necesidad urgente de usar el baño.

‘Cualquier cosa que tengas que hacer, hazlo en frente de mí, perra’, el guardia me gritó.

Y entonces decidí en ese momento matarlo. Durante días lo estuve planeando, tratando de encontrar el momento adecuado, la manera adecuada, llena de odio y miedo. De pronto me paré, me sacudí todo eso y pensé, ‘Me estoy convirtiendo en uno de ellos. No quiero convertirme en una asesina. Todavía tengo la suficiente libertad de decidir lo que quiero ser’.

Ahí fue cuando aprendí que el miedo me enfrentó a mí misma. Me forzó a alinear mis energías y aprendí a enfrentar el miedo como un camino hacia el crecimiento. Cuando miro hacia atrás, soy capaz de identificar tres pasos para hacerlo.

El primero era seguir mis principios. Me dí cuenta que en medio del pánico y mi bloqueo mental, si seguía mis principios actuaría correctamente. Recuerdo la primera noche en el campo de concentración que las guerrillas construyeron en medio de la jungla. Tenía barras, alambrado, guardias en las cuatro esquinas, hombres armados apuntándonos las 24 horas al día. La primera mañana, algunos hombres llegaron y gritaron: ‘¡Enumérense! ¡Enumérense!’.

Mis compañeros rehenes se despertaron, sorprendidos, y comenzaron a identificarse enumerándose secuencialmente. Cuando fue mi turno, yo dije, ‘Ingrid Betancourt. Si quiere saber si estoy aquí, llámenme por mi nombre’.

La furia de los guardias no fue nada en comparación de los rehenes porque estaban asustados –todos estábamos asustados– y tenían miedo de que, por mí, fuesen castigados. Más allá de mi miedo, sentí la necesidad de defender mi identidad, de no dejar que me redujeran a tan sólo una cosa o un número. Eso fue uno de mis principios: defender lo que consideraba dignidad humana.

Pero no se equivoquen. Las guerrillas han secuestrado durante años y han desarrollado una técnica para rompernos, para vencernos y dividirnos. Así que el segundo paso fue aprender a construir confianza y a unirnos.

La jungla es como un planeta diferente. Es un mundo de sombras, lluvia y el zumbido de millones de bichos, como hormigas majiña u hormigas bala. Mientras estuve en la jungla, nunca paré de rascarme por un solo día. Por supuesto que también había jaguares, tarántulas, escorpiones, anacondas –una vez me enfrenté con una anaconda de 24 pies que pudo haberme devorado de una sola mordida–.

Sin embargo, yo quiero decirles que ninguno de estos animales hace tanto daño como el humano. Las guerrillas nos aterrorizaban. Expandían rumores. Entre los rehenes, ellos provocaban traiciones, celos, resentimiento, desconfianza. La primera vez que escapé por mucho tiempo fue con Lucho. Lucho estuvo secuestrado por 2 años más que yo. Decidimos amarrarnos juntos con  cuerdas y sumergirnos en la oscuridad de las aguas llenas de pirañas y cocodrilos. Durante el día, nos esconderíamos en los manglares, y en la noche, nos meteríamos al agua, a nadar y dejar que la corriente nos llevara. Eso fue durante días, hasta que Lucho se enfermó. Como diabético, cayó en coma diabético, y las guerrillas nos capturaron.

Pero después de haber pasado eso con Lucho y de haber perdido el miedo juntos, unidos, nada –ni siquiera los castigos o la violencia– nos podría dividir otra vez. Al mismo tiempo, toda la manipulación de las guerrillas nos hizo tanto daño que aún actualmente, las tensiones continúan entre los rehenes con los que compartí ese momento. Pasó todo por el veneno que las guerrillas crearon.

El tercer paso fue aprender a desarrollar fe –es muy importante para mí–. Jhon Frank Pinchao fue un oficial de policía que fue rehén por más de 8 años. Era famoso por ser el miedoso más grande de todos nosotros. Pero Pincho –yo lo llamaba ‘Pincho’– tenía decidido huir y me preguntó si yo lo podía ayudar. A ese punto, yo ya tenía un título de maestría en intentos de escape.

Nos atrasamos porque, primero, Pincho tenía que aprender a nadar, y teníamos que llevar los preparativos en total secreto. Cuando por fin teníamos todo listo, Pincho vino conmigo y me dijo, ‘Ingrid, supón que estoy en la jungla y me encuentro dando vueltas y vueltas en círculos y no puedo encontrar la salida. ¿Qué hago?’.

‘Pincho, toma tu teléfono y llama al hombre allá arriba’, le dije.

‘Ingrid, sabes que yo no creo en Dios’, él dijo.

Yo le respondí, ‘A Dios no le importa. Él te ayudará de todos modos’.

Ese día, llovió toda la noche. A la mañana siguiente, el campo se despertó con la conmoción de que Pincho huyó. Las guerrillas nos hicieron desmantelar el campo y empezamos a marchar. Durante la marcha, el cabecilla nos dijo que Pincho había muerto y que encontraron sus restos comidos por una anaconda. Diecisiete días pasaron –y créanme, los conté, porque fueron una tortura para mí– y al diecisieteavo día, las noticias explotaron desde la radio: Pincho estaba libre y obviamente, vivo.

Y eso fue lo primero que dijo: “Yo sé que mis compañeros rehenes están escuchando. Ingrid, hice lo que me dijiste. Llamé al hombre allá arriba, y él me mandó una patrulla que me rescató de la jungla”.

Ese fue un momento extraordinario. Obviamente, el miedo es contagioso. Pero la fe lo es también. La fe no es racional o emocional. La fe es un ejercicio de voluntad. Es una disciplina de la voluntad. Es lo que nos permite transformar todo lo que somos –nuestras debilidades y nuestras  fragilidades– en fortaleza y empoderamiento. Es una transformación verdadera. Nos da la fuerza para hacerle cara al miedo, mirar por encima y ver más allá de él. Sé que necesitamos conectar con esa fuerza que llevamos dentro durante esos momentos cuando hay una tormenta destruyendo nuestro bote.

Muchos, muchos, muchos, muchos años pasaron antes de que yo pudiese regresar a mi casa. Pero cuando ellos nos liberaron, esposados, a un helicóptero que finalmente nos alejaría de la jungla, todo pasó tan rápido como cuando me secuestraron. En un instante, vi al comandante de la guerrilla en sus rodillas, amordazado, y al líder rescatista gritando, “Somos el ejército colombiano. Están libres”. Y ese grito que vino de todos nosotros al volver a ganar nuestra libertad, es algo que todavía continúa vibrando dentro de mí hasta ahora.

Yo tenía 41 años cuando fue la primera vez que sentí miedo, y sentirlo no fue mi decisión. Pero era mi decisión lo que yo hiciera con él. Puedes sobrevivir gateando lleno de miedo. Pero también puedes levantarte más allá de ese miedo, extender tus alas y salir disparado. Puedes volar muy alto –tan alto que alcances las estrellas, hacia donde todos nosotros queremos ir–.

 

Fotografía principal: Alabama Public Radio