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Sobre la primera y rotunda derrota que sufriría el general y estadista cartaginés

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En el campamento se creó un revuelo: gritos de alarma, vociferaciones y alaridos. Al amanecer, un par de jinetes romanos arrojó un bulto por encima de la empalizada que protegía a las fuerzas africanas  y luego escaparon a todo galope. Se trataba de un saco de lana con un pesado contenido que causó la alarma general entre las tropas cartaginenses. No tardaron en llevárselo al general, quien aún dormía en su tienda, agotado: su mente y su organismo comenzaban a dar muestras de cansancio tras casi 6 años de campaña en suelo extranjero. Había perdido uno de sus ojos por una infección mientras cruzaba un pestífero pantano en el norte de Italia. Muchas eran sus victorias, bastantes las legiones enemigas exterminadas, varios los senadores muertos bajo las lanzas y espadas de sus mercenarios africanos, miles de esclavos capturados, cuantiosos tesoros incautados, ciudades caídas o pasadas a su lado. Empero, Roma no se rendía ni daba muestras de pretender firmar una tregua con él; contrariamente, parecía un monstruo a quien cada vez le brotaban nuevos tentáculos y cabezas a las cuales Aníbal sin piedad amputaba o asestaba golpes. Roma no parecía tener final, lo cual ya empezaba a cansarlo y hacerlo dudar sobre las posibilidades últimas de la guerra. Cartago, su patria en el norte de África, no se decidía a enviarle nuevos contingentes, con los cuales pudiese inclinar aún más la balanza a su favor, varias de las ciudades ibéricas en Hispania perdidas a manos de los romanos. La ciudad de Capua, al sur de Italia, que era su aliada, cayó a manos del implacable senador Fabio, el anciano sabio, quien castigó duramente a sus ciudadanos por traición.

Monómaco y Maharbal, sus dos principales lugartenientes, solicitaron permiso para ingresar a su tienda llevando el extraño objeto. El contenido del saco arrojado por los legionarios no tardó en emerger, dejando pasmado y en shock a Aníbal. Una cabeza humana, atada a dos manos igualmente cercenadas: se trataba de la cabeza de Asdrúbal, su hermano, y las manos de Sileno, el secretario y escriba griego, amigo íntimo de los Barca, quien habría acompañado a su familia desde la época de las  primeras guerras en Sicilia contra Roma. Aníbal pidió quedarse solo, irrumpió en el llanto desolador, luego en un silencio que se prolongó durante varios días. Asdrúbal era su hermano más amado, adorado.

Asdrúbal había tomado la misma ruta por la que su hermano mayor y su ejército transitaron a través de los Pirineos, con la idea de llegar a Italia y unírsele en la lucha contra los romanos. Al contrario de Aníbal, sus tropas se encontraban maltrechas tras la última derrota en Baécula, en donde se enfrentara contra Cornelio Escipión, el hijo de los escipiones, y tuviera que batirse en retirada, salvando apenas sus elefantes y los principales pertrechos. Al descender desde las montañas en suelo Italiano sería avistado su ejército, perseguido durante días por tres legiones, capitaneadas por Fabio hijo. Los cónsules interceptaron a sus jinetes que llevaban una carta para Aníbal, la cual nunca llegaría a su destino. De hecho, Aníbal ignoraría todo acerca de la presencia de su hermano hasta esa mañana en que le llevaron su cabeza en estado de descomposición. Las tres legiones habrían rodeado a sus tropas, llevándolo a una trampa, Asdrúbal moriría valientemente, lanzándose con su caballo sobre la infantería romana. Su ejército quedaría diezmado, los sobrevivientes se verían obligados a retornar por el paso de los Pirineos hacia Iberia.

Los africanos unieron la cabeza de Asdrúbal al cuerpo de un prisionero italiano, quien tuvo la misma complexión que el hermano de los bárcidas. Prosiguieron a los rituales funerarios, los sacrificios y las hogueras en honor del joven caído.

Al transcurrir 3 días, Aníbal mandó reunir a sus poderosas tropas: libios, celtíberos, cartaginenses, etíopes, ibéricos. Su ejército hasta ahora se encontraba invicto: nadie había logrado vencerlo en suelo italiano. Nadie lo había vencido jamás, ni en Italia, ni en África, ni en Iberia.

A pesar de negarse a rendirse, Roma aún se encontraba contra la pared, bajo las suelas de Aníbal.

El general subió a lomos de Sirius, el enorme elefante macho sobreviviente de las primeras jornadas desde Hispania, hace más de 6 años. Se sumaron otros siete paquidermos, enviados desde Cartago en las últimas semanas. Los gigantes encabezaron la marcha con el general a la vanguardia. Sus hombres más que nunca se sentían inspirados y listos al combate, prestos a vengar la muerte de Asdrúbal. Invitarían a los romanos a presentar combate abierto delante de las murallas de la misma Roma.

Al llegar a las puertas de la capital italiana, dispusieron a los elefantes al frente de las filas. El resto de las tropas tras ellos: los jinetes númidas, las poderosas infanterías celtíberas, ibéricas, libias, lideradas por Monómaco, el general fenicio; también los honderos baleáricos, con sus proyectiles preparados para arrojarlos sobre los manípulos romanos; la invencible caballería africana, capitaneada por Mahárbal.

Dentro de la ciudad todos temblaban, el pánico absoluto cundía. Las dos legiones que restaban tras las anteriores y fatídicas batallas emergieron de las puertas de las murallas para defenderla. Iniciaron su formación vacilantes, temblorosas, conocedoras de que aquellos mercenarios venidos de lejanas tierras les traerían la muerte.

Poco antes de que Aníbal, a lomo de Sirius, diera la orden de ataque, una densa tormenta comenzó a caer sobre ambos ejércitos. El agua subió, convirtiendo las Colinas de Marte en un pantano. Ese día no se pudo iniciar el combate.

A la mañana siguiente, cuando las tropas de los dos ejércitos se habían formado de nueva cuenta, la lluvia volvió a caer. Los sacerdotes avisaron a Aníbal que aquello debía de ser una señal de su dios Baal. Entonces ordenó el repliegue hacia las montañas. Su fiero ejército se retiró a través de los mismos senderos por donde había llegado.

 

2

Por su parte, en Hispania, el joven Cornelio Escipión recogía un triunfo tras otro: luego de apoderarse de Cartago Nova en un ataque relámpago y vencer a Asdrúbal, salía nuevamente vencedor sobre el tercero de los hermanos de Aníbal: Magón Barca, quien apenas pudo escapar con vida tras perder a 10 mil hombres. Hasta ahora, Escipión daba muestras claras de haber aprendido bastante de los movimientos del propio Aníbal, imitándolos al invadir en su propio suelo a los cartaginenses y al llevar a una trampa al ejército de Asdrúbal, aislándolo de sus hermanos en Baécula, tal como Aníbal hizo con un senador tras otro durante los primeros años de la guerra en Italia.

Tras perder Cartago Nova, los africanos comenzaron a desmoralizarse, cayendo en breve  todos sus bastiones de poder en Hispania a manos de los romanos, de donde se nutrían económica y militarmente. En poco tiempo ya sólo quedaba un ejército púnico en activo en la península, dirigido por el hermano más joven de Aníbal, Hanón Barca, quien no tardó en quedar fuera de combate en una emboscada en las islas Baleares, mientras se esforzaba por encontrar nuevos mercenarios para apoyar a su patria. Una lanza romana atravesaría a su yegua durante una emboscada, despeñándose luego aquélla y fracturándole la pierna. Sus hombres lo embarcarían inconsciente, con las heridas infectadas, de regreso a África, falleciendo en el trayecto a través del mar.

Pronto, Cornelio Escipión recibió la orden del senado romano de embarcarse a Sicilia con sus hombres, unificando sus tropas con las dos legiones sobrevivientes de la batalla de Canas, las cuales aguardaban por él en la isla italiana. Ahí se dispuso a entrenarlas de día y de noche durante semanas, preparando un golpe maestro: la invasión de África y el ataque a los cartaginenses en su propia tierra natal.

Embarcó a sus hombres y pertrechos y cruzó el Mediterráneo.

En las costas del continente negro, los cartaginenses y sus aliados aguardaban por él para castigarlo por su osadía y expulsarlo de vuelta al mar. Magón, el último hermano con vida de Aníbal, tras ser derrotado en Hispania había regresado a Cartago, rehaciéndose y construyendo una fuerte alianza con Sífax, el emperador de los libios. A su lado luchaba también Asdrúbal Giscón, un noble cartaginense, veterano general, quien había peleado primero con Amílcar Barca en Sicilia y luego en Italia al lado de Aníbal. Sífax se había apoderado recientemente de varios reinos dejando a Masinisa, hijo del rey Gea de los númidas, desterrado. Gea y Masinisa fueron aliados durante décadas de los cartaginenses, particularmente de la familia Barca, desde la época de Amílcar, luchando como aliados al lado de ellos. Eran incluso familiares, pues una hermana de Aníbal estaba casada con un pariente del rey Gea. A partir de la avaricia de Sífax, los aliados de Cartago se veían obligados a dividirse; el príncipe Masinisa no se quedaría de brazos cruzados, dejando a Sífax usurpar su trono. Pronto se pasaría de lado de los romanos, apoyando a Escipión y proporcionándole 2 mil mortíferos jinetes númidas.

Tras algunas escaramuzas en las que a veces ganaron los romanos y en otras fueron forzados a retirarse por parte de los africanos, Escipión realizó una acción sorpresiva, incendiando de noche el campamento donde descansaban Sífax y Magón Barca. Todos sus animales, soldados y pertrechos se perderían. Magón sucumbiría finalmente entre las llamas y Sífax resultaría capturado mientras intentaba escabullirse entre las cenizas. Masinisa retomaría su trono, limpiando la memoria de su anciano padre Gea y brindando a los romanos todo su apoyo en África, poniendo en verdaderos problemas a Cartago, hacia donde dirigirían todos sus esfuerzos bélicos a continuación.

 

3

Ante la penosa situación a la que paulatinamente era sometida Cartago por parte de Escipión y sus legiones, el senado cartaginense no tuvo más remedio que enviar un mensaje a Aníbal hasta Italia para que acudiera a defenderla de los romanos. Cartago había hecho un último esfuerzo por repeler a Escipión enviando de nueva cuenta a Asdrúbal Giscón al frente de una avanzada de mercenarios ibéricos, griegos y africanos, los cuales sucumbirían por completo en una última e inútil refriega.

Aníbal ya se encontraba más que agotado con la situación de desgaste a la que lo sometían los romanos, sin rendirse en lo absoluto, aunque los vapuleara sin cesar en los últimos 6 años. Sus tres hermanos muertos, Iberia perdida por completo. En algún momento pensó en retomar el camino de los Pirineos y retornar a Hispania para recuperarla y asegurar el abastecimiento económico y militar de su familia y sus aliados africanos, pero el apremio de defender su ciudad natal, en donde se encontraban su esposa y su hijo, le hizo dirigirse finalmente hacia África y organizar la defensa contra los romanos.

Reagrupó a sus hombres, incluyendo a todos los iberos y celtíberos que lo siguieron desde los Alpes e Hispania, prometiéndoles fortunas en oro con tal de seguirlo hacia África. Comenzó su descenso por la península, exprimiendo la bota italiana hasta el último suspiro de riquezas, botines y alimentos para llevárselos con él. Se embarcó por fin en el sur de Italia con todos sus hombres, caballos, con Sirius, el viejo elefante y otros seis paquidermos veteranos.

En Cartago lo esperaría el senado de su ciudad con 70 paquidermos nuevos, listos para enfrentar a los romanos.

Apenas tuvieron tiempo él y sus tropas de descansar un poco y recuperar el aliento tras el largo viaje desde Europa. Se internaron en el desierto con sus animales y armas. Se dice que se abrían paso en las llanuras africanas y contemplaban gacelas, antílopes, cebras y leones alejándose al contemplar su ejército. Una noche el rugido de un león macho despertó a Aníbal, inyectándole un mal presentimiento respecto de la conclusión de la guerra. La pérdida de sus hermanos, el retiro incierto de Italia sin haber concluido su tarea de derrotar a Roma, tantos años de viajes y guerras, lo tenían demasiado desgastado.

Antes de emprender la última y decisiva batalla, Aníbal se entrevistó con Escipión. Sus jinetes númidas lo habían traicionado pasándose del lado de Masinisa, el príncipe de Numidia y ahora aliado de Roma. El general africano planteó al joven senador romano la posibilidad de la rendición; sabía que sus tropas, aunque diestras, veteranas e invictas, se encontraban agotadas. Aníbal deseaba descansar y retornar con su esposa Ímilce y su hijo Ímilco a Cartago, para reponer tantos años de ausencia y marchas.

Cornelio Escipión planteó unos términos incumplibles, forzando a los africanos a presentar combate. En esta ocasión los italianos eligieron el territorio para enfrentarlos: la llanura de Zama, un paraje abierto y parejo en donde ambas fuerzas se encontrarían en similares ventajas.

Los 70 elefantes fueron colocados a la cabeza de las fuerzas cartaginenses, tras ellos todos los contingentes de mercenarios que servían a Aníbal, encabezados por Monómaco. En la caballería celtíbera, ibérica y púnica se encontraba, como siempre, el fiel Mahárbal. Empero, dicha caballería se hallaba en serias desventajas con respecto a su contraparte romana, enriquecida ahora por todos los jinetes númidas que lucharían del lado de Cornelio Escipión y Roma.

La orden de ataque fue dada; los 70 elefantes, con Sirius a la cabeza, cargaron contra la infantería romana, que en esta ocasión utilizó escudos de plata, trompetas y tambores para sembrar el pánico entre los paquidermos. Presas de un terror repentino los elefantes retrocedieron, huyendo del estruendo causado por los romanos, embistiendo a sus propios manejadores y a la infantería pesada africana. Los romanos procedieron a arrojar sus pilos contra los paquidermos fuera de control y en poco tiempo inutilizaron a toda la fuerza de gigantes africanos.

A continuación Monómaco ordeno a sus veteranos que se reagruparan y se enzarzaron con la infantería romana sin piedad, vengando la muerte de sus animales. La infantería cartaginense aún era implacable y sus filas barrían a los manipulos italianos, parecía que la batalla comenzaba a equilibrarse de nueva cuenta y que los africanos contarían con enormes posibilidades de triunfar, como siempre. En eso, Masinisa, príncipe de los númidas, tras dar cuenta de la caballería celtíbera e ibérica de Aníbal, rodeó por la retaguardia a los púnicos, masacrando a la mayoría de los veteranos de Monómaco. En breve, luego de este movimiento, el rumbo de la guerra quedaría decidido a favor de los romanos.

Mahárbal y Monómaco se abrieron paso a través del cerco que formaron los italianos en torno de los africanos, logrando extraer con vida a buena parte de los veteranos mercenarios de Iberia, Cartago y las Galias, hombres fieles hasta la muerte a Aníbal. Rodearon a su general Barca para protegerlo y emprendieron la marcha de regreso a su capital. Atrás dejaban las llanuras de Zama, sembradas con la sangre y los cadáveres de sus hombres. Se trataba de la primera y rotunda derrota que sufriría Aníbal.

 

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