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El gran éxito de Sanderse en la contienda se debe a lo increíble que parece que una persona como él se haya podido colar entre las rendijas del poder para tener una oportunidad viable de ser presidente en un país cuya política es igual de sucia que la nuestra

Imagino que le pasa a muchos: mi relación con la política va del amor al odio. Quizá en nuestro país la balanza se inclina considerablemente hacia el odio, y habrá miles que nunca relacionarían la palabra amor con la política. Yo sí. Me he entusiasmado un par de veces en mi vida, y simplemente aprecio —amo— esos sentimientos que en su momento viví, esa sensación de la posibilidad de un futuro mejor, siempre demolido por la realidad. Nunca he callado mis inclinaciones políticas. Hay quien piensa que es de mal gusto, pues sucede que una conversación sobre política, entre opiniones encontradas, agria el convivio social. Incontables comidas familiares en todos los países han tenido que soportar el peso de estas posiciones contrarias, e incluso los principales involucrados, a veces, desearían no haber iniciado ese diálogo. Pero es necesario. Mi respaldo a Andrés Manuel López Obrador, antes y ahora, ha sido motivo de esas pugnas, y he de confesar que en ciertas circunstancias he sentido un ligero rubor al respecto, aunque no debería. Pero eso es harina de otro costal.

En octubre pasado, cuando descubrí la existencia de Bernie Sanders como contendiente a la candidatura del Partido Demócrata por la presidencia en Estados Unidos, sentí por segunda vez ese revuelo revitalizador: alguien en quien es posible creer. Su gran éxito en la contienda se debe a lo increíble que parece que una persona como él se haya podido colar entre las rendijas del poder para tener una oportunidad viable de ser presidente en un país cuya política es igual de sucia que la nuestra. Y sólo podía llegar en una época como esta, en la que millones de personas pueden ponerse de acuerdo y organizarse en Internet, en donde se guarda también la historia reciente de la humanidad. Docenas de apariciones de Sanders en el Congreso, luego de 30 años de carrera, comprueban que sus ideas no han sido comprometidas, que sigue diciendo lo mismo que cuando empezó. Desde entonces sostuvo, en plena guerra fría, que es un socialdemócrata, en un país en el que la palabra socialismo estaba completamente desvirtuada por los imperdonables descalabros de la Unión Soviética. Hoy mantiene esa postura, y le habla a una generación que ya no tiene ese estigma, para la que el socialismo mezclado con democracia remite a los países nórdicos y no al estalinismo y su continuación.

Pero más allá de las etiquetas, lo que propone es una agenda que se aleja de los intereses de las grandes corporaciones y los millonarios para acercarse a las necesidades de la clase media, por eso su mensaje ha resonado tanto. El mensaje de hace 30 años es hoy más relevante que nunca. Si no hubiera una verdadera sed de cambio, si la cosa marchara bien en el país vecino del norte, ni Sanders ni Trump habrían llegado lejos en los dos partidos hegemónicos. Sanders, un político independiente, se unió al partido 1 año antes de correr por la candidatura, porque además de la presidencia lo que buscaba, y sigue buscando, es reformar el Partido Demócrata. Se les coló, y gran parte del establishment lo resiente, mientras que el voto duro del partido se dividió.

Me entusiasmé tanto con su postulación que creé una cuenta de Twitter con otro nombre y me volví un asiduo participante en la discusión virtual, sin mencionar en la biografía de dónde era ese personaje, esa máscara, aunque luego me di cuenta de que había mucha gente como yo, perfiles que apoyaban a Sanders desde miles de rincones del planeta. Mi única ciudadanía es la mexicana. En cuestión de meses llegué a los 2 mil 200 seguidores, y en varias ocasiones interactué con verdaderos activistas dentro de la campaña. Menciono estos detalles sólo para dar una idea del nivel de profundidad al que llegó mi obsesión por dicha contienda. Antes de octubre no tenía ni idea de cómo era el proceso de elección en Estados Unidos, jamás me interesó su sistema ni sus disputas. La candidatura de Obama pasó para mí desapercibida, y su victoria, aunque histórica por ser el primer presidente negro, no me pareció tan relevante más allá de eso, que no es poca cosa pero tampoco significó un cambio de fondo. Los medios independientes más progresistas están de acuerdo en que su presidencia no trajo, después de 8 años, ningún cambio realmente interesante. Es cierto que la economía mejoró, no fue un mal presidente, y si se le compara con su antecesor se podría decir que fue un gran presidente, aunado a su presencia como orador y a su ingenio. Pero nada de eso significa un verdadero cambio.

IMG_1710Sanders sí propone varios cambios. Obama siempre fue miembro del Partido Demócrata y llegó al poder de la misma manera que todos los demás políticos: gracias a donaciones de grandes compañías y de multimillonarios. Eso ya implica limitantes en lo que se puede hacer con la presidencia: no se debe morder la mano que te da de comer, y eso los políticos lo entienden bien. A Sanders lo apoyaron millones de personas, donando en promedio 28 dólares cada una. Para él la mano que le da de comer son individuos trabajadores que están cansados de un sistema que beneficia a los que más tienen y desprecia a la inmensa mayoría. Es evidente, en Estados Unidos y en el resto de países capitalistas, incluido y sobre todo México, que los ricos se han hecho más ricos y los pobres más pobres, que el poder y la riqueza recae cada vez en menos manos. El historial de Sanders lo hace el perfecto organizador de las masas descontentas, que saben que no va a flaquear, cuyos ideales comparten.

El martes 12 de julio Sanders finalmente apoyó la candidatura de Hillary Clinton. Como parte de esa comunidad cibernauta en apoyo franco a Sanders, puedo decir que fue un golpe duro para todos, incluso para quienes están de acuerdo con esa jugada y votarán por ella en noviembre. El espectro se divide en varias posturas. Antes de ese día había quienes querían que se lanzara como candidato independiente, y otros más apoyaban la propuesta de Jill Stein, la presunta candidata del Partido Verde, una mujer honesta y en ciertos aspectos más progresista aún que Sanders, de unirse a ese partido para correr como candidato, con ella como vicepresidente, sin embargo ambos caminos implicaban un riesgo que Sanders siempre ha estado en contra de tomar: arar el camino para que Trump llegue a la presidencia. El voto de centro y de izquierda se dividiría y la ultraderecha ganaría, un escenario que se ha repetido incontables veces en la historia política mundial. La derecha tiende a ser más unida que la izquierda. Si no fuera Trump el candidato quizá las cosas serían diferentes. Entre una presidencia de Clinton y una de Jeb Bush o de John Kasich, por ejemplo, no habría tanta diferencia, y en ese caso Sanders podría apostar a ganar. Pero la realidad es que a ese troglodita hay que pararlo.

Ahora, ya anunciado ese apoyo, esa unión demócrata, de entre sus más fieles seguidores hay algunos que escribirán su nombre en la boleta, otros que votarán por Stein, otros más que se abstendrán y otros, quizá la mayoría, votarán por Clinton a regañadientes. Ella encarna al político camaleónico por excelencia, al grado de que el comentarista político de CNN (canal apodado durante las primarias como Clinton News Network) Anderson Cooper le preguntó en un debate: “¿Dirás cualquier cosa para que te elijan?”. La respuesta, lo vimos el 12 de julio, es afirmativa. A lo largo de su carrera política ha cambiado de parecer una y otra vez, dependiendo de su auditorio y de los tiempos, el caso más evidente siendo su apoyo al matrimonio gay hasta 2013, cuando una postura contraria ya no estaba bien vista por su electorado. Ha votado a favor de todas las guerras que se le han puesto enfrente: es una guerrera de corazón, en el mal sentido de la palabra. Su política exterior es intervencionista.

Con todo el apoyo del partido y los principales medios apoyándola, es un milagro que Sanders lograra lo que logró, y en retrospectiva parece increíblemente ingenuo haber creído que podía ganar. Perdí un par de apuestas porque pensaba que el proceso de selección del candidato demócrata era limpio y democrático, en cuyo caso Sanders habría ganado de calle, pero no hay nada más alejado de la realidad. El cochinero es amplio y profundo. Los juegos corporativos desde la cúpula del partido liderado por Debbie Wasserman Schultz, quien fuera directora de la campaña de Clinton en 2008 en contra de Obama, sumados a las trampas de la organización al ras del suelo, me recordaron las más hábiles mañas de nuestros queridos priístas, los más sucios contrincantes políticos. La supresión del voto sobre todo en estados como Arizona, Nueva York y California, pero que sucedió en casi todas partes, dejó en evidencia la alineación de los bajos mandos a la postulación de Clinton, en una contienda en la que, entre más gente votaba, más ganaba su oponente. Muchos de los estados que tienen más peso, por la cantidad de habitantes, prohíben que quienes no sean miembros del partido puedan votar, lo cual excluye al electorado independiente que representa nacionalmente más que los demócratas o los republicanos. Hay otros que sí lo permiten, las reglas no son homogéneas. Cada estado es autónomo. Esta regla no es ilegal, simplemente es antidemocrática. En suma: la elección primaria estaba arreglada desde el principio, y la fuerza que demostró Sanders fue notable porque, a pesar de todo, puso a temblar a la cúpula casi hasta el final. No pudieron dejar de meterle trabas para asegurar la candidatura de Clinton.

El 12 de julio, en el discurso que dio después de recibir el apoyo de Sanders, Clinton asumió prácticamente toda la plataforma de su contrincante, salvo la de romper los grandes bancos, una de las propuestas más radicales. En vez de eso dijo que le cobraría a los bancos, los principales donadores a su campaña, los impuestos que debían pagar. El seguro médico para todos y la universidad gratuita para los que menos tienen son pasos que mencionó, al igual que su negativa de apoyar el tratado transpacífico (TPP por sus siglas en inglés), que antes había apoyado. Fue como escuchar a otra persona, un discurso diametralmente opuesto al de los meses anteriores.

No queda más que preguntarse si este camaleón de mujer cumplirá lo dicho. Es una cuestión difícil. Obama no solamente no cumplió las propuestas que prometió, sino que ni siquiera las trató de implementar. Para un político tradicional, una cosa es estar en campaña y otra muy diferente es llegar a la presidencia. De Sanders no cabía duda que, si llegaba, haría lo posible por cumplir. A Clinton no sólo la respaldaron intereses fuertes y poderosos para que los proteja, gente que además es su amiga, sino que tiene un amplio historial de mentir para cumplir sus objetivos. La única manera es que la organización de masas creada a partir de la postulación de Sanders, con él como líder, la obligue a cumplir con sus promesas por cualquier medio posible, y para eso será necesaria la creatividad. Es probable también que varios de los llamados Berniecrats, políticos que comulgan con sus ideas, lleguen al Congreso en la siguiente elección, y que poco a poco su número crezca. En ese sentido la batalla por cambiar ese país apenas comienza. Mientras viva y tenga fuerzas, Sanders llevará la batuta. Habrá que ver qué sucederá en unos años, cuando la edad le prohíba dirigir el movimiento.

Existe también la posibilidad de que Clinton quiera hacer las cosas bien. Que piense dejar una huella en su país, ser recordada no sólo como la primera mujer en ser presidente, sino quien logró cambios de fondo verdaderamente significativos. Démosle el beneficio de la duda, a pesar de que su biografía política apunte hacia el lado opuesto.

 

Juan Patricio Riveroll

Julio de 2016

 

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