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Más que una lengua, el chino es una familia de ellas

Ámame en chino, en el sonoro chino de

Li Tai-pe

Rubén Darío

Imagen: Wikimedia Commons

Imagen: Wikimedia Commons

Como el universo vasto y la vida misma, la génesis del lenguaje verbal se pierde en la compleja y fascinante noche de las especulaciones. Si para Charles Darwin el origen de las especies constituía el “misterio de misterios”, lo mismo podríamos sostener respecto del origen y desarrollo de las lenguas. Inmersos en su espesura circundante y sobrecogedora, como los peces ondulantes en los mares, solemos olvidar que habitamos un océano turbulento que determina nuestras vidas. Pensar la lengua, hacer lenguaje, es revelar al gigante desconocido que justifica y hace posible la existencia.

El chino, más que una lengua (de hecho, al igual que el náhuatl y el árabe es considerada una macrolengua), es una familia de ellas, un universo de sensibilidades contrastadas y, para un occidental –o la variante geográfica que se le quiera atribuir a un mexicano– un viaje sin retorno a la dimensión desconocida.

Antes de seguir adelante, y advirtiendo que cualquier intención de acercamiento a la lengua y escritura chinas implica meterse en camisa de 11 varas, conviene mencionar la diferencia entre lengua y dialecto establecida por el Instituto Lingüístico de Verano.

De acuerdo con el Instituto (SIL por sus siglas en inglés) si dos variaciones del habla son inteligibles mutuamente, se trata de variantes dialectales del mismo idioma; pero si por el contrario dichas variaciones son ininteligibles estamos hablando entonces de idiomas distintos, como sucede con las lenguas romances derivadas del latín (p. ej. las diferencias entre el español y el francés). En el caso del chino existen diferentes y muy variadas formas dialectales que corresponden a diversas regiones de la enormísima República Popular China, lo que ocasiona, y la metáfora no es exagerada, que el abanico lingüístico englobado bajo las palabras “idioma chino” no sea sino un sistema de galaxias en expansión (o una mera generalización nominal en el mejor de los casos).

Al respecto conviene mencionar las cuatro principales “lenguas-dialectales” –la nominación es mía y la hago sin el menor afán de polémica– habladas en la tierra del Oriente para sentar un mínimo contexto.

La primera es el chino mandarín, un conjunto de dialectos mutuamente inteligibles que son hablados por casi 900 millones de personas en el mundo, lo que la ubica como “la lengua” más hablada del planeta. El mandarín esencialmente pekinés es la lengua oficial del país, lo que le confiere el estatuto de lengua estándar (putonghua) para el comercio, la educación y la política.

Después del mandarín es el wu la “variante dialectal” que cuenta como mayor cantidad de hablantes, del orden de 80 millones, el que le sigue el cantonés, el único que cuenta, junto con el mandarín, con forma escrita y por su parte con 70 millones de hablantes. Finalmente se destaca el min, con casi 60, que a su vez se encuentra divido en las variantes dialectales ininteligibles –lo que constituiría dos lenguas distintas– del min del sur y min del norte. Después son verdaderamente cuantiosos los dialectos o lenguas habladas que integran la República, lo que ocasiona que las cosas, efectivamente, estén en chino.

Una de las principales complejidades al enfrentarse a la realidad del idioma del país de la fayuca es que si bien la escritura de los ideogramas puede estandarizarse por distintos motivos concretos, la realidad es que un mismo ideograma puede tener, como frecuentemente sucede, diversos significados –lo que por otra parte vuelve su escritura un caudal poético de inusitadas riquezas y extravagantes maravillas[1]; la única comparación posible con su profuso tejido lingüístico, la que me parece justa, es la de un universo alucinado.

Por otro lado conviene recordar que el chino está compuesto de lenguas tonales, es decir, lenguas en las cuales la entonación de las sílabas crea contrastes fonológicos y diferencias categóricas (como sucede con el zapoteco). Las lenguas chinas, al igual que su desmesurada cocina, han hecho del matiz una riqueza fundamental, proyectada tanto en la variedad de sus platillos como en su profunda y milenaria cosmogonía. Las lenguas de los chinos llevan inscrita la memoria de todas las cosas –como se puede comprobar en la visible “edad etimológica” de los ideogramas, lo que demuestra que si bien la escritura puede estandarizarse la lengua hablada, por su naturaleza intrínseca, está condenada a una continua transformación. El habla es siempre un abismo de pluralidades.

Sentado lo anterior es posible acercarnos ahora, como recomendaba Ernest Fenollosa en los papeles rescatados por ese luminoso intérprete del oriente que fue Ezra Pound, al “carácter de la escritura china como medio poético”. Pero antes quisiera apuntalar algunas consideraciones de Julia Kristeva al respecto en su obra El lenguaje, ese desconocido (1981), texto divulgativo en el que la búlgara sostendrá que la escritura china, por sobre todo, es una ciencia. Y es que si alguna cultura ha hecho de la escritura, en el sentido literal de la expresión, una combinación de elementos como sucede con la química y otras ciencias experimentales, esa ha sido la china, para quien la expresión temblar al escribir es algo más que la tribulación de un temperamento metafísico.

Kristeva nos recuerda que el chino cuenta con una polivalencia fonética debido a su carácter monosilábico que abunda en homofonías. Nos informa también que en el chino contemporáneo –no lo explicita pero es obvio que la coterránea de Todorov se refiere al chino mandarín– cada sílaba puede ser pronunciada en cuatro tonos, lo que ocasiona confusiones en un sentido negativo y una riqueza expresiva latente en las capacidades escondidas de la lengua. A esta particularidad podemos agregar el hecho de que en el chino mandarín una misma sílaba puede funcionar como sustantivo, verbo o adjetivo, por tal razón sólo el contexto podrá descubrir en mayor o menor medida el significado de la expresión, que se revela como una mezcla precisa y no jerárquica entre significado, sonido y cosa, lo que hace de su escritura, con más de 3 mil años de edad, un ideograma o, según algunos sinólogos como Marcel Granet, un emblema. La escritura de los chinos jamás sucumbió a la alfabetización, lo que la vuelve un sistema escritural connotativo.

La escritura china es un campo abierto a la experiencia, deseoso de representar la complejidad de la vida de la manera más sencilla y hermosa posible, sin negar por ello la multiplicidad de sentidos implícitos en los diferentes sonidos inherentes a un mismo ideograma (los delirios poéticos del castellano, en sus más encendidas ábsides, no serían otra cosa que la práctica cotidiana del habla china). El hombre, al ser un ente mutante, no admite una sola y anquilosada definición. La cosmovisión china nos recuerda que somos la sustancia de la vida y como ella transitamos caminos cruzados, superpuestos, infinitamente combinados; de allí que dicha cultura haya pergeñado, como reflejo de sus creencias y apetitos, ese objeto fantástico conocido como El libro de las mutaciones (el I Ching), cuya influencia sería neurálgica, entre otros aspectos, en dos obras literarias nacionales: Cerca del fuego de José Agustín y Farabeuf de Salvador Elizondo.

La escritura china presupone en un mismo tiempo y espacio el concurso de los elementos sonoros, plásticos y semánticos para hacer sentido. Su relación ante lo escrito entraña, por decirlo quedo, una mística y un ritual. Escribir chino es una experiencia que compromete a los sentidos y se vive como una totalidad orgánica, es decir, desde el cuerpo.

Asimismo la escritura china testimonia en el presente el movimiento de las cosas, como si de súbito estas letras se fundieran en una misma sustancia –unión perfecta entre significante y significado, entre imagen y sentido– y en lugar de leer la abstracción en palabras de un hombre que se tira por una cascada hubiera un hombrecito del tamaño del renglón que, corriendo, se aventará por una minúscula cascada representada por estas líneas. Los ideogramas del chino están cargados de vida, lo que hace de su escritura una experiencia dinámica con la forma de las cosas del mundo. Al respecto escribió Fenollosa: “leyendo chino no parece que estemos haciendo malabarismos con fichas mentales, sino que vemos las cosas llevando cabo su propio destino”. Para los chinos las cosas son las acciones, un movimiento que se mueve… La escritura china, como tanto anhelara Severo Sarduy y como llegaran a conseguir algunos poetas concretistas en ráfagas líricas impresionantes –particularmente Haroldo de Campos– es la unidad de imagen, sonido y sentido conjugados un instante. Los ideogramas del Oriente son la materia sensible de un canto visible que al momento de decirse, vuela.

La ignorancia con la que vivimos respecto no sólo de la lengua sino de la realidad de la China no puede seguir siendo un signo que nos identifique (llevamos demasiado tiempo soslayando ese bosque profuso, privándonos de sus frutos). La riqueza no sólo poética y filosófica de los chinos sino también el toral papel simbólico, económico y político que están desempeñando en el presente nos obligan a pensar con detenimiento en la complejidad de su circunstancia. Los chinos están entre nosotros y por ello es necesario empezar a comprenderlos.

Hace poco más de un siglo Fenollosa escribió, con lucidez precisa y un halo no poco profético que “solamente el problema chino es tan vasto que ninguna nación puede permitirse el ignorarlo. Nosotros, en América, y de modo especial, debemos encararlo desde el otro lado del Pacífico y dominarlo, o nos dominará”. Creo, desde luego, que Fenollosa estaba en lo cierto, y si bien considero que más que dominarlo hay que entenderlo, no cortaré aquí su frase, que guarda también otras nobles apetencias: “la única manera de dominarlo consiste en esforzarse con paciente simpatía por entender sus mejores, sus más esperanzadores y humanos elementos”.

 

Twitter del autor: @Ninyagaiden


[1] Según relata Moira Bailey en su ameno libro Viaje a lomo de tigre: “se dice que Canji, un Ministro del Emperador Huang Di, en un día de mucha inspiración (…) observó las huellas de las patas de los pájaros, cuyas líneas siempre eran diferentes y se prestaban por lo tanto a la creación de un sistema susceptible de discernimiento”. Lo que requeriría, como de hecho exigen los ideogramas, un gran conocimiento sobre la naturaleza y las condiciones del lugar y del momento en que fueron concebidas; un acto de memoria. Desde dicha perspectiva las constelaciones del cielo y las rayas de los tigres también podrían ser consideradas como una suerte de escritura.