El místico atractivo de las encrucijadas y cruces de caminos
Magia y Metafísica
Por: Luis Alberto Hara - 02/26/2016
Por: Luis Alberto Hara - 02/26/2016
Existen múltiples leyendas e historias con respecto al lugar en que se juntan dos caminos: los senderos se bifurcan, pero también se interrumpen, se interconectan; se parecen a los umbrales en que funcionan como un no-lugar, en el sentido que daba Marc Augé a esos lugares de mero tránsito como las salas de espera de los aeropuertos, un espacio que no es un destino en sí mismo, pero que es preciso atravesar para llegar a él.
En la Edad Media, las encrucijadas eran sitios donde se enterraba a los suicidas y a todos lo que no pudieran ser admitidos en el camposanto. También llegaron a servir como sitio de ejecuciones, y no es extraño a lo largo de la Historia encontrar en los cruces de caminos cabezas o cuerpos para advertir a los viajantes de los peligros de seguir por dicha senda.
Los gitanos, reacios a integrarse a los lugares a donde llegaban, y por otra parte segregados y perseguidos sistemáticamente, solían enterrar a sus muertos en las encrucijadas. La razón mágica era prevenir que los muertos regresaran a aterrorizar a los vivos en forma de brujas o fantasmas, pero una explicación más simbólica puede ser que, debido a sus trayectos migratorios, los gitanos no tuvieran un cementerio fijo o “local” al cual confiar los cuerpos de sus seres queridos, por lo que las encrucijadas marcaban para éstos el fin de un camino, y para los vivos el inicio de otro.
En la religión del candomblé y el vudú (practicada por poblaciones esclavizadas y segregadas en Haití, Cuba y las Antillas, además de Brasil) las encrucijadas son portales para orishas y seres de otras dimensiones, así como para bestias y licántropos que reciben el nombre de besta-fera. Era en esos sitios donde se podía ver llegar al “hombre de negro”, que no era otro que Papa Legba en alguna de sus múltiples formas, todas las cuales el cristianismo de los colonizadores sintetizó en Satanás. Papa Legba es el intermediario entre hombres y dioses, por ello su lugar más propicio son las encrucijadas, un lugar sin lugar.
El folclor de los pueblos antillanos llegados como esclavos desde África resurgió en el sur de Estados Unidos durante los siglos XIX y XX como expresiones autónomas destinadas a reforzar la identidad de los oprimidos frente a sus opresores: la música blues surge como expresión artística de la disconformidad social, pero su mitología está ligada también a un sincretismo entre el vudú y un cristianismo evangélico.
Probablemente la historia más famosa ligada a las encrucijadas sea la del bluesman Robert Johnson, quien, según la leyenda, vendió su alma al Diablo en un cruce de caminos para convertirse en uno de los mejores guitarristas que han existido. La historia ha sido contada en documentales y libros por gente que conoció a Johnson o que eran niños cuando Robert murió a los 27 años en circunstancias misteriosas, legando un puñado de canciones que dejarían una impronta definitiva en el rock, el blues, el funk y la música pop durante el resto del siglo.
La carencia de un territorio propio para una colectividad, así como la falta de libertades para ejercer cultos religiosos y ceremonias civiles, han hecho que poblaciones relegadas del proyecto modernizador como los gitanos o los esclavos hicieran suyos esos lugares-sin-lugar, sitios dotados de una energía muy particular, donde no es extraño encontrar aún hoy en día solitarios adolescentes sosteniendo una guitarra, dispuestos a participar del pacto fáustico (una forma de dotar de trascendencia a la esclavitud en la que vivieron toda su vida). Según la leyenda de Robert Johnson, el hombre de negro vendría a ti a medianoche, tomaría tu guitarra y la afinaría. Luego te la devolvería, y el pacto estaría sellado. Hacerse presente en las encrucijadas durante la noche es un signo de la disponibilidad para transformarse a sí mismo —para cambiar de dirección y replantear el camino.