Ecoactivismo sobre olas: a bordo del Esperanza, el barco más grande de Greenpeace
Ecosistemas
Por: Andrés Cota Hiriart - 01/20/2016
Por: Andrés Cota Hiriart - 01/20/2016
No he dejado aún mi maleta sobre el piso cuando se me aproxima un joven con sombrero, bigote ralo y ojeras marcadas y me pregunta si estoy al tanto de la historia de la famosa organización. Nos encontramos en el “longue” de la tripulación, salón recubierto por colchones plastificados, con bola disco, juego de dardos e instrumentos musicales destinado para matar las largas horas de tedio oceánico. Sin esperar respuesta, el auto proclamado grupi de la asociación ecologista –voluntario mexicano que responde al nombre de René y se encuentra a bordo por 1 mes como ayudante de cocina– llama mi atención hacia las fotos y retratos antiguos que adornan la pared.
Sin que yo alcance a detectar en su voz un tono que revele propósito de reclutamiento evidente, escucho cómo en los años 70 tres amigos veteranos de la guerra de Vietnam, alarmados ante la constante aparición de focas con los oídos destrozados por impactos sonoros, se abocaron a la improbable misión de frenar pacíficamente las pruebas atómicas que Estados Unidos estaba realizando en las islas Aleutianas, Alaska. La técnica: colocarse como escudo humano encaramados sobre un pequeño velero. Y aunque fracasaron –pues el gobierno descubrió sus planes, los quitó de en medio a patadas y por supuesto que detonaron la mentada bomba– los agitadores sí consiguieron algo quizás sólo un poco más importante que detener esa explosión nuclear en particular: la atención mediática internacional.
En los 45 años que han pasado desde entonces y tras múltiples reestructuraciones y peleas internas, Greenpeace se ha convertido en la ONG ambientalista de mayor tamaño a nivel mundial. Con presencia en más de 43 países, miles de simpatizantes que prestan labores voluntarias y un presupuesto anual que se acerca a los 200 millones de dólares recaudados en su totalidad por donaciones del público.
Bueno, de vuelta al presente. Acabo de poner pie sobre el Esperanza, el mayor de los tres navíos que componen la flota actual de Greenpeace. Estamos en el alto Golfo de California, exactamente frente a San Felipe, es verano y hace un calor agobiante. Vine a cubrir la campaña para salvar a la vaquita marina de la extinción, empresa tan urgente como desesperada pues se calcula que quedan tan sólo 57 ejemplares vivos de estos pequeños cetáceos endémicos de la región, cuya mayor mortandad se debe a la pesca ilegal de totoaba –otro pez endémico de estos mares, que tiene la desgracia de que en China su vejiga natatoria sea sumamente codiciada, alcanzando precios que rondan los 60 mil dólares por pieza en el mercado negro de Hong Kong. Aquí mi reportaje al respecto.
No obstante, siendo francos, la vida a bordo del barco me resulta casi tan llamativa como el cometido del proyecto. Quizás sea un interés influenciado por cierta sospecha, llamémosle prejuicio, que se dispara en mi interior automáticamente a raíz del bioactivismo en general. Sucede que estudié biología y las labores de los autoproclamados guerreros del arcoíris gozan de una reputación dispar dentro de la comunidad científica. Por un lado están los académicos connotados que consideran sus acciones alejadas de la disciplina del conocimiento y más afines al fanatismo ideológico que a la verdadera conservación. Y por el otro, están aquellos que no sólo valoran sus esfuerzos sino que los consideran una herramienta primordial en el panorama legislativo actual (recordemos la manera drástica en que Greenpeace intercedió en el debate de la comisión ballenera internacional sobre la pesca de cetáceos).
Entre las criticas históricas más frecuentes habría que mencionar que el grupo en ocasiones no busque el consejo o trabajar de la mano con los expertos en los distintos campos de estudio que interviene, apareciendo con la bandera de “salvemos al panda”, por formular una suposición cualquiera, los activistas se lanzan intrépidamente a actuar e ignoran que numerosos investigadores han dedicado su vida al asunto y que seguramente tendrían mucho que aportar para diseñar un plan de acción efectivo. Greenpeace, por su parte, les reprocha a los científicos en cuestión que no hagan más que investigar, que se muestren tibios ante los dilemas apremiantes y no den paso sin huarache.
Otra apelación común es con respecto al foco de acción que usualmente guía las campañas del grupo ambientalista; eligiendo casos que podrían tener mayor impacto mediático sobre aquellos que, aunque más importantes en términos ecológicos, no son tan vendibles. Gajes del dilema de la recaudación y la cara mediática, dado que se trata de un organismo autogestivo que opera a partir –y dicho sea de paso, depende por completo– de las donaciones del público, en ocasiones para ganar popularidad y obtener mayor percepción de capital sus ideas pueden verse comprometidas con las tendencias sociales sobre ciertos temas o incluso fungir en contra de los fines que se supone buscan defender. Por ejemplo, lo que sucede con la caza legal de especies exóticas. Se ha probado una y otra vez en reservas y parques naturales alrededor del mundo que si las actividades cinegéticas son reguladas rigurosamente trabajando de cerca con las comunidades locales, estas pueden fungir como un medio sumamente efectivo para la conservación. Sin embargo, Greenpeace jamás apoyaría tal estrategia.
En fin, se trata de un debate extenso, imposible hallar resolución en esta breve crónica. Por ahora aceptemos que las intenciones del grupo son honestas y que sus métodos, si acaso en ocasiones algo controvertidos o de resultados con alcances cuestionables, al menos persiguen un fin noble.
Mejor concentrémonos en lo que nos atañe. El navío –un antiguo buque soviético de bomberos, adaptado para dar alcance a barcos balleneros y realizar acciones no violentas, cuya construcción se remonta a 1984– es masivo. Adornado por una amigable ballena azul y ostentando en su frente el emblemático arcoíris de la organización, el coloso metálico se extiende por 72m de largo y se dispara varios pisos por encima del mar. Está equipado con helipuerto, dos grúas, tres zodiacs, tres dingis, desalinizador de agua marina y un gran radar redondo. Las entrañas del monstruo albergan gimnasio, lavandería, clósets con equipo de buceo o vestimentas para el ártico, cocina industrial, sala de edición de video, talleres mecánicos, oficinas, sauna, cabina de mando con aparatos repletos de botones, cuartos de maquinas que remiten a una fabrica de robots, 25 camarotes y por lo menos otro tanto de baños y regaderas.
Mi aposento es más bien pequeño: un escritorio, dos escotillas, un lavabo, repisas y una litera con dos camas de dimensiones infantiles que comparto con Jorge, técnico argentino encargado de operar las grúas y el ancla, de pocas palabras y, a sus 63 años, viejo lobo de mar. A juzgar por los varios libros apilados sobre su cama, debe ser el lector más asiduo entre los navegantes; el inventario incluye a Banks, Auster y Steinbeck. Aunque no intercambio demasiadas palabras con el buen Jorge, siento que tenemos una conexión profunda, quizás debido a la literatura que inconscientemente compartimos.
La cotidianidad del barco está dictada por horarios rigurosos: 7:30 desayuno, 8:00 limpieza general, 9:00-12:00 trabajo, 12:30 comida, 13:00-18:00 trabajo, 18:30 cena y de 19:00 en adelante sano esparcimiento. No hace falta mencionar que los productos de limpieza son amigables con el ecosistema y que los ingredientes alimenticios prometen ser 100% orgánicos. Faltaba más, después de todo, se supone que si alguien tiene que poner el ejemplo, esos serían precisamente los militantes ecoguerreros que me rodean. Aunque confieso, que no sin sorpresa, me encuentro con Coca-Cola, productos Nestlé y Walmart a bordo, lo cual sí me parece un tanto contradictorio con su discurso, o mejor dicho bastante, pero bueno, nadie es perfecto y asumo que en algunos de los puertos donde se abastecen de provisiones tampoco es que haya muchas opciones.
Lo más interesante del barco es, sin duda alguna, su tripulación. Personajes, entrañables en su mayoría, plagados de historias sobre expediciones marítimas a los lugares más recónditos del mundo, roces con naufragios y encuentros con piratas. Llevan una existencia trimestral: 3 meses en tierra por 3 embarcados, alternando entre los distintos navíos de la organización, y cubren buena parte de la diversidad humana en lo que a nacionalidades y semblantes refiere. Debido a que es imposible incluir a todos, a continuación esbozo un perfil breve de mis favoritos.
Babu, hindú. 30 décadas cocinando en alta mar, los últimos 10 años para Greenpeace. Señor amigable, de barba crecida y semblante estilo película de Bollywood que cuando no está a bordo regresa al lado de su dos esposas en la India. Afirma que 3 meses en el barco no son nada, apenas un pequeño reto de resistencia pues la cocina es un área que, no importa que suceda, siempre registra actividad. Pero él es un profesional, puede confeccionar pollo al curry, pasta con hongos, ensalada de pescado y las varias guarniciones veganas que componen cada una de las comidas, bajo las más extremas condiciones. Dice que su mejor chili con carne lo preparó durante un huracán y que las bodegas del barco pueden albergar insumos hasta para 1 mes. Debo reconocer que la comida siempre fue excelente.
Tereapin, maorí, 39 años. Lleva casi 2 décadas trabajando para la organización. Gigante imponente de 2m de alto, hombros anchos como un toro, pelo chino largo, tatuajes tribales y fisionomía que remite en general a la de un jugador de rugby. Declara con voz dulce y elegante acento británico que el Esperanza es su hogar, insiste en que los 3 meses de vacaciones que pasa entre campañas en Nueva Zelanda, en compañía de sus cinco hijos y esposa belga, no le traen tanto sabor. Lo suyo es el trabajo arduo, pilotear lanchas sobre aguas picadas y beber cervezas en la noche con los camaradas. En un futuro no muy lejano considera si seguir o no los rituales de su tribu maorí, que involucran tatuarse el rostro por completo cuando se alcanza la mitad de los 40. En parte duda, pues además de cambiar su aspecto drásticamente, volviéndolo francamente inquietante, la cara labrada le podría traer problemas al cruzar fronteras y por consiguiente complicar sus labores en Greenpeace.
Ocke, alemán, 33 años. Casi 1 lustro como contramaestre para Greenpeace, antes de eso innumerables años como voluntario esporádico. De pelo largo rubio, constitución delgada y ojos azules hiperactivos. Nació en el mar. Vive en el mar. Cuando no está en campaña regresa a su velero en Hamburgo, que es literalmente su casa. Su tarea a bordo consiste en supervisar la navegación, cartas, mapas, rutas y estar al tanto de las alarmas climatológicas. En su opinión lo más peligroso que podría pasar a bordo sería un incendio y afirma que este barco no se hunde ni con el peor de los ciclones. Sin embargo, él es de la idea de que Greenpeace debería cambiar pronto a este dinosaurio oceánico, pues se trata de una embarcación vieja, muy poco eficiente y con un impacto sobre el ecosistema notable (que se supone es justo lo que la organización pretende impedir, pero, dadas las discusiones que escucho furtivamente, al parecer la administración no es un hueso fácil de roer y hay opiniones encontradas).
Nicolás, uruguayo, 37 años. Esta es su primera misión con los ecologistas. Moreno de cuerpo generoso, carcajada fácil y discurso articulado que le susurra a los motores palabras amables para que no fallen. Antes de ser mecánico de barcos fue trompetista de música tropical, sin embargo, se vio forzado a abandonar la bohemia para zanjar su carrera sobre el mar. Su entorno es el cuarto de máquinas y asegura que nunca había navegado con tripulación más amena e informal. En sus palabras, “aquí reina la pura buena onda”. Me informa que el generador del barco, aún sin estar en movimiento, consume unos 500l de gasolina al día solamente para mantener la electricidad y el resto de sistemas básicos funcionando. Y luego me ilustra que, en primera instancia, uno viene a un barco a trabajar. Si además es posible llevarse bien con los colegas, como es el caso, pues ya se está de gane. Pero lo principal es que cada hormiga del hormiguero flotante realice sus labores adecuadamente.
No puedo hablar de la organización en general, pero en lo que concierne a mi breve experiencia de primera fuente, diría que en definitiva las personas con las que me tocó convivir, tanto de la tripulación como de la campaña, son accesibles y racionales. Infiero que, como en toda empresa de estas proporciones, habrá distintos tipos de mentalidades y sé que existen discrepancias, algunas profundas, entre la planta laboral y los que dirigen la marca. Se rumora que pronto se avecinan cambios. Esperemos que éstos involucren un trabajo más de cerca con científicos y expertos en los distintos campos, para que la posible influencia que pudiera llegar a tener Greenpeace sobre políticas públicas, esté basada siempre en investigaciones serias y resulte efectiva para la conservación de nuestro ya tan deteriorado planeta.
Fotos por el autor y Carlos Aguilera
Twitter del autor: @cotahiriart