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¿Qué hace únicas a las carpas koi? ¿Cuál puede ser su lugar en el sentido estético japonés nutrido del taoísmo chino? ¿Cuáles son las características de su crianza en estanques? ¿Por qué es artística la injerencia en su reproducción?

Algo de hermosos colores, “nishiki”. En el Japón, esta palabra por sí misma podría usarse para hablar de un “chabana”, un arreglo de flores para la ceremonia contemplativa de la religión del té, la bebida mágica, embriaguez de paz o de nuestra propia virtud. Por otro lado, si se une a la designación para carpa en general, “goi”, dan nombre a unos auténticos peces jardín, “nishikigoi”, un arreglo hecho con ayuda de la crianza humana, pero que responde a la genética tan antigua como la separación de los colores, la luz en la oscuridad y en sí misma como un movimiento ilusoriamente independiente. La contracción de nishikigoi nos da otra palabra mucho más sencilla, “koi”, el conjunto de carpas domésticas con el nombre taxonómico “cyprinus carpio koi”, famosas por sus manchas espectaculares, una exhibición de tonalidades de piedras y hojas, decoración y accidente como hay distintas formas de reír o de estornudar. Combinaciones de colores más o menos brillantes, desde el anaranjado atardecer al rojo sangre, el dorado otoño y el plateado metálico, el negro azabache, los amarillos limón o canario primaverales, y distintos grados de azul como el mar y los zafiros, generalmente sobre un blanco invierno, aunque también hay ejemplares monocromos, una suerte de contundencia material. Peces como rocas en su sitio, peces como un lugar en movimiento.

Las carpas koi son un símbolo japonés de la perseverancia frente a la adversidad. En estado salvaje, buscan un lugar seguro para poner sus huevos, remontando cascadas y saltos de agua hasta el nacimiento de un río. Sin mayor contradicción, también pueden comportarse con la misma actitud dócil de un perro, siendo lo más parecido a una mascota de compañía dentro del mundo de los peces, dispuestas a comer de buena gana de la mano de las personas. Aunque pueden criarse en un acuario durante su juventud, como adultos necesitan comportarse como fauna de un estanque natural, aunque tampoco es una contradicción que este sea construido junto a templos y casas humanas. Son capaces de crecer un par de centímetros al año, siendo poco remilgosas en su alimentación, más vegetariana que carnívora como los bozos budistas. Su dieta puede basarse en los insectos y las algas que tapizan el suelo sumergido y al aire libre, aunque llegan a habituarse a pedir alegremente piensos en forma de escamas o de palitos deshidratados, algo que mejora su buena crianza, siempre que no sea excesivo para no enturbiar el agua. No se debe ceder sin mayor atención a sus reclamos durante los días veraniegos cuando tienen más apetito, porque el equilibrio aplicado a estas carpas debe ser el mismo de la jardinería, no regar demasiado ni muy poco. Una interesante manera de ser que liga los sentidos del gusto y del tacto, la comida y el cuerpo, usando los bigotes a cada lado de sus bocas como órganos táctiles que localizan alimento.

Son piedras que nos hacen ver que la física incluye al carácter o que la psique también se nutre del ambiente. Son animales que pueden resistir sin problema las temperaturas más bajas que llegan a congelar la superficie del agua. Pero esto las regresa más atrás en la evolución hacia los entes inanimados, reduciendo su movilidad y respiración para mantener sus constantes vivas. En cambio, si la temperatura es alta y con poco oxígeno, o si disputan un mismo espacio demasiados ejemplares, pueden viajar al infierno de la rabia humana, volviéndose más agresivas y menos sociables. Son un equilibrio que encuentra su mejor coreografía expresiva en un hábitat templado de entre 17 a 24 grados Celsius, intensificándose sus manchas y longevidad, alcanzando medidas de entre 80 o 90 centímetros de largo.

En los criaderos japoneses de mayor prestigio, las carpas koi alcanzan cotizaciones asombrosas por encima de los 100.000 dólares, según la rareza de los mejores ejemplares, casi como pinturas de Jackson Pollock o Wu Guanzhong. Sin intervención humana, son buenas para reproducirse desde el momento en que alcanzan los 25 centímetros, y distinguir sus sexos es tan simple como saber que las hembras son más pequeñas y redondeadas en la zona del vientre, mientras los machos adquieren tonos más brillantes y una actitud lujuriosa y pendenciera. Los aficionados buscan asistir a estos peces para que se crucen de maneras improbables y se produzca una innovación cromática, algo intencional o controlado, pero que, como todo arte, no prevé con exactitud el sentido accidental del resultado, del mismo modo en que los tazones para el té o “chawan” dependen de causas recíprocamente incomprendidas como las manos del artesano y las grietas hacedoras del fuego. Esto es “wabi-sabi”, la estética que no tiene complejos entre libertad y forma dada, culpa o autoengrandecimiento moral.

Las carpas koi son jardinería, son domesticación, son lucro, son ceremonia, son arquitectura, son biología, son religión, son intercambio cultural en Asia, y también ninguna de estas cosas ante la soberanía de la fauna y el origen impensado de la vida. También son haiku, es decir, desmesurada simpleza, pequeñez sin reducción o un poema de Jennifer Wong:

 

Among heart-shaped leaves

the white fish gleams, red tail.

Soft lotuses sleep.

 

Entre hojas en forma de corazón

el pescado blanco brilla, cola roja.

Los lotos suaves duermen.

 

Imagen de portada: Carpas koi, Quora.