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Damos una vuelta a los diferentes vehículos sutiles para realizar el viaje de regreso al Uno

ezekielmerkaba

 

Gracias a la virtud llegará a la inteligencia y a la sabiduría y gracias a la sabiduría llegará hasta lo Uno. Esta es la vida de los dioses y de los hombres benditos y divinos: la liberación de la extrañeza que nos envuelve aquí, vida que no se complace en los placeres terrenales y emprende el vuelo del solo al Solo.

Plotino

 

 

En el episodio pasado de Cadena Áurea de Filosofía, analizamos el texto central del hermetismo, el Divino Poimandres. En este texto se revela un esquema para el reascenso del alma hacia las esferas superiores, "más allá de la Puerta de Saturno", hacia su reintegración con la divinidad, de la cual es una extensión, una especie de emanación que padece de amnesia.

Siguiendo con este misterioso y fascinante tema, exploramos aquí otra faceta de esta "receta" soteriológica, un sistema esotérico de conocimiento de los cuerpos sutiles y de la misma divinidad que se revela en esos cuerpos, que creemos puede encontrarse bajo los mismos principios esenciales en la mayoría de las tradiciones místicas. En suma, se trata de la purificación o de la separación del alma del cuerpo o de aquellos elementos impuros para, a partir de esta separación de la cual emerge revitalizada, lúcida, sin el peso de lo innecesario y sin la torpeza y el ofuscamiento de la materia más densa, poder construirse un nuevo vehículo radiante o recobrar sus alas a través de la filosofía o de la gnosis, el carro alado con el que alcanza a ver la realidad por sobre la concupiscencia y los deseos más bajos, el cual es exaltado por Platón en el Fedro y que aparece en el neoplatonismo de Jámblico (pneuma ochema) o en el misticismo sufí; un mismo carro flamante aparece en el misticismo de las religiones abrahámicas, en la visión apocalíptica de San Juan, en la misteriosa creatura alada que eleva a Mahoma a la Meca y en la teofanía de Ezequiel;  se trata, por supuesto, del Merkabah, el carro victorioso de los cabalistas. De este vehículo alegórico nos dice Manly Hall que "llevaba a los profetas, más allá de la muerte, a la visión Del Más Alto".

La siguiente cita de Ananda K. Coomaraswamy nos sirve para hacer una síntesis de esta idea de reintegración:

Ciertamente, todo esto es lo que el Maestro Eckhart (en quien persiste la tradición neoplatónica) debe querer dar a entender cuando dice: "Algo está suspendido de la esencia divina; su progresión (es decir, su vehículo) es la materia, en la que el alma se inviste de formas nuevas y se desviste de las viejas… la que se desviste, a ella muere; y la que se viste, en ella vive" (ed. Evans I.379), lo cual es casi idéntico a LA Bhagavad Gītā II.22: "Como un hombre que deshecha sus vestiduras gastadas, y toma otras nuevas, así el Morador del cuerpo (dehin = śarīra ātman), desechando sus cuerpos gastados, entra en otros nuevos", cf. Bṛhadāraṇyaka Upaniṣad IV.4.4. "Justamente así este Espíritu, abatiendo el cuerpo y desechando su nesciencia, hace para sí mismo otro nuevo y de forma más hermosa".

Coomaraswamy es uno de los grandes defensores de la idea de una filosofía perenne que abarca todas las tradiciones, a veces de manera secreta o simplemente velada por el poco entendimiento de los principios esotéricos de las religiones. Añade otra cita que completa esta idea: "Hasta que el alma no conoce todo lo que ha de conocerse, no cruza al bien desconocido" (Maestro Eckhart, ed. Evans I.385). Tenemos aquí repitiéndose el esquema del Poimandres en el que los atributos  que otorgan al hombre los planetas o los arcontes, que de alguna manera constituyen todo el abanico de la diversidad o de las diferentes expresiones que el Uno puede tomar (como los colores del arcoíris,) deben ser abrazados y conocidos para luego ser desechados. Se debe experimentar y agotar todo lo que es humano y propio de este mundo. De la misma manera el príncipe Siddartha decidió dejar su palacio para conocer las vicisitudes de la existencia, experimentando el sufrimiento para luego renunciar a él, habiendo transformado la pasión en compasión, habiendo descubierto la ilusión de la separación, entregándose así, con la única motivación que existe --el deseo de anular el deseo-- a liberar a todos los seres vivos.

Coinciden las tradiciones --el solve et coagula de los alquimistas, la purificación del alma que consigna Sócrates-- en que uno debe despojarse de todo lo inesencial, todo aquello que se ha apilado en el descenso a la materia para poder experimentar este estado terrenal. Esto inesencial, esta vestidura que hemos tomado, más que un ropaje o que el mismo cuerpo físico es un hábito de percepción: percibir las cosas como distintas a nosotros, no alcanzar a ver la raíz de nuestro ser, lo que impide el fulgor de la desnudez. Es una vestimenta (una barrera) puesto que nos impide ese contacto de identidad desnuda con lo que vemos. (Podemos decir que lo espiritual es aquello que queda cuando se quita todo lo que no es esencial, de la misma manera que la realidad es lo que queda cuando se quitan todas las creencias y proyecciones, parafraseando a Philip K. Dick). Si algo queda claro después de leer algunos de los textos centrales de la cábala, es que lo que llamamos "mal" no es más que un grado inferior de unidad y de integración, una menor capacidad de percibir la inmanencia divina. Los famosos qlifots, que algunos equiparan con el aspecto maligno del universo, no son más que recipientes de luz divina (Ain Sof) que han sido oscurecidos u obstruidos por nuestra percepción. 

Lo que el misticismo nos pide, lo que implica esa separación del alma del cuerpo, es desechar lo particular para abrazar lo universal, abriendo el proceso de reintegración con el Todo. Para portar el radiante traje nupcial con el que el alma va al encuentro de su amado, el ser debe dejarse a un lado, dejar su personalidad, su ego, todas las construcciones y complejos psicológicos que ha construido al afirmar su individualidad, para distinguirse y sostener su existencia como un ser único. "Sólo en la medida en que nosotros identificamos erróneamente lo que "somos" con estas vestiduras accidentales de la personalidad trascendente, a saber, las meras propiedades de la existencia humana terrestre, puede decirse que nosotros nos reincorporamos en hombres o animales", dice Coomaraswamy. Es decir, sólo somos hombres en este mundo en la medida en que nos identificamos con este traje humano y sus circunstancias, una vez que dejamos de reproducir en nuestra mente esta identidad con nuestra percepción que separa al mundo de su sí mismo, emerge en su desnudez radiante el espíritu, el atman que es una danza de todos los seres en uno.  Escribe Roberto Calasso (Ardor, citas del Satapatha Brahmana):

¿Qué ocurre después de la muerte? Silencio, uniformidad de los elementos. Luego una voz se escucha: "Ven, aquí estoy, soy tu atman". Es el ser divino, daiva atma, el que habla, es aquello que ha sido construido durante mucho tiempo, laboriosamente, pedazo a pedazo, a través de los actos de sacrificio. Es otro cuerpo que estaba esperando en el otro mundo --y mientras tanto estaba tomando forma, porque "cualquier oblación que es sacrificada aquí, se convierte en el atman en el siguiente mundo".

 

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La visión de Blake del carro flamante de Ezequiel recuerda a otro carro alado a través del cual se manifiesta la conciencia suprema, el de Krishna en el "Bhagavad Gita"

Algunas tradiciones se esmeran en describir los diferentes cuerpos sutiles --las naves del alma-- y sus diferentes propiedades o facultades, las cuales generalmente son diferentes grados de percepción divina, así como los diferentes cielos. La tradición islámica es especialmente rica en las descripciones de los cielos con ciudades de esmeralda, zafiro, rubíes, ángeles, huríes y demás criaturas celestiales que suministran goces y alabanzas infinitas. Todo esto, sin embargo debe entenderse simbólicamente (por eso la nave es sutil, es una nave que se construye con los órganos de percepción). Al final, la mayoría de las tradiciones coinciden en que todos estos paraísos, todas estas delicias, son solamente acercamientos cada vez más luminosos, cada vez más llenos de verdad y belleza, a la reidentificación con la totalidad de la existencia. Todos estos jardines, estas ciudades y estas huestes de ángeles que componen la iconografía del cielo, yacen dentro del alma humana. Al final el único cuerpo que queda es el cuerpo del universo, la unidad de la totalidad y toda la realidad se descubre como paraíso. Paracelso hablaba del universo, con todas sus estrellas en el espacio que eran las mismas que las flores en los campos de la Tierra, como el cuerpo de Dios; en el budismo se habla del dharmakaya, el cuerpo de la ley, el cuerpo absoluto que es todas las cosas en su perpetuo devenir. 

Pensar en estas sutilezas es una forma de voluptuosidad metafísica, puesto que, ¿quién de nosotros realmente se conoce a sí mismo lo suficiente para enlistar toda una jerarquía celestial en su interior, o para negar categóricamente la inmortalidad de su propio ser? Sin embargo, desde nuestro estado intermedio, entre el cielo y la tierra, siguiendo a aquellos aventureros místicos, que han trabajado su percepción --construyendo, como si lo fuere, ese barco de ultramundo a través del yoga de su mente-- podemos intuir que hay algo de verdad en esto. Al menos podemos ver la demarcación de los diferentes cuerpos sutiles y sus movimientos como una cartografía estética y moral de nuestra existencia, como una motivación para nuestros actos  y una legislación para nuestra conducta. Quizás algún día podamos entender la evolución desde una perspectiva no solamente material, sino también moral y espiritual. De la misma manera que nuestro cuerpo material es la consecuencia de todo lo que hemos vivido antes, como individuos y como especie, tal vez también tengamos cuerpos espirituales que sean el agregado o los resultados de una historia psíquica, de la vida de nuestra conciencia. Y cada acto y cada pensamiento nos hace alejarnos o acercarnos a ese telos invisible, a ese imán que nos magnetiza desde dentro de nosotros mismos hacia el centro del universo. Como notó Manly P. Hall:

El hombre eleva o hace descender su vida psíquica conforme a la calidad de su conducta. Cuando se une con su aspecto material desciende y cuando se une con su médula espiritual asciende. Cada momento algo en el hombre desciende o asciende. En los momentos de egoísmo algo desciende y en los momentos de altruismo algo asciende; en los momentos de odio algo desciende y en los momentos de amor algo asciende hacia la verdad o el principio. Todos los valores verdaderos resultan en el ascenso hacia el siguiente estado espiritual del alma. Todas las infirmezas la hacen que se incline hacia abajo.

Quizás la moralidad sea la forma en la que el universo nos revela que no somos individuos, que la razón de nuestra existencia es abandonarnos y entregarnos a los demás. Un altruismo que es un ensayo --antes de la gnosis-- para experimentar en carne propia la interdependencia de todos los seres y de todos los fenómenos en una sola conciencia. Cada vez que me olvido de mí mismo me acuerdo de Todo.

 

Twitter del autor: @alepholo

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