El odio a la música o la obediencia involuntaria al imperio de los sonidos
Arte
Por: Rober Díaz - 07/27/2015
Por: Rober Díaz - 07/27/2015
Fue Friedrich Nietzsche quien afirmó que la vida sin música sería un error. No es de extrañarnos, el camino que Nietzsche eligió para explorar los primeros problemas filosóficos a los que se enfrentó se dieron gracias a la búsqueda que inició en el campo de la música griega de la mano del compositor Richard Wagner. La frase ahora inmortal es poco atacada pues, ¿quién en su sano juicio puede acusar a la melodía de ser la causante de algún tipo de mal en este mundo? ¿Quién ha puesto en entredicho el imperio de los sonidos?
Súbitamente podríamos decir que existen pocas discrepancias sobre el tema, la música es un bien a la humanidad y punto. Coppola puso en su Apocalipsis Now una escena en la que la destrucción y la masacre en la guerra de Vietnam era acompañada de La batalla de las Valkirias de Wagner que sonaba en los altoparlantes que los helicópteros americanos llevaban al momento de atacar las comunidades vietnamitas haciendo una clara alusión a los campos de extermino nazi, en los que se eliminó a millones de judíos con obras de Wagner, Strauss, Schumann, Mozart, Chopin, entre otros, como soundtrack de fondo.
Pascal Quignard (quien es considerado por el crítico literario Rafael Conte como el mejor escritor francés vivo) pone el dedo en la yaga nuevamente en un libro, El odio a la música. Podemos decir también que el odio de Quignard tampoco es gratuito pues nació en el seno de una familia de músicos y literatos, fue anoréxico y autista, además estudió violonchelo, piano, órgano y violín alto; también organizó uno de los festivales culturales más importantes en Francia (el Festival de Ópera y Teatro de Versalles, del cual fue director) de la mano del en ese entonces presidente de Francia, François Miterrand, para luego pasar a ser escritor en el comité de lectura de la prestigiosa editorial Gallimard.
La historia de Pascal Quignard en ese sentido lo emparenta con la búsqueda que inició Nietzsche, pues este último también participó en un proyecto cultural; el proyecto wagneriano de renovación de la ópera que tendría su culminación en Bayreuth, en donde la ópera integraría al teatro, la pintura y la poesía buscando una obra de arte total dedicada a evocar los principios de la antigüedad. Comenzaba la guerra francoprusiana y al igual que Wagner, el filósofo veía en Francia al principal opositor al sentido del ser nacional alemán. Ese ser nacional alemán era buscado por Nietzsche y Wagner en la antigüedad griega pues ahí, música y letra formaban una unidad: “la música de los griegos está mucho más próxima a nuestros sentimientos que a la Edad Media”, con la diferencia de que “el griego genuino sentía en ella algo ajeno a su patria, algo importado o del extranjero asiático”.
Nietzsche amaba la música, sabía tocar el piano y de hecho tiene varias piezas compuestas para este instrumento. Quignard por su parte también fue músico y lo que logra en este libro además de expresar esta inconformidad con su propio origen musical en el mundo es desplegar (lo que pueden parecer aforismos, que pueden parecer microcuentos, que se pueden parecer a pequeños relatos híbridos históricos, que se pueden parecer inclusive a una novela –género que, por cierto, odia–) una novedosa aritmética literaria que persigue ya en sus anteriores escritos: el fragmento como unidad, el ensayo que es absuelto de la lógica que supondría un argumento pues halla su comprobación, más que en el razonamiento, en exaltaciones cuasi poéticas que a modo y debido a que eruditamente parecen ser lanzadas a cualquier sitio, caen en lugares precisos donde sirven para comprobar simplemente las premisas que el autor desea.
Nietzsche, junto a Wagner, concluyó que la música de su época estaba condenada al aislamiento devenido de la tradición de la Edad Media, en donde se disfrutaba separadamente de música y voz. En Grecia, en cambio, la música era esencialmente vocal. Friedrich participaría en el movimiento de Wagner con los escritos: El drama musical griego, Sócrates y la tragedia y La Visión dionisíaca del mundo, todos ellos previos a El nacimiento de la tragedia, primer libro del filósofo. A partir de la publicación de los escritos antes mencionados, Nietzsche se convertiría en un autor polémico en los medios académicos gracias a la visión que manifiesta del mundo griego, y por su simpatía con Wagner.
Pascal Quignard ha publicado más de 50 libros en solitario y es considerado algo cercano a un misántropo, sus libros rondan el tono altermodernista y fragmentario propuesto por su contemporáneo Sebald y evocan la erudición cosmopolita de Calasso; también, de muchas formas, la tradición ensayística que persigue lo acerca a su coetáneo Pierre Michon. Quignard afirmaría en este libro de fragmentos/ensayos:
La frase “el odio a la música” quiere expresar hasta qué punto la música puede volverse odiosa para alguien que la amó por sobre todas las cosas.
Nietzsche descubriría en el coro helénico una piedra angular de su filosofía: el coro representaba un lugar unido a la danza, el concepto cambió en el momento en el que éste se unió al canto que se dirigía a la divinidad. Danza y canto, lo pagano y lo divino evocando un sentimiento musical que habita luego una idea poética sin una aparente dirección: a esta sensación responde lo dionisíaco que conduce hacia el olvido de sí mismo: el viejo Zaratustra bailando frente el abismo colmado de éxtasis, no por el vértigo que puede causar la altura y cercanía del precipicio sino por el arrobamiento que lo hace olvidarse de todo, al no poder lanzarse.
Friedrich Nietzsche comenzaría una larga carrera de escritos cuyos temas serían, entre otros, la decadencia de la cultura occidental; para poder vislumbrar cuál era el origen de esta decadencia, formularía un aforismo que aparentemente encripta buena parte de su filosofía: “Dionisio contra el Crucificado”.
Pascal Quignard formularía el propio: “La música hace mal”. Porque la relaciona con la oscuridad, argumentando que el crepúsculo es un momento de quietud en que el silencio hace que nos estremezcamos, en que pájaros y sabandijas se quedan callados antes de que llegue la noche. La noche que trae consigo nuevas y formidables trampas, destinadas a hacernos caer en el alboroto que provocará, luego de esta pausa, el sonido. El momento de la trampa, la trampa que teje el bullicio; la muerte. El momento en que Ulises se deja amarrar para escuchar el canto de las sirenas, también es el momento de la resistencia más atroz: ante su enigmático canto y también frente a la muerte que muestra su canto, que lo invita a fracasar en su aventura, cuando el sonido es total e inevitable pues “no hay parpados que te impidan dejar de oír”. Es también el momento en el que la abdicación de Pedro se ve completa: “antes de que cante el gallo tres veces habrás negado mi nombre”, le dijo Cristo a la piedra de su iglesia y así fue, fue el sonido y su rítmica enceguecedora lo que lo hizo trastabillar y encorvarse, tener miedo y comprender su felonía antes de que llegara el alba.
“La música es un hechizo, (Carmen), ella embruja, pero también pervierte y absorbe completamente a sus auditores, <¡Cave musicam!> –¡Cuidado con la música!”–, escribió Nietzsche en El nacimiento de la tragedia.
Sin embargo la relación de estos grandes personajes estaba destinada al fracaso, Wagner encontró el destino de sus ideales en la comedia ática, Nietzsche en cambio los encontraría en la tragedia, entendiendo la tragedia como una manera de aceptar el destino trágico del mundo sin inmovilizarlo, sino como parte de una experiencia vital del ser humano que lo llevaría a conocerse a sí mismo, aceptando su propia vitalidad y no evitando el sufrimiento. La pregunta que se hizo el filósofo a la postre no fue por qué se unió al músico sino por qué paso tanto tiempo al lado de él, si su música significaba ese vacío y decadencia de la cultura alemana emparentada con el idealismo pregonado por Fichte, Schopenhauer, Kant, Hegel, y él a su vez había encontrado una nueva interpretación del sentido dionisíaco, del éxtasis y la locura azarosa que lo llevarían a desarrollar su teoría sobre la voluntad de poder como forma de libertad, de dejar al individuo fuera de la culpa, una culpa que por el peso del judeocristianismo, Europa cargaba como un viejo fardo pesado.
Quignard sentencia que: “La corte del tribunal de Núremberg debió haber exigido que se golpeara en efigie la figura de Richard Wagner una vez al año en todas la calles de las ciudades alemanas”. Muchos de los músicos a los que se les obligó a tocar en esos campos de concentración decidieron de manera categórica no volver a tocar. Y puede ser que no haya sido culpa de la música en sí y eso, ni qué dudarlo, fue por otro lado el uso propagandístico que se le dio y, sin embargo, ¿acaso no en la actualidad los modelos de las grandes campañas publicitarias usan cualquier melodía para transformarla en una imagen que se relaciona con su producto?
“La música es un poder y por eso se asocia con cualquier poder”, diría Quignard, y agregaría: “La música es irresistible para el alma, por eso el alma sufre irresistiblemente”.
Nietzsche terminó cerca de la Piazza Carlo Alberto en Turín y los Alpes italianos abrazando a un caballo que iba a ser golpeado por un chofer, conmovido; el baile que comenzó Zaratustra había terminado para hundirse en el silencio de la demencia. Sus palabras tergiversadas, desviadas de su rítmica original, sirvieron como un holograma que capturó a una nación y la llevó a una guerra total contra el mundo y contra sí misma. Tal vez a eso se refiera Quignard, nuestro silencio ha sido definitivamente removido. No tenemos la libertad de ya no querer escuchar. Los medios, las formas de reproducir las melodías y los cauces por donde desfilan los mensajes sublimados de empresas, tiranos y sistemas de opresión deambulan en un campo sonoro al que no nos negamos, pues la música se convierte en nuestra fuga y a la vez en nuestra desviación; el odio a la música posiblemente se manifieste en cuanto hemos dejado de escuchar con quietud nuestro propio silencio:
Isthar tomó una arpa y se acodó de una roca frente al mar. Del mar vino una gran ola que se detuvo y le dijo:
–¿Para quién cantas? El hombre es sordo.
Twitter del autor: @betistofeles