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La ayahuasca o yagé (Banisteriopsis caapi) es un poderoso compuesto vegetal que, utilizado en un contexto ritual, permite reorganizar nuestra relación con el lenguaje, con el mundo y con nuestro propio yo

 

Imagen: fundacioncinma.org

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Algo ha cambiado. Y aunque mi búsqueda ya se venía gestando desde tiempo atrás, la ayahuasca fue un rotundo catalizador, apremiante como lo es cualquier episodio psicótico o experiencia religiosa: tras la suspensión del mundo, uno no puede sino volver a él con extrañeza.

La primera vez que fui a una ceremonia de yagé —como le llamaré de ahora en adelante en respeto a la tradición del taita que me la dio— no tuvo ningún efecto visible en mí. Me decepcioné porque llevaba días leyendo sobre el poder de la planta, sobre cómo estimulaba los recuerdos emocionales tempranos y permitía deshacer nudos significativos traumáticos. Pero el organizador, quien había traído al taita desde la comunidad indígena Cofán del bajo Putumayo en Colombia, insistió en que la sanación era un proceso y decidí darle una segunda oportunidad.

Pocos sabíamos realmente qué hacíamos ahí. Se podía ver nuestra vacilación; situados entre lo religioso y lo profano, entre una droga alucinógena más y una planta medicinal, medio de los dioses, a la que el taita le rezaba ataviado con el atuendo de su comunidad y lleno de amuletos.

“¿Vas a desobedecer a la realidad?”, le pregunté muy seriamente a un mueble y supe que mi viaje había comenzado. Encontré sus efectos vagamente parecidos a los del ácido lisérgico: las paredes mostrando otra cara de sí mismas, las luces y las sombras participando de una distorsión sutil pero contundente.

Pausa. De pronto todo se serenó. Ya no era algo ajeno a mí que se me presentara a manera de espectáculo, era más bien una sensación, una memoria de antaño, algo que nunca en mi vida adulta había experimentado: recordé lo que se sentían las palabras cuando tenía 6 años. Empecé a repetirlas en voz baja: “lunes, lunes…, lluvia, lluvia…”. Eran hermosas.

Cuando uno aprende las palabras no son palabras todavía, no están compuestas por letras y no es hasta que aprendemos a atraparlas en el papel que adquieren principio y final. Cuando uno aprende las palabras están compuestas por emociones y hay cierta sinestesia en la forma en la que las aprehendemos: las asociamos a un lugar o a un color, les damos volumen, profundidad, las imaginamos redondas o planas.

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Imagen: blogs.afp.com

 

Nacer al nombre propio    

“Mamá, mamá…, sal, sal…”. El lenguaje volvía a tener una textura que había perdido, la textura que tenía el mundo (mi mundo) cuando empecé a configurarlo. Al fondo, alguien mencionó mi nombre. Mariana (“Mariana, Mariana…”). Me llamo Mariana. Más precisamente me llaman Mariana. No me di cuenta que estaba llorando hasta que sentí las mejillas empapadas.

Recordé cuando mis padres me pusieron mi nombre (decir recordar es una licencia poética porque el recuerdo no es mío, ¿aunque existe algún recuerdo que sí lo sea?). Tenían 30 años y estaban enamorados. Seleccionaban cautelosamente mi nombre y con él me insertaban en el mundo, me otorgaban una identidad que no me pertenecería sino hasta mucho tiempo después. Mi madre embarazada se acariciaba el vientre y susurraba “Mariana”, y cuando ya estaba en sus brazos me nombraba aunque no hubiera nadie en la habitación y aunque yo no fuera más que un venero de berridos.

“Mariana, Mariana…”. Las lágrimas seguían saliendo. Me parecía brutal pensar que, aún hoy en día, cada vez que alguien decía mi nombre yo volteaba, estableciendo así un continuum entre esa bebé y yo. Soportar mi nombre era soportar el amor de mis padres.

Al fondo, el taita tocaba la armónica y con su música fui reincorporándome lentamente a la realidad, aliviada frente a la idea de que hubiera un ritmo más antiguo que yo, un ritmo milenario que operaba al margen de mí y sin mi ayuda. Coincidió que era hora de la última toma (se pueden hacer hasta tres durante la noche, depende de cómo te vayas sintiendo) y yo no dudé en acercarme: quería que el yagé me siguiera hablando.

Igual que como ocurre con el peyote, es casi un hecho que en algún punto, cuando consumes ayahuasca, vas a vomitar. “Purgar”, le llaman, término más preciso porque más allá de la sustancia, purgas todo aquello que pertenece al orden de lo simbólico: el sufrimiento, la culpa.

En esa ocasión me acosté convencida de que me sentía bien. Pensé que ya ni siquiera me iba a hacer efecto y podría dormir un par de horas, antes de que diera el amanecer. Ingenuo error de cálculo. De repente no solo purgué sino que lo hice encima de mi mochila. Mi propio vómito me parecía un desbordamiento inaudito, me angustiaba saberme demasiado fuera de mí como para hacerme cargo, no quería despertar a la chica que dormía a mi lado, temía hacer ruido, sentía vergüenza y entre más intentaba aminorar el daño, más grande se volvía: gemí de angustia y a pedir perdón con voz de pesadilla, seca y grave.

Recordé que me habían dicho que si no estaba bien podía pedirle al taita que me bajara del viaje. Como pude, lo llamé. Él empezó a bailar y a cantar a mi alrededor, me sopló, me escupió yagé. Si bien, objetivamente hablando, era algo similar a una limpia, desde donde estaba tuve la certeza de que lo que me estaba haciendo era un exorcismo y, cual exorcizada, me crispaba en el piso, arqueaba la espalda, me resistía.

 

Abrazar la vulnerabilidad

Tenía 6 años otra vez. Desde muy pequeña había decidido que yo no necesitaba ayuda, que no podía pedirla, que necesitaba hacerme cargo sola, y ahora estaba ahí, completamente vulnerable, experimentando esa angustia antiquísima frente a la indefensión. Algo pasaba a mi alrededor y yo, completamente desdibujada, no podía intervenir. Tenía miedo de orinarme ahí pero sobre todo de llamar la atención, de tener que irrumpir el orden del otro, alterar su sueño y derrumbarme ante sus ojos, deplorable, imprudente y quebrantada.

Pero en una parte de mí, yo seguía siendo yo. Pude, por un momento, desdoblarme en dos: la niña y la adulta. Y al ver a la adulta desde afuera pude ver que era una mujer generosa. Que ella en su día a día acompañaba a los demás en su dolor: perdonaba, procuraba, cuidaba, entendía. Y si ella podía hacer eso con los otros también podía hacerlo con la niña. La niña podía recibir los dones que la adulta —que era ella misma— daba. El perdón que pedía a gritos podía dármelo ella porque yo, igual que el resto, también podía estar del otro lado.

El taita me puso la mano en la frente y yo saqué una exhalación que venía desde lo más profundo de mi pecho. Si hubiera sido una caricatura japonesa, me habría salido en este instante una nube negra de la boca. Me rendí y aflojé el cuerpo.

Fue como si me quitaran un tumor del pecho. Como si un miembro fantasma que me doliera desde siempre hubiera abierto la mano, enseñándome que el dolor que había dado por sentado no me pertenecía. Después de haber reproducido mi propia pesadilla la había sobrevivido y ahora era una mujer con una pesadilla menos. Pasé varias semanas sin salir del asombro: era posible vivir de otra manera. Me sentía ligera. El mundo había retomado su tamaño y yo me sentía por primera vez lista para ser amada, porque solo quien se atreve a mostrarse débil frente al otro puede recibir su generosidad.

 

Twitter de la autora: @nereisima