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Asistir con desasosiego a la enésima evidencia de las oportunidades que la escuela se pierde porque no escucha, no ve y ya casi ni siente. Eso es trabajar con una escuela hoy día
M. C. Escher, "Ascending and descending" (1960)

M. C. Escher, "Ascending and descending" (1960)

Nos encontramos a las 7:00. En realidad, yo llegué tarde, 7:15, pero el encuentro era a las 7:00. La recepcionista me avisó que ella había estado esperándome en la recepción, pero que se había ido hacía un minuto. Estaría muy ocupada; mucho más ocupada que yo, por supuesto. Siempre están ocupadas.

Me recibió bien. Atravesamos el patio y nos sentamos los dos, frente a frente, en una salita de reuniones. Todo bien austero; todo muy escolar. Ni una nota fuera de registro; ni un color que espabilara mi atención mañanera. Paredes de divisores color crema; puerta blanca. Otro hospital más; algo de aquellas cárceles. La enésima escuela que visito.

Una mesa sobria, siempre fácil de limpiar; seis sillas simples. Un termo de café; agua (quise tomar un vaso, pero el tanque estaba vacío) y unos ocho vasos limpios. Un ruido ambiente aceptable. Y empezamos.

Yo iba con la ilusión de encontrar una persona algo desplazada del fuerte estereotipo de Coordinador de inglés de escuela brasilera. Estaba recién contratada y me habían hablado bien de ella. Digo así porque era el caso de inglés, pero las escuelas también tienen fuertes estereotipos de Coordinadores de primaria, de secundaria, de tecnología TI y TE; fuertes estereotipos de maestros y profesores, de exactas y de humanas y de cada materia en particular; más fuertes aún de secretarias y de directores o directoras. Pero el caso es que mi reunión era con la nueva Coordinadora de inglés de la escuela.

Y empezamos –como les decía. Dejó que yo iniciara porque ella no sabe cómo hacerlo. Carecen de ese oficio. Se sienta y te mira a ver qué. Me escuchó 2 o 3 minutos, tal vez hasta 5, y ya trató de meter su baza. Su primera obviedad ya había aparecido sobre los 3 minutos de reunión. Mal síntoma –me dije. La dejé hablar y retomé. La secuencia se repitió, a los 2 minutos y de nuevo al minuto y así fue… Yo trataba de hablar de algo y ella, cada vez con más tesón, me devolvía a la nada. Enunciaba hueco. A los 10 minutos ya hablaba más ella que yo. De nada, claro; de obviedades de las obviedades. Yo trataba de proponerle que pensáramos un poco…

Sus intervenciones iban de la anécdota menor a la autoadulación, pasando siempre por la necesaria justificación. Ella ya lo había hecho todo; ella ya había tenido éxito y fracasado con todo y por todo; tenía un gran ida y vuelta. Ella sabía todo, y más; ella era sumamente creativa –si se la dejaba; ella adoraba a los alumnos y trabajaba muchísimo, hasta altas horas de la noche. Ella tiene unos 60 años. Ella es súper tecnológica; ella es CLIL; ella tiene resultados extraordinarios; ella está feliz con el desafío en la nueva escuela (ella ya trabajó en 14 escuelas). Ella es más de lo mismo y apenas más que nada. Ella –como siempre-- se cree excepcional. Es la enésima vez que me reúno con una maestra o maestro como ella y ella hace como si fuera única, como todas las anteriores.

Ella me agota rápido. No me dejó siquiera ilusionarme con su silencio.

Nos interrumpieron dos veces solicitando una firma urgente de la Coordinación. Ella acata, orgullosa de su repentina imprescindibilidad y de su ajetreada agenda, de alto contraste con la mía, que no fui solicitado por nadie ni siquiera por teléfono en 45 minutos. Ella me aburre hasta lo indecible. Ella no percibe que no me interesa.

Traté de proponerle que pensáramos; traté de que me dejara construir un marco crítico y reflexivo acerca del trabajo que hacen las escuelas brasileras con el inglés –que es muy malo en general-- para poder darle fuerza constructiva y propositiva a nuestra conversación. Necesitaba unos 15 minutos que no me dio y sobre todo una disposición de espíritu que no tiene.

Ella es nueva en la escuela y enfrenta por primera vez en su vida la tarea de coordinación. Me pareció que podría valorar mi visita y mi posible propuesta. Pero no. Habló y habló de todo lo que sabe y hace. Rápido y sin respirar. Me tapó la boca. Se defendió de ningún ataque. No aceptó ninguna de las ocho o 10 entradas que quise hacer a algún núcleo de discusión que valiera la pena. Evitó todos. Como lo hacen siempre, llevándolo a la superficie que conocen y saturan en 2 minutos.

Abrí el problema de la metodología y ella enseguida era todo: CLIL, “total immersion” y jamás de los jamases había cometido alguno de los errores que comenten prácticamente todas las escuelas brasileras a propósito de la enseñanza del inglés. (Errores estructurales). Ni me escuchó –quiero decir. Intenté proponerle ver qué podía darnos la tecnología de ahora en más, pero me encontré también con que ella trabaja con toda la tecnología hace varios años; con todo: YouTube, Facebook, miles de miles de webs, Google, Wikis y demás y en todos los dispositivos y tanto en los laboratorios como en el aula y en los hogares. No hubo ni espacio para gesticular. Ella transitó ya la tecnología también.

Le pregunté por sus expectativas y por el contexto político general de la escuela para con el inglés –cosa nada fácil en la escuela brasilera--, y me dijo que todo iba de maravillas. Al rato, a cuento de otra cosa, me dijo que casi no había tenido tiempo de trabajo con la Directora de la escuela en los 2 meses que llevaba incorporada, pero no le pareció un dato importante para profundizar, cuando yo traté de problematizarla con eso. Ni se dio cuenta de que ya tiene el fracaso garantizado. Cambiará de escuela una vez más, a la numero 15 de su carrera.

Y así va.

Son casi todas las reuniones así; es casi siempre así; es de una necedad torpe y de una precariedad que podría dar compasión, si no irritara tanto. Pobre mujer. Pobre escuela. Muere de miedo y por eso es tan precaria. Pero no nos lo dice; no sabe confesarse. Al contrario, lo oculta de una manera burda y cree que consigue engañarnos. Es tosca en todo sentido. Ha perdido toda percepción. Está idiotizada.

Tanto que ni café me ofreció. Ni me preguntó a qué había ido yo. No supo ni quién soy ni para qué fui, y ni se dio cuenta –hasta hoy, estoy seguro. Recitó su receta ramplona otra vez –por enésima vez--, se despidió apurada y se fue a atender de nuevo su abarrotada agenda. La esperan sus urgentes miles de minucias; hablará sus miles de palabras sin sentido y se irá a dormir. Y lo que menos recordará del día, sin duda, será su reunión conmigo. Tal vez, y algo deformada, le regrese alguna cosa en sueños, vuelta pesadilla probablemente. Seré su violador o el ladrón y ella tratará de volver a ganarme.

Me frustra todo eso y me frustra mi frustración.

Otra vez los miles de rebotes de la mismicie. Toparse de nuevo con esas nadas parlantes. Pegar constantemente contra el muro soso y azulejado. Ver resistir con énfasis a lo que no vale la pena. Asistir con desasosiego a la enésima evidencia de las oportunidades que la escuela se pierde porque no escucha, no ve y ya casi ni siente. Verificar una vez más que el narcisismo defensivo del corpus escolar está generalizado, viralizado, y cunde como cunde el pánico.

Esto es trabajar con una escuela hoy día. Eso mismo es proponerle pensar, revisarse y tratar de transformar algunas de sus prácticas. La institución completa está trabada y mórbida.

Disculpen mis lectores la monocordia sosa de mi nota de hoy. Necesité pasarles mis sensaciones más fuertes de desazón; quise hacerlos sentir lo que siento. La reunión del otro día me ofreció la enésima oportunidad de volver a vivirlo. Estoy cerca de no aguantarlo más.

Twitter del autor: @dobertipablo