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El marco simbólico de la lectura, la escritura y la literatura está quebrado en nuestros países; tanto en los hogares como en las escuelas

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Historia uno:

La tía decide regalarle a uno de sus sobrinos un libro en el día de los niños. Tiene 8 años. Cuando se lo entrega el niño le pregunta, intrigado: “Tía, ¿para qué me regalas un libro si yo ya sé leer?”.

Historia dos:

El padre tiene en su mesa de trabajo una foto de Joyce, ya viejo y ciego, descendiendo de un carro en la gris Dublín. Su hija, de 6 años, le pregunta un día quién es él. El padre responde que James Joyce, un escritor irlandés ya muerto que él admira mucho. “¿Escribía en cursiva?”, le pregunta ella.

¿Cuál es la relación entre alfabetización y lenguaje, entre lectoescritura y literatura?

Discutimos la alfabetización como cuando discutimos una técnica. Y creemos que lo hacemos bien porque los niños al cabo leen y escriben en nuestras escuelas. Sólo que sólo un poco más tarde ni leen ni escriben, y nos quejamos. Pero creemos que una cosa no tiene que ver con la otra.

Y yo quiero creer que sí. Que es bien curioso que de los millones de niños a los que enseñamos a leer y escribir con éxito cada año sólo unos muy pocos lean y escriban después.

Lectura –para ellos-- es saber leer y escritura, tener una razonable caligrafía, cuando no una buena ortografía. Los confundimos estructuralmente y nunca los despertamos. El que se despierta y ve las otras mil y una cosas, se despierta solo, en los enveses de la escuela.

Discutimos muchísimo cómo alfabetizar, cuándo hacerlo, etc. Discutimos técnicas. Consagramos congresos, foros, libros y tesis. Y valorizamos la alfabetización como una gran mediana de la estructura social. Y nos sentimos triunfadores porque nuestras poblaciones tienen índices decrecientes de analfabetismo.

Pero no relacionamos ese proceso con la futura condición.

Luego hacemos miles de programas de incentivo a la lectura. Intentamos paliar. Que leer es un placer, que es genial y esas cosas. Pero cuando enseñamos a leer no relacionamos aquella técnica con esta actividad constitutiva. ¿Por qué? ¿Por qué será que discutimos tanto las dos cosas, pero no relacionamos jamás una con la otra? ¿Qué nos ciega?

Dato tres:

Medimos índices de lectura en nuestras sociedades. Todo el tiempo. Y los medimos por medio de la cantidad de libros que las personas leen en un determinado período. Y nos dan índices bajísimos en toda América Latina.

¿Pero por qué –me pregunto-- no vinculamos a los millones de millones de fieles que leen una y otra vez la Biblia con los que nosotros llamamos técnicamente “lectores”? ¿Qué tiene el lector de la Biblia que no nos parece lector? (Aquella fantástica pregunta de Eco de qué leen los que no leen…). Porque si los lectores de la Biblia fueran considerados lectores, los índices serían sensiblemente mayores y de otros extractos sociales.

No los consideramos lectores –creo-- por dos razones, que nos hacen otra vez miopes ante el tema. Los ignoramos porque sólo leen un libro y a nosotros nos gusta el lector variado y progresivo. Nos incomoda el salteado y desconsideramos al recurrente. Y porque cuando leen como que no se dan cuenta de que están leyendo, porque lo que les importa y les vale es la fe, no el ejercicio; porque leen mil veces lo mismo y como si no importara, de a párrafos y en cualquier momento. Porque leen sin rituales, y claro, porque no compran libros ni entran en las bibliotecas y las librerías. Por todo eso no los vemos y entonces creemos que no leen.

Dato cuatro:

En los hogares de América Latina existe una biblioteca (entendida como 40 libros juntos, a la vista y al alcance) sólo en 19% de los casos. Y esa cifra apenas crece a 39% en el segmento ABC1.

Y si nos pusiéramos a analizar las bibliotecas de las escuelas, pues ya se imaginan a qué conclusiones llegaríamos: son el símbolo de la mendicidad; sólo viven de dádivas. Están degradadas en la simbología arquitectónica y son de difícil acceso.

O sea, el marco simbólico de la lectura, la escritura y la literatura está quebrado en nuestros países; tanto en los hogares como en las escuelas. No le damos valor a la lengua. (Cuando nos ponemos serios, entonces encumbramos la ortografía).

Y sin embargo nos quejamos, como si el problema fuera de otros. Y miramos a los lados y hacemos el típico gesto de disgusto punitivo que tanto nos gusta hacer cuando verificamos otra vez que eso de leer y escribir no es cosa de nuestros niños y jóvenes.

La escuela se desentiende de aquello que provoca. Y se pone torpe en el análisis, presumiendo que la torpeza y la desidia son la de las familias y de los alumnos, pero no de ella. La escuela no es inteligente y amplia en el análisis de lo que genuinamente le importa. Y opera, tozudamente, una y otra vez haciendo lo mismo. Y sólo consigue lo mismo. Ignora fenómenos que podrían abrirnos otros horizontes y realizarnos como educadores de otra manera y en otra magnitud.

Pero no. Volvemos a lo de siempre y programamos la alfabetización; adoramos la ortografía y sus dictados; nos encanta la redacción para entrenar gramática e insistimos con la lectura del Cid Campeador o sus equivalentes. Podría afirmar que somos necios y un poco zonzos, pero creo que es algo peor. Creo que somos más bien perversos y nos gusta ese statu quo que nos deja cómodos en el lugar de la censura, la crítica, el lamento y la jerarquía. Porque si no fuera por eso (que es un gran motor humano), no podría jamás explicarme cómo no somos capaces de abrir el problema y encontrar nuevas manera de activarlo.

Historia final:

Sabía que quería ser escritor. Lo había decidido desde chico, como una premonición y acaso como una fatalidad. Y ahora que tiene 17 años, le toca definir la facultad en la que va a estudiar. No lo tiene claro, pero sólo sabe una cosa: dado que será escritor lo único que no debe estudiar es literatura.

Twitter del autor: @dobertipablo