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Comprueban que las grandes compañías de tabaco compraron los servicios de uno de los más prestigiados científicos para popularizar el estrés (y así vender más cigarrillos, como supuesto antídoto)

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A lo largo del último siglo es impresionante corroborar, mediante episodios puntuales, el desbordante poder que tienen diversas industrias y las corporaciones que las encabezan. Agendas mediáticas, políticas, económicas y, por ende, culturales, han sido creadas o editadas a placer por estos actores del mercado con el fin de beneficiar sus intereses. Y no nos referimos al clásico discurso anti-corporativo o a una paranoia conspiracionista, ya que con un poco de tiempo para investigar y una mínima objetividad se puede comprobar lo anterior. 

Un ejemplo de lo anterior es la asociación entre las grandes tabacaleras y el concepto de estrés. Con el tiempo, la oscura y poderosa industria de los cigarrillos ha probado ser uno de los más ágiles actores cuando se trata de cabildeo, incidencia en políticas públicas y estudios científicos, y manipulación de opinión. Sin embargo, pocos sabemos del rol que esta industria jugó en la consolidación de uno de los fenómenos psicosociales más populares de la actualidad.

El estrés se ha convertido, tal vez, en una de las palabras más cotidianas dentro de casi cualquier contexto y vocablo. Sus efectos, casi omnipresentes, impactan diariamente la vida de millones de personas. Esto se debe principalmente a dos situaciones: por un lado el estilo de vida frenético, desbordado, en el cual terminamos inmersos como sociedad. Pero por otro, también existe una especie de predisposición semántica a experimentarlo –es una abstracción tan en boga que, quizá, inconscientemente tampoco nos queremos quedar fuera.

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Durante la última década, investigadores británicos encabezados por el especialista en salud pública Mark Petticrew han estado revisando un monumental acervo de documentos pertenecientes a la industria del tabaco que fueron archivados a raíz de un pleito legal ocurrido en los 90 contra las principales compañías de este rubro. Entre otras cosas, se percataron de que el trabajo de Hans Seyle, un renombrado endocrinólogo considerado como el "padre" del concepto moderno de estrés, había sido fondeado y manipulado por estas corporaciones. De acuerdo con Petticrew y sus colegas, Seyle recibió fuertes sumas a cambio de editar, omitir o enfatizar ciertos aspectos de su investigación. 

A grandes rasgos, el plan fue inseminar el imaginario pop con el concepto de estrés y remarcar las altas probabilidad de que cualquiera lo estuviese padeciendo. A continuación se diseñó una estrategia de marketing para posicionar al cigarrillo como el antídoto perfecto para el estrés, y se lanzó una masiva campaña publicitaria para transmitir este mensaje.

Hoy sabemos que el tabaco efectivamente mitiga la angustia en cierta medida, pero que es una angustia generada por la ausencia de nicotina y otros químicos en un cuerpo previamente habituado a ellos. Es decir, combate un enemigo que primero crea, y así atrapa a los fumadores en un obsceno círculo vicioso.  

 

Este caso, documentado en un buen artículo de NPR, ilustra fielmente el poder y la nula ética de ciertas industrias a la hora de aprovechar cualquier recurso a su alcance con tal de aumentar sus ventas y complementar su poder. Y, si hace poco más de medio siglo, las grandes compañías tabacaleras fueron capaces de "comprar" los servicios de un científico que fue nominado 10 veces al Premio Nobel con dividendos suficientemente trascendentes como para que, seis décadas después, el estrés se haya posicionado como un concepto protagónico dentro de la mente colectiva, ¿te imaginas a lo que esta y otras industrias, por ejemplo la farmacéutica o la de bebidas alcohólicas, podrían estar recurriendo en este momento?