*

¿Por qué 98% de los asesinos seriales son hombres?

Por: Luis Alberto Hara - 06/01/2014

Las causas del comportamiento violento son intrínsecas (y con fines evolutivos, positivas) en la naturaleza humana, pero sorprende el hecho de que el fenómeno de los asesinos seriales sea, casi en su totalidad, un fenómeno propiamente masculino

Elliot Rodger, de 22 años de edad, estudiante del Santa Barbara City College, mató a seis personas el viernes pasado e hirió a 13 más, atacando en el campus de la Universidad con un arma de fuego y armas blancas, poco antes de quitarse la vida. Con esta historia vuelve a abrirse ese negro capítulo del crimen donde los inclasificables asesinos seriales o de masas perpetúan una galería del terror. Pero, ¿por qué no escuchamos en las noticias (tal vez por fortuna) de asesinos seriales mujeres?

Candice Batton, directora de la Escuela de Criminología y Justicia Criminal de la Universidad de Nebraska, afirmó en 2013 que "algunas investigaciones apoyan la idea de que los hombres son más propensos a desarrollar las atribuciones negativas de culpa que son externas en su naturaleza, es decir, 'La causa... de mis problemas es alguien más o una fuerza externa a mí'. Y esto se traduce en enojo y hostilidad hacia otros". Este es el caso de Rodger, quien adjudica a su falta de éxito con las mujeres niveles épicos de venganza y retribución.

Las mujeres, por otra parte, "son más dadas a desarrollar atribuciones negativas de culpa que son internas en cuanto a su naturaleza, esto es: 'La causa de mis problemas es alguna falla en mí: no lo intenté lo suficiente, no soy suficientemente buena."

Pero, a pesar de que existen muchos hombres y mujeres frustrados en el mundo de hoy, no todos se convierten en asesinos seriales, de los cuales, históricamente, 98% han sido varones. Una respuesta biológica al problema social sería culpar a la testosterona, la hormona que dispara la agresión natural y hasta cierto punto deseable que permitió que nuestra especie evolucionara desde sus modestos orígenes y pudiéramos enfrentarnos a los grandes depredadores con fuerza e inteligencia.

Otra explicación común es que los hombres maduran después que las mujeres: el lóbulo frontal --responsable de controlar los impulsos, la reflexión y la conciencia de las consecuencias-- no termina de desarrollarse en los hombres sino hasta finales de sus 20 y principios de sus 30, lo que da una ventana de oportunidad para justificar el comportamiento criminal.

Otros villanos cotidianos para entender la violencia suelen ser los juegos de video, a pesar de que existen millones de jugadores que no se convierten en asesinos seriales; por otra parte, los deportes de contacto podrían ser otro candidato, si primara en su práctica la veta competitiva y agresiva en lugar del compañerismo y disciplina que también puede surgir de ellos.

No se trata de una sola causa: la sociedad, para bien o para mal, está estructurada para hacer sentir al hombre que, si no destaca, si no es capaz de proveer a su familia o elevarse de cierta media fantasmal, será un individuo acabado. La pérdida de un empleo tiene consecuencias más desastrosas en la autoestima de un hombre que en la de una mujer, la cual no siempre basa su imagen de sí misma en el hecho de ganar dinero (ni en cuánto), a diferencia de los hombres.

Las mujeres también matan, es cierto, pero sus métodos suelen ser mucho más íntimos: ahogan, envenenan, sofocan, mientras que los hombres abren fuego contra lo que se mueve, aumentando el número de víctimas en el proceso. Pareciera que las mujeres se hacen conscientes del acto de matar, mientras los hombres sólo matan.

Las expectativas sociales, la inmadurez, la ignorancia y una pobre idea de sí mismo hicieron que Elliot Rodger confesara en un ya famoso video las razones de su crimen, con un discurso tomado directamente de los cómics y las películas de acción (que recuerda un poco al monólogo de Uma Thurman al principio de Kill Bill 2), pero a nadie se le ocurriría que las películas de acción crean por sí mismas asesinos seriales. Rodger tuvo su cuota de satisfacción en un incidente trágico, ingresando en el museo de la banalidad homicida y la fama mórbida del reconocimiento póstumo; un dudoso premio de consolación para una vida miserable. Un final que, a medida que los crímenes de este tipo se multiplican, se convierte en una estadística negra acerca de un individuo que desata su odio contra una sociedad a la que no puede, a la que no sabe pertenecer.