Misticismo y capital: cómo el silencio se convirtió en un producto de lujo
AlterCultura
Por: Alejandro Martinez Gallardo - 04/08/2014
Por: Alejandro Martinez Gallardo - 04/08/2014
El silencio es oro.
-Proverbio
Nuestra cultura tiene una relación paradójica con el silencio. Por un lado, lo hemos identificado con la divinidad o con lo místico (lo más valioso de lo inmaterial), ya sea como una cualidad de lo divino o como una estructura o una dimensión que permite lo místico —o al menos esa paz que nos brinda entendimiento. Por otro lado, hemos manifestado un consistente pánico hacia el silencio y el vacío, llenando el espacio de ruido y cosas innecesarias en un abigarrado impulso barroco que puede leerse como una forma de escapar del presente y de la inmanencia del ser.
El auge de la espiritualidad occidental, remezlcando tradiciones orientales, se sustenta en la idea de que es necesario encontrar el silencio para poder recibir visiones significativas, para aquietar la mente y poder escuchar la voz interna y encontrar el equilibrio que trae la sabiduría —más allá del mundanal ruido. Creemos que al acercarnos al silencio —aunque este sea ya una abstracción, un reciclaje metafísico o una utopía— nos acercamos a una región sagrada, donde el ser yace prístino, incontaminado en una especie de eternidad. Hay en el silencio algo como una nostalgia del principio del mundo. Existe incrustada en nuestra psique la noción arquetípica de que el origen es superior al devenir de una cosa —acaso apuntalada en el hecho de que lo inmanifiesto cuenta con un potencial relativamente ilimitado— y que el tiempo va despojando a las cosas de su pureza. El Tao, nos dicen, "es como un bloque de madera sin tallar".
Wittgenstein expresó esta primacía misteriosa de lo inmanifiesto o inefable en el Tractatus: "Hay, ciertamente, lo inexpresable, lo que se muestra a sí mismo; esto es lo místico”. Aldous Huxley expresó más o menos la misma idea: "Después del silencio, lo que más se acerca a expresar lo inexpresable es la música". A esto habría que añadir, citando también a Wittgenstein,"lo místico no es cómo es el mundo sino que sea". Tenemos aquí la idea de que lo místico no es cómo nos decimos que es el mundo, sino la experiencia pura, directa e incomunicable del mundo, o del ser sin aditamentos o artificios lingüísticos, aquello que expresa lo inexpresable es lo que "se muestra a sí mismo": lo que comunicamos sin palabras es nuestro ser. Es doblemente paradójico porque también tenemos la impronta mitológica de pensar que el mundo se creó con lenguaje y por lo tanto la palabra es sagrada —quizás todo lo más porque se desprende del silencio, que es igualmente o más sagrado, el valle sobre el cual se erige el mundo. En cierta forma, el silencio cuenta con un aura que lo hace pasar por el lenguaje de los dioses. El naturalista e idealista Ralph Waldo Emerson escribió: "Hagamos silencio para escuchar el murmullo de los dioses", como si detrás de la ofusación de nuestros sentidos anegados por el ruido corriera un rumor claro de río, un lenguaje transparente en el que los dioses cifran los secretos de la creación.
Nuestra fascinación por el silencio, sin embargo, está llena de contradicciones: como lo es la frase "llenar el vacío". En cierta forma al desear el silencio pero casi erradicarlo de nuestras vidas internas y externas, padecemos una especie de autosabotaje. Una de estas paradójicas manifestaciones se desdobla como la negación del espacio que caracteriza a nuestra era. Desde el emblemático pavor sentido ante "el silencio eterno de los espacios infinitos", expresado por Pascal, nos hemos defendido de esa permeabilidad cósmica que supone el vacío y el silencio. La industrialización de la producción se afianzó sobre este nuevo paradigma en el que la Tierra dejaba de ser el centro del universo —y amanecíamos en un cosmos ilimitado, desconocido e indiferente— para aniquilar el vacío y abarrotar nuestra existencia de objetos, incluso, ya en el mundo contemporáneo, invadiendo espacios inmateriales de objetos digitales. Nos gustan la amplitud, los huecos, las formas que evocan el vacío; pero al mismo tiempo ante ello sentimos un nerviosismo, una premura (¿el tremor de lo místico?) y nos arrojamos a llenar el espacio, a volcarnos sobre la cavidad, sobre el cero que no podemos más que llenar de unos. Nos cuesta sostener la mirada de una persona que conocemos o de un extraño y permanecer en silencio: el silencio es incómodo y huimos de él.
En una cultura donde la información se multiplica de manera prolífica y donde es mucho más fácil seguirr parloteando, generando más y más información, el silencio toma la cualidad de una rara joya. Las palabras —aunque en algún momento sagradas— fácilmente se prostituyen, pierden su poder, se vuelven comunes y corrientes. Su poder es más bien negativo: somos esclavos de nuestras palabras y dueños de nuestro silencio. Es más, sólo quien tiene silencio —ese real state metafísico, ese oasis— puede ser dueño de sí mismo. Pero el silencio está en extinción, es el dominio de una élite, es un capital místico.
Cómo el silencio se convirtió en un producto de lujo
Un reciente artículo en The New Republic traza la historia de cómo el silencio se ha convertido en una industria: existen muchas personas que están dispuestas a pagar buen dinero por tener habitaciones silenciosas, por volar en aviones silenciosos o comer en lugares silenciosos. Desde siempre el silencio ha sido valuado y el ruido aborrecido. El sustento de la armonía urbana y la convivencia a través del silencio se remonta por lo menos a tiempos de la Antigua Grecia, en la que podemos ver ya un rasgo de un problema moderno. En la colonia de Sibarí (hoy Italia, hoy un lugar al que quizás iríamos a buscar esas vacaciones de silencio y paraíso), se obligaba a los artesanos cuya profesión era por naturaleza ruidosa a vivir fuera de los muros de la ciudad. En tiempos de la Reina Isabel de Inglaterra, los hombres no podían golpear a las mujeres después de las 10 pm, una consideración que sólo parece tener en cuenta el sueño de los otros hombres y no, por supuesto, a las chillantes mujeres.
Es más fácil huir de algo que visualmente nos molesta; el sonido indeseado en cambio se cuela por cualquier reducto y envuelve las cosas. Era el canto de las sirenas lo que llevaba a la perdición de los marineros. El ruido perturba cualquier fluidez que podamos alcanzar: "es la más impertinente de las formas de interrupción", escribió Poe. Esto se acentúa aún más en la modernidad, en la que el perenne bombardeo informativo nos acerca a la neurosis: se nos estimula incesantemente sin que podamos obtener la misma cantidad de gratificación —el ruido puede sacar nuestra peor parte y nos puede precipitar al desquicio.
Entre este pequeño boom de productos o experiencias silenciosas, The New Republic destaca: una lavadora de platos que no hace ruido (y que se vende por 1,700 dólares); una aspiradora (de 600 dólares) que cuenta con el aval de un estudio científico en el que los sujetos participantes pudieron seguir su sueño pese a que se encendió la aspiradora; Bose vende desde el 2000 audífonos que cancelan el sonido en 299 dólares; o Lexus, cuyo híbrido Sedan es descrito así: "uno de los aspectos más lujosos de conducir este auto es su casi absoluto silencio".
Como contraflujo al impulso de hacinamiento de objetos y la generación de una panoplia de estímulos —las huellas de esos objetos—, en nuestros días la ausencia se ha vuelto un bien suntuario. Muchos productos actualmente ya se venden por lo que no tienen —gluten, azúcar añadida, plástico y ahora ruido.
En el trajín de la existencia en ciudades y corporaciones, todos creemos que merecemos o que necesitamos nuestra rebanada de silencio, generalmente parte de un conjunto postal que incluye una playa virginal o una montaña majestuosa y una experiencia que provee un respiro y que generalmente nos permite regresar a la vida cotidiana con una mayor tolerancia: el silencio compra tiempo. Desde el Vipassana a las Bahamas, buscamos retiros o vacaciones que nos puedan otorgar ese oro interno del silencio.
Experimentar el silencio total, sin embargo, es prácticamente imposible para el ser humano ya que en cualquier punto de la tierra hay con menor o mayor sutileza ruidos generados por la misma atmósfera —sin decir nada sobre aquellos ruidos generados por nuestro propio pensamiento—, por eso el silencio ha cobrado sobre todo una connotación metafórica, casi etérea, de algo más, a lo que se llega cuando se aquieta la mente o cuando nos descomprimimos y nos extendemos en un espacio más amplio. De aquí también florece la industria de la meditación o del "mindfulness" que promete brindar una serie de técnicas para encontrar ese silencio dentro del tren de la vida moderna. Una técnica que en teoría sugiere liberar al hombre del mundo exterior, que es incontrolable y esencialmente frustrante, construyendo un santuario interior, un reino de silencio.
Para la modernidad secular, el silencio encarna la utopía de las vacaciones eternas. Casi con una banda sonora de tenues olas, brisa y garzas, un ritmo pausado, una lentitud, una disolvencia crepuscular, un triunfo sobre el sistema corporativo y el continuum de la producción. Casi el completo antípoda de la vida frenética de la ciudad, con los altos edificios que recortan el horizonte y con una incontrolable matriz de ruidos que se despliegan a todas horas. El ruido también tiene una connotación metafórica: es toda información que nos impide procesar de manera fluida la información que nos atañe o hacer sentido de esa información. En realidad comúnmente cuando nos referimos al silencio hablamos sobre lugares con muy poco ruido o sin ruidos generados por el hombre. Sin embargo, existen, con fines de investigación científica, las cámaras anecoicas: habitaciones que por los materiales que recubren todas sus superficies evitan que las ondas sonoras reboten y se amplifiquen hasta la audición humana. Las personas que han experimentado una de estas cámaras sin ecos suelen describir sus experiencias como estados de conciencia alterada, que a veces alcanzan un cierto eco místico—como reza el koan: “no tengo nada que decir y sin embargo lo estoy diciendo”, expresión inexpresable, pero también suelen producir terror. Hay algo que nos aterra y nos fascina del silencio. Eso es todo lo que podemos decir, y ya es mucho, porque de lo que no se puede hablar hay que callar.
Twitter del autor: @alepholo