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La larga borrachera cabalística de "Bajo el Volcán" (símbolos ocultos en una de las mejores novelas de la historia)

Arte

Por: Alejandro Martinez Gallardo - 04/03/2014

Una necesaria revisita al entrañable clásico de Malcolm Lowry (la onceava mejor novela de la lista de la Modern Library), con el diablo en la botella, para dimensionar su profundidad simbólica, secreta Cábala infernal.

 

Mexico's Popocatepetl volcano

Las agonías del borracho encuentran su analogía poética más precisa en las agonías del místico que ha abusado de sus poderes.

-M. Lowry

 

Entre los varios y más ilustres descensos al infierno en la literatura universal, la novela Bajo el Volcán, escrita por Malcolm Lowry, tiene un lugar especial. La obra, en la que el volcán Popocatéptl aparece como la boca del infierno pero también por momentos como un paraíso fugitivo, nos muestra con una brillantez alucinatoria la caída del alma de un hombre, el cónsul Geoffrey Firmin, quien se hunde en el alcohol y en el abismo cósmico por igual. En el cónsul, Lowry destila su propio espíritu como si se tratara del envase de una potente bebida fermentada: en pocos otros libros en la historia podemos contemplar una transubstanciación tan espiritosa entre el autor y su artificio. Y no sólo por contener numerosas referencias autobiográficas, sino porque el libro se convierte en un objeto animado por la vida de Lowry, y el aciago destino de su personaje —su sacrificio ante la imponente deidad de fuego y nieve— se  vuelve un oscuro heraldo que lo une al de su creador (Lowry murió años después aparentemente intoxicado de alcohol y pastillas, algunos sugieren asesinado por su mujer; el juez dictaminó, con lo que parece una pincelada de humor negro británico, "muerte por desventura". Nosotros sabemos que murió en un sacrificio literario, por combustión interna).

Bajo el Volcán y la vida de Lowry —inextricables— han sido objetos de numerosos documentales, biografías y distintos análisis literarios, simbólicos y cabalísticos, algunos dignos del recuerdo. En la novela, el descastado escritor británico sintetiza y simboliza su vida entera, su familia y sus parejas en un tejido autobiográfico —en una sola jornada de agobiante duración— que sin embargo alcanza la altura alegórica. Mi intención es hacer una revisión en este último sentido, desde la visión simbolista (sincromística) y cabalística de la obra de Lowry, quien, para imbuirle ese polvo de eternidad a su novela, decidió hacer de su propia vida un pozo de correspondencias, “un bosque de símbolos” que hace de un hombre un pequeño universo o un vórtice encarnizado de la historia de toda la humanidad.   

Lo que ocurre cuando uno lee un libro que le cala hondo, por el placer de la prosa que se saborea y también de las imágenes e ideas que genera, surtidor de esa eterna conversación de mesa que es la literatura y que sigue discurriendo como un murmullo nocturno o una invencible telepatía, es que uno quiere compartir su ardor y formar una alianza con el autor, con la obra y con los otros lectores. Es el mismo impulso de quien ha descubierto un profuso manantial que fluye libremente. O una magnífica botella de tequila (de funesta alquimia) brillando en un jardín a lado de una barranca. Me gustaría ofrecer entonces al menú una serie de conexiones para tal vez volverlas transparentes y saborear con una doble opulencia ese mismo fuego transparente del alcohol. O ese mismo “pollo espectral de la casa”, que genialmente confunde el cónsul en un menú hechizado, después de tomar bebidas a hurtadillas de su mujer.

gabrial13_jan_malcolmPara el diletante literario —y puesto que el mejor servicio que uno puede hacer a Lowry, con quien se tiene un pacto fáustico, es de alguna forma provocar que su obra se lea—, habrá que decir que dentro de las páginas de Bajo el Volcán se encuentra seguramente la descripción más lograda y exquisita —un verdadero espejo mágico— de una borrachera —no cualquiera, una beodo-beatífica borrachera total— que se haya podido encontrar en una novela. En el Ulises, uno de los referentes de Bajo el Volcán, existe un genial capítulo en el que el espacio mismo gira como un torbellino o una rueda de la fortuna chocando copas en una farsa etílica inolvidable, que llega a lo psicodélico y lo surreal, y se huelga en el lirismo sensual de la bebida y sus fantasmas (Joyce bebe siempre con Blake, Shakespeare, Homero, etc.). Pero ninguna inmersión se compara a vivir cientos de páginas dentro de la mente del cónsul Geoffrey Firmin –avatar de Lowry—, atormentada y obsesionada por encontrar su siguiente trago, una botella en la penumbra o libar el ardiente mezcal que se acerca al alkahest. Sentir la angustia por estrechar la copa y llevarla a los labios con pulso frenético al tiempo que se sella la conciencia de estar perdiendo el mismo paraíso que se acaricia en el trago.

El cónsul está en una cantina a las 7 de la mañana después de beber toda la noche, cuando regresa su mujer, que lo había dejado (y engañado), pero a la cual ama terriblemente. La cantina es el palacio del exceso del cual brota la gnosis, por momentos, a ráfagas, entre náuseas y visiones ominosas que transfiguran los rostros. El alcohol estará siempre identificado en su mente con la luz, como en un verso del poeta tabasqueño Carlos Pellicer “en sus ventanas el alcohol está mezclado con sol". La cantina es el depósito de la luz pero también se asemeja al infierno que se abre para recibir a los proscritos:

Qué belleza puede compararse con la de una cantina en las primeras horas de la mañana... porque ni las mismas puertas del cielo que se abrieran de par en par para recibirme podrían llenarme de un gozo celestial tan complejo y desesperanzado como el que me produce la persiana de hierro que se enrolla con estruendo,  como el que me dan las puertas sin candado que giran en sus goznes para admitir a aquellos cuyas almas se estremecen con las bebidas que llevan con mano trémula hasta sus labios. Todos los misterios, todas las esperanzas, todos los desengaños, sí, todos los desastres existen aquí detrás de estas puertas que se mecen.

El cónsul-Lowry mezlcará siempre el cielo y el infierno, paradójicamente estando en ambos, como en el vértice  en el cual uno alcanza a ver el paraíso a la vez que ya se encuentra enfilado a las puertas del infierno —o cómo al acercarse a un abismo también se puede ver con mayor amplitud el espacio celeste. En la claridad del exceso, en esa lucidez desaforada del alcohol —que es para él también una sobriedad de espíritu, una potencia destructora— percibe una dimensión que se sobreimpone a nuestra realidad, la cual parecería solamente transitoria y evanescente ante los mundos internos que la entretejen. La novela ocurre por esto en el Día de los Muertos, anécdoticamente el día que llegaron Lowry y su esposa a Cuernavaca, simbólicamente la apertura del inframundo; en México una representación teatral de la muerte, y también en la mente del cónsul que se va extravasando al mundo.

La filosofía esotérica mantiene que el mundo en el que habitamos es en realidad como un sueño en la mente de dios, y de la misma forma el autor de una obra nos permite habitar en su mente cuando leemos un libro. Esta irradiación de la mente que abarca el mundo que conocemos puede apreciarse en el delirius tremens del cónsul, cuya memoria, a la manera de un teatro itinerante, se va abriendo al mundo y poblándolo, hasta confundirse y trastocarlo todo de una perpetua simultaneidad. De tal forma que todos los sucesos de su vida, en esa sima con destellos celestes que produce el alcohol, suceden también en ese día, todos ardiendo en una sola flama. Y cada trago es un torrente de memoria en cuyas aguas diluvianas se entreveran los rostros y los momentos de una agonía incansable, ya sin fe en la felicidad.

lowry1El infierno personal del cónsul está modelado a partir de la vida de Lowry focalizada en una jornada: su dipsomanía, que habría empezado a los 14 años, su total desavenencia familiar, el incendio de su casa, el calor asfixiante de una Cuernavaca maléficamente encantada, las extrañas costumbres de México exacerbadas por la mirada de un inglés, las visiones exóticas de jardines creciendo salvajemente, enredaderas de buganvilias y ololiuqui invadiendo la estancia, perros callejeros olisqueando detrás de él, su horror ante la policía, el derrotero de su embarcación juvenil, el abandono de su primera mujer, etc… Paralelamente a ese infierno, en una capa más sutil de conexiones significativas, está el infierno de todos los hombres o de la literatura que simboliza a todos los hombres en su caída: ahí aparece Dante, Fausto, Altazor, o el mismo Satán (el más humano de los ángeles). Girando en un tiovivo infernal, el cónsul es todos los hombres, es William Blackstone acogido por los indios, es Magallanes cruzando el oscuro estrecho, es Maximiliano fusilado, es Quetzalcóatl serpenteando en el asfalto después de beber el pulque de su hermano diabólico, pero también el traicionero “tlaxcalteca del alma”,  es todos los hombres vacilando mareante entre el paraíso y el inframundo, inmolándose por un insondable designio. Ninguna pasión le es ajena, pero tampoco nada lo mueve a la acción. El cónsul presagia esta aquiesencia infernal en una carta a su esposa, parte de todo un legajo de malhadada correspondencia :

¿O acaso es porque a través del infierno hay un camino, como bien lo sabía Blake, y aunque no lo recorra, en los últimos tiempos he podido verlo a veces en mis sueños?

John Milton, que según Blake era secretamente “del partido del diablo”, escribió en Paraíso Perdido: “La mente es su propio lugar, y en sí misma puede hacer un cielo del infierno, o un infierno del cielo”. Perle Besserman, autor de El Laberinto Privado de Malcolm Lowry: Bajo el Volcán y la Cábala, escribe: “Para los cabalistas el Jardín del Edén no era realmente nada más que la mente humana, en la que Dios ha plantado la decisión entre el bien y el mal”.  En el caso del cónsul este asiento que tiñe el mundo de cielo o infierno se encuentra en su corazón, como él mismo apunta  —acaso enardecido por el alcohol que sobrenada el pecho, el fuego líquido/fruto prohibido. Sitúa el infierno en su corazón, en su propia existencia bajo el volcán de los sacrificios. Es su propia naturaleza la que vomita el infierno que luego lo ahoga en una avalancha de lava. Pero su propia naturaleza sólo repite, como un espejo, un acto atemporal —y que por ello sigue ocurriendo en cada momento— que es la caída del hombre, que a su vez refleja la ruptura de la unidad en la creación.  Una gran vasija de luz que estalla en el espacio.

La construcción simbólica de nuestro universo se teje a través de analogías, una red de significados que se enlazan y cobran mayor dimensión por su relación, por su “caer conjunto en el tiempo”. Lowry, aunque sea simplemente para poder darle una mayor profundidad simbólica a su libro o a su idea de hacer una nueva representación del infierno, decidió hacer de su proceso de caída y de su significación mística del alcohol una analogía de principios cabalísticos. El Cónsul nos muestra en su biblioteca oscuros ejemplares de Cábala y Alquimia y en algunos pasajes hace referencia a Eliphas Levi, Jacob Boheme, Swedenborg, etc., pero es difícil decir si esta es también la la lista de lectura de Lowry. ¿Hasta qué punto Lowry se había iniciado en el estudio de la Cábala? Tal vez solamente lo suficiente para poder disponer de ciertas metáforas y ciertas analogías que dotan a la obra de una potencia numinosa. Son hallazgos afortunados, casualidades significativas, sincronicidades. El mismo Lowry da la pista en la aguerrida defensa de su obra que hace en su famosa carta al editor Jonathan Cape. Explica la importancia de los doce capítulos y la constante repetición del número 12: son doce las horas en la que sucede toda la acción de la novela (salvo un primer capítulo que ocurre 12 meses después), de las 7 am a las 7 pm, una singladura solar en la que la que luz es devorada por el abismo: bajo el volcán; son doce años lo que le lleva el cónsul a su hermano Hugh, quien en realidad es el mismo Lowry en una versión en la que aún puede imaginar un idilio en el bosque, un paraíso nórdico como un nuevo comienzo; Lowry nota que son doce los trabajos de Hércules (antes de su iluminación olímpica), doce las tribus de Israel, etc… La novela misma es una rueda que se repite, evocando el eterno retorno, un mismo pecado ineludible: “la máquina infernal”, es el nombre del tiovivo de Día de Muertos, tomado de la obra de Cocteau, en el que el cónsul sube: frente a él un hombre que llevaba una llanta de bicicleta como chaleco salvavidas se quita la llanta y la arroja y va por ella y la vuelve arrojar, interminablemente, “repitiendo este proceso hasta la lógica irreductible con la cual parecía eternamente comprometido, hasta desaparecer”.  Esta misma rueda, advierte Lowry, es la rueda del karma, la rueda del sufrimiento del budismo. Es el tiempo mismo: Bajo el Volcán, como toda gran novela es sobre todo eso, tiempo pasando, un espejo que guarda imágenes, una apertura en la conciencia con la que vislumbramos un prisma que deshebra la sustancia misma del tiempo.

No estoy seguro si es de manera consciente o como una manifestación del inconsciente colectivo, pero quizás la más notable analogía en Bajo el Volcán es la que podemos ver entre la ruptura de copas o botellas –paroxismo eventual de un borracho—, con el episodio seminal de la Cábala luriana de “la Ruptura de los Receptáculos”, vehículos de la luz divina, inmediatamente posterior a la creación del mundo y que da origen a la maligna pero necesaria emanación de qlipoth (o qlifot). Como los qlipoths –recipientes de la luz divina que se han hecho añicos— las botellas también atrapan el alcohol, que al menos en la mente del cónsul se equipara con la luz divina y es el vehículo de su febril y esquizoide iluminación:

Tras los ojos de Yvonne, más allá de ella, el cónsul por un instante vio Granada y el tren que valsaba proveniente de Algeciras sobre las llanuras de Andalucía, chófeti pópeti chófeti pópeti...  el Viejo tren número siete que hasta allí llevaba: cae la noche  y las imponentes carretas ascienden lentamente por los jardines, se arrastran sobre los portales, sube y pasan junto al lugar donde el eterno pordiosero toca su guitarra de tres cuerdas por los jardines, jardines, jardines por doquiera, arriba, arriba hasta las maravillosas terrazas de la Alhambra, más allá del pozo donde se conocieron, a la Pensión América; arriba, arriba, ahora ascendían ellos mismos a los Jardines del Generalife…

De pronto las vio, botellas de aguardiente, anís, jerez, Highland Queen, las copas, una babel de copas —que ascendía como el humo del tren aquel día— construida hasta el cielo y que luego se derrumbaba y los vasos se volcaban y rompíanse y rodaban cuesta abajo por la pendiente de los Jardines del Generalife, las botellas se quebraban, botellas de oporto, tinto, blanco, botellas de pernod, Oxygenée, ajenjo, botellas que se hacían añicos, botellas desechadas que caían con golpe seco en los terrenos de los jardines, bajo las bancas, camas, butacas de cine, ocultas en los cajones de los consulados, botellas de Calvados que al caer rompíanse o se hacían añicos, las que caían en montones de basura, las que eran arrojadas al mar, al Mediterráneo, al Caspio, Caribe, botellas que flotaban en el océano, escoceses muertos en las montañas del Atlántico; y ahora las veía, las olía a todas ellas, desde el principio: botellas, botellas botellas y copas, copas copas de amargo Dubonnet o de Falstaff, rye, Johnny Walker, Vieux Whiskey blanc, Canadien, aperitivos, digestivos, demis, las dobles, los noch ein Herr Obers, los et glas Araks, tusen taks, las hermosas botellas de tequila y las ollas, ollas, ollas, los millones de ollas de hermoso mezcal… ¿Cómo podía encontrarse a sí mismo, comenzar de nuevo, cuando, en algún lugar, tal vez en una de aquellas botellas rotas o perdidas, en una de esas copas, se hallaba para siempre la clave solitaria de su identidad? ¿Cómo volver atrás y buscar ahora, husmear entre los vidrios rotos bajo los eternos bares, bajo los océanos?

Aquí vemos un microcosmos de la ruptura de los recipientes de luz, que es también el origen del paraíso perdido (el acto que origina a nuestro mundo es la pérdida del paraíso), con la vida del cónsul, el paraíso simbolizado por su encuentro amoroso con su esposa en los jardines de Granada, repentinamente pulverizado por la explosión de las botellas. Por un momento el cónsul entretiene la idea de recuperar esa luz esencial perdida —porción de su alma— en una de esas botellas rotas, como en la Cábala se deben de restaurar  los receptáculos, en lo que se conoce como "la Elevación de las Centellas" o el Tikkun ha Olam, proceso de restauración del mundo del cual el individuo es espejo. Algunos de los mejores párrafos de la literatura son escritos por Lowry en sus proustianos ensueños de alcohol. Es siempre una imagen o una frase que lo hace evocar una serie de eventos reales e imaginarios, que se enlistan un poco como Borges enlistó una serie de cosas y lugares mezclados con recuerdos en su descripción del Aleph (cuya inspiración fue la Cábala también). El instante es el perpetuo Aleph del tiempo, en su presencia contiene todo lo que ha acontecido y transparenta la eternidad. Lowry tiene estas pesadillas místicas despierto, cuando el mezcal sube como una torpe víbora kundalini. Cada suceso se desdobla en una telaraña de luz solar en su mente que va conectando los lugares a los que ha ido con sus propias divagaciones estéticas y espirituales. Todo el día del cónsul es una especie de experiencia cercana a la muerte en la que su vida entera flashea. Así conecta las imágenes con rehiletes de tiempo:

Una cascada natural estrellábase en una especie de estanque construido en dos planos: le parecía que el espectáculo era no tanto refrescante como sugerente, en cierto modo grotesco, de alguna especie de último sudor agónico…

Había en realidad, más de un arco iris. Aunque sin ellos el mezcal habría dado al lugar un aspecto mágico. La magia estaba en las propias Cataratas de Niágara, no en su elemental majestad de ciudad de lunas de miel… pero ahora el mezcal hacía sonar una nota discordante, luego una sucesión de quejumbrosas notas discordantes a cuyo son parecían bailar todas las neblinas que se mecían en las elusivas sutilezas de los listones de luz, entre las cintas de flotantes arcoiris. Era una danza fantasmagórica de almas desconcertadas por estos engañosos matices, los cuales, no obstante, seguían buscando la permanencia en medio de lo que era sólo perpetuamente evanescente o se perdía para siempre. O era una danza entre el buscador y su meta, persiguiendo aquí los alegres colores que había asumido sin saberlo, y allá esforzándose por reconocer la más refinada escena en la que ya participaba sin que jamás llegará a percatarse de ellio

El estruendo amortiguado de  las cataratas llenaba el cuarto como el fragor de las máquinas de un barco… Eternidad… El Cónsul refrescado se apoyó en la barra contemplando su segunda copa de líquido incoloro con aroma de éter. Beber o no beber… Pero sin mezcal, imaginó, se había olvidado de la eternidad, se había olvidado de su viaje al mundo, de que la tierra era una nave fustigada por la cola del Cabo de Hornos y condenada a no llegar nunca a su Valparaíso. O que era cual pelota de golf lanzada a la Mariposa de Hércules que un gigante asomado a la ventana de un manicomoio en el infierno pescaba caprichosamente al vuelo. O que era un camión que hacía su excéntrico viaje a Tomalín. O que era… lo que fuese dentro de poco, después del próximo mezcal.

Picture 421Este naufragio cósmico es sugerente también del qlipoth, esa especie de ascua de estrella del cuerpo divino.  Hagamos un paréntesis aquí para entender mejor qué es  el qlipoth y el episodio fundamental de la Cábala conocido como la "Ruptura de los Receptáculos” (Shevirat Hakelim). Según la corriente luriana de la Cábala, cuando surgió en la voluntad divina la idea de crear el universo se generó instantáneamente una contracción conocida como “Tzimtsum” (término que evoca una sensual onomatopeya). El escritor Paul Levy explica el Tzimtsum como el “ocultamiento de Dios para preparar el espacio y hacer campo para una creación finita con todos sus distintivos, multiplicidad y limitación”. En ese momento de concepción la luz infinita y divina llenó los “receptáculos que fueron al mismo instante llenados y destrozados por el influjo de la luz divina. Esta catástrofe original es lo que se conoce como “la Ruptura de los Receptáculos”: los pedazos rotos por el flujo incontenible de la luz divina llenaron el espacio primordial, “el vacío metafísico, mientras que al mismo tiempo dividieron los opuestos antes unidos (e inconscientes) que constituyen la estructura subyacente del universo. Cada pedazo atrapó una porción de luz divina, aparentemente separando a esta luz primordial de su fuente”. Podemos imaginar esto como si una vasija de cristal explotara por el influjo centrífugo de una fuerza luminosa y en cada pedazo de cristal quedara impresa la luz divina como un relámpago atrapado en un cuarzo. Estos pedazos son conocidos como qlipoths y se oponen complementariamente a los 10 sephiroths que forman una estructrura similar al árbol de la vida. Dice Paul Levy: “representan las constricciones malévolas en el ser,” que se convierten en “la fuente del mal y el sufrimiento. La negación e imagen espejo de la divinidad ” (el espejo es abominable porque hace una copia de lo divino).  Los qlipoths son “envolturas que ocultan la santidad como una cáscara oculta la fruta”. El artista visionario David Chaim Smith señala que "los qlipoths son ecos condensados del primordial tzimtsum que vuelven opaca y mantienen la estructura de los mundos. En este sentido cumplen una función viable".  Son de alguna manera las pruebas y obstáculos del drama (el dharma) cósmico.

Lowry nos revela la clave de su personaje al apuntar a la analogía poética entre “las agonías de un borracho” y “un místico que ha abusado de su poder”. El cónsul encarna un personaje fáustico con su particular fólclor, un cabalista que ha encontrado el infierno, que ha visto el centro de fuego del universo en sí mismo, y que ha dejado de buscar la redención: es un reverso de la visión divina, preclaridad de abismo: lo infernal también es lo místico. En este abandono –en el cual renuncia al jardín pristino del amor, de la re-union de los receptáculos, posible tikkun microcósmico— el Cónsul repite el mismo acto originario de los qlipoths y se consagra en el cáliz maligno. Sobre sus investigaciones cabalísticas el cónsul confiesa a su esposa, sin que esta pudiera leer su misiva: 

Mientras tanto, ¿me ves todavía trabajando en el libro, tratando aún de contestar a preguntas tales como: ¿existe una realidad última, externa, consciente y omnipresente? O acaso me encuentras entre Misericordia y Comprensión, entre Chesed y Binah (pero aún en Chesed)—mi equilibrio, y el equilibrio lo es todo—meciéndose, columpiándose sobre el horrible vacío infranqueable, el omnímodo aunque irreversible camino del relámpago de Dios que regresa a Dios. ¡Como si alguna vez hubiera estado en Chesed! Más bien como el Qlipoth.

El qlipoth en algunas ocasiones es representado como un árbol de la vida invertido y podemos vincularlo con la carta del Tarot del Hombre Colgado, el arcano número 12. El Cónsul deja poseerse por este arquetipo del hombre colgado, por ese patrón que irradia a través de nuestra historia y nuestra mente colectiva de sacrificarse y descender al infierno sin miramientos.

La vision cabalística está basada en el principio de la correspondencia entre el cosmos y el alma humana, por lo tanto “las flamas divinas atrapadas simbolizan la realidad esencial de cada individuo que ha sido olvidada”. La Ruptura de los Receptáculos ocurre también en el alma humana que yace fragmentada, con su propia divinidad retraída. Llevamos en nuestro interior el cáliz de luz roto, el santo grial extraviado. Sin embargo, nos recuerda Paul Levy, es en esa abyecta ruptura y en ese fondo existencial en el que “el proceso de sanación y transformación puede iniciar”. El mismo Jung, a partir de sus lectura de la Cábala, señala: “Aquel que comprende la oscuridad en sí mismo, tiene cerca la luz” y “No se puede rechazar el mal, porque el mal es el portador de la luz”.

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Una de las ideas de la Cábala que podrían estremecer a la religión convencional es que el mal proviene de Dios, es el resultado de lo infinito encogiéndose para habitar en lo finito. Al ser obra de Dios --y bajo esta visión nada podría no serlo-- el mal cumple una función en la creación. En cierto sentido el mal es lo que permite que exista el libre albedrío y el proceso de indviduación de la psique. En un sentido espiritual en diversas tradiciones, incluso en la misma psicología jungiana, es necesario reconocer la sombra y descender al inframundo para poder luego ascender a la luz. Así se completa el arco completo del misterio cósmico. Solve et coagula: primero la separación y luego la síntesis. Sería arriesgado decir que el Cónsul hace un descenso para un ascenso, o que tiene una muerte chamánica pero ciertamente sí podemos pensar que su muerte es simbólica y cumple una función sacrificial de reeestablecer un orden, de la misma forma que los grandes mitos se repiten disfrazados en la vida cotidiana. Por otro lado Bajo el Volcán es el magnetismo de un abismo, de su propia muerte que encanta el espacio con su maleficio.

Así vive a la distancia la muerte del cónsul su esposa, en la conexión de las señales de la naturaleza que se convierte en el gran teatro de la transparencia simbólica, el relámpago que ilumina la oscuridad y luego la rueda magnética de las estrellas, un torbellino de “aves diamantinas:”

Hay, a veces, cuando estalla el trueno, otra persona que piensa por uno, alguien que pone al abrigo los muebles de nuestro pórtico mental, cierra y pone los postigos a las ventanas de la mente contra lo que parece menos aterrador como amenaza que como distorsión del recogimiento celestial, una estrepitosa locura de los cielos, una forma de catástrofe que los mortales tienen prohibido observar de muy cerca: pero en la mente queda entornada siempre una puerta —como se sabe que los hombres en las grandes tempestades dejan abiertas sus puertas verdaderas para que por ellas pase Jesús— pero el ingreso y la recepción de lo inaudito, la temible aceptación de la centella que nunca cae sobre uno, para el relámpago que siempre cae en la próxima calle, para el desastre que tan raras veces golpea en la desastrosa hora probable, y por esta puerta mental. Yvonne, que seguía equilibrándose en el tronco, percibió algo ominosamente aciago. En el trueno que disminuía acercábase algo como un rumor que no era de lluvia.

“El relámpago de Dios que regresa a Dios", había escrito el cónsul en su carta a Yvonne. De nuevo la imagen de la "Elevación de las Centellas", el tikkun. El relámpago es el signo natural de los dioses: símbolo por igual de la muerte y la iluminación. Que el cónsul sea llevado por el rayo habla de que pese a su pacto diabólico: el ennui de nuestra era, pese a su corazón invadido de oscuridad, hay algo numinoso operando —lo infernal también es lo místico, demon est deus inversus. La naturaleza, también asociada por el cristianismo con el diablo, con los instintos, parece estar animada por todo el proceso mental del Cónsul, en su larga borrachera trepidatoria que trastoca la realidad con una chispa de genio y decadencia...

Ominosa mensajería ambiental que persigue al Cónsul en su divagación, en pensamiento y acción, por el infierno morelense. Los escorpiones autoproféticos que se atenazan sobre sí mismos y que "morirán por su propio aguijón", los relámpagos que truenan encabritando a los caballos, rayos que parten el mundo en añicos, botellas que se quiebran, esquirlas y papeles carbonizados que se convierten en zopilotes. La pululación de la policía: una paranoia metafísica materializada; esa inmanencia de la barranca, que llama siempre a acercarse más, a desfondarse ahí. El abismo que aparece en todos lados, desde la infancia en un campo de golf: "golfo: abismo", en la botella donde la luz queda atrapada y finalmente afuera del "Farolito", entre el trueno refundido, su destino magnético: el faro nocturno: llevar el infierno, la ceniza del patíbulo, en el corazón...

lowryTodo es cifra de su muerte, el espacio mismo es una psicogeografía resonante, no tanto porque encuentre una especie de profecía en el mundo, sino porque el mundo es parte de su mente, de su alucinación que se extiende e invade el mundo con su falsificación. 

Bajo el Volcán narra la historia de la caída de un hombre a una barranca bajo un majestuoso y oprimente volcán. Como hemos visto, la caída del cónsul Geoffrey Firmin es evidentemente también simbólica de todo un proceso cósmico personal que culmina en el crepúsculo del Día de Muertos en Cuernavaca. Es la culminación del proceso de su destrucción. Podríamos decir que se trata de una autodestrucción –una borrachera de los mil diablos que se abisma en sí misma, una negativa a asentarse en el amor que se le vuelve ofrecer, a huir del calor al idilio del bosque —pero en realidad se trata más bien de una condena, de una continuación inevitable de una emanación arquetípica. El infierno arde en el corazón del cónsul; la muerte existe paradójicamente como una elección a la vez que es inevitable: lo que es posible es la aceptación de la condición, el reconocimiento de lo signos. Al final es un policía, el Jefe de Jardineros  (¿el encargado de enrejar el paraíso?), el que le da el último empujón para así rodar por la barranca, seguido de un perro muerto. Pero en realidad es toda la rueda de la existencia la que lo lleva a ese lugar –una eterna repetición, un giro más en la máquina infernal. Su caída es la repetición arquetípica de la caída del hombre, caído desde el inicio del tiempo, y de la separación de la luz de dios. No es sólo la condición descastada y rastrera del hombre moderno en un mundo industrial decadente, es sobre todo la caída metafísica del alma humana a este mundo fuera del paraíso. Paseando borracho el cónsul encuentra un letrero que interpreta, en su mal español, como una clara señal del paraíso pérdido:

 ¿LE GUSTA ESTE JARDÍN? ¿QUE ES SUYO? ¡EVITE QUE SUS HIJOS LO DESTRUYAN!

En la muerte regresa la imagen seminal del Qlipoth, una especie de visión-aleph-negativa, otra vez la “ruptura de los receptáculos”, el instante fractal de la creación a través de la destrucción: “era el mundo mismo lo que estallaba, estallaba en negros chorros de ciudades lanzadas al espacio, con él, que caía en medio de todo, en el incontenible estrépito de un millón de tanques, en medio de las llamas en que ardía un millón de cadáveres, caía en un bosque, caía…". Una caída continua y conjunta, que sigue ocurriendo, que se sigue repetiendo, rueda del tiempo.

Twitter del autor: @alepholo