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"En la niebla", de Serguei Loznitsa. Apuntes sobre la lentitud en el cine

Por: Koki Varela - 03/01/2014

La nueva entrega de Serguei Loznitsa, premio FIPRESCI en Cannes y ambientada en la Bielorrusia de la ocupación nazi, es una propuesta valiente, sin duda elaborada, pero fallida en algunos de sus planteamientos cinematográficos. A continuación, desgranamos algunos aspectos de esta adaptación de la novela homónima de Vasily Vladimirovich Bykov.

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Creo sinceramente que debió terminar con el cuervo. La sujeción excesiva a la novela hace que ciertas adaptaciones cinematográficas pierdan el pulso que les es propio y se conviertan en meras traslaciones a imágenes de las vicisitudes verbales de la obra literaria. La extrema lentitud de En la niebla nos hace pensar en una dependencia escrupulosa de su origen literario, como si la novela estuviese presente incluso para los que, como yo, no la hemos leído. No por reconocimiento textual sabemos que la película no ha sabido levantar el vuelo por sí misma, sino tan sólo por la cadencia sospechosamente artificial que nutre cada una de sus secuencias, revelación de un lastimoso apego al tempo novelesco.

Debió terminar con el cuervo porque el excesivo alargamiento del metraje apenas añade nada más, y porque del primer plano del cuervo hacia el final, la película pierde la poca fuerza que su ritmo debilitado le había conferido. El plano del cuervo, magnífico, hubiera reforzado la angustia del relato y conservado en el espectador la desazón frente a la inexorable tragedia del protagonista; pero además hubiera significado un cierre valiente, sobrecogedor, y decididamente más poético que el plano final que da nombre casi obscenamente a la película.

Por otro lado, incluso si el filme, terminando en ese plano del cuervo, hubiera mantenido su título, nada habría perdido de coherencia: más bien se hubiera elevado hacia una significación más poética, misteriosa, menos descriptiva y por lo tanto mucho más sugestiva.

Debió terminar con el cuervo porque el majestuoso plano del animal es quizás el mayor logro del filme (como espectador disfruté extáticamente de ese soberbio pájaro aumentado en la gigantesca pantalla de proyección). Su contenido simbólico y su fuerza icónica hubieran bastado para hacer de la película algo verdaderamente memorable. El final ilustrativo y tristemente predecible arruina, sin embargo, una muy buena intención, debilitando con un exceso de frontalidad la potencia del filme.            

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Es posible que en el cine reciente una de las mayores carencias sea la del laconismo. Uno tiene la sensación, frente a ciertas producciones, de que lo mismo se hubiera dicho, e incluso se hubiera dicho mejor, de ser comprimidas en veinte o cuarenta minutos. La sujeción canónica a una duración estipulada vuelve a los directores presa de la peor ambición: la de demorarse en lo innecesario. Traba y maldición de todo director, la escala temporal normativa conduce muchas veces a la inercia en el montaje, obedeciendo éste más a una necesidad de rellenar, que de decir.

En cuanto a la lentitud cabría hacer una diferenciación: cuando decimos que la película en cuestión es lenta, nos alejamos conscientemente del común juicio popular, para el que todo lo que no sean persecuciones de automóviles se convierte en una cosa farragosa e insoportable. Ozu nos parece menos lento que los filmes de acción norteamericanos, y Bresson es una centella comparado con la mayoría del cine comercial actual. Si una secuencia es lenta, en el sentido más negativo de la palabra, es porque en su aparición no añade significaciones consecutivas, es decir,  no justifica su duración con la cantidad de contenido real del que está provisto. Una secuencia de Ozu puede contener potencialmente más movimiento que la secuencia más frenética de un filme policíaco, y todo porque en esta última el contenido es agotado en los primeros fotogramas, mientras que en el primero la duración obedece a una necesidad de condensación, ya sea de hechos visibles o bien de acontecimientos subrepticios. La mera presencia del tiempo constituye un contenido tan dinámico como la actividad aparente, y más difícil de apresar incluso que los movimientos ostensibles del cuerpo o la emanación corriente del lenguaje.

La lentitud como consideración negativa obedece más bien a una carencia de material de relleno: la velocidad visual es sólo un dinamismo aparente, siendo la mayoría de las veces una carcasa bajo la que yace el estatismo morboso del vacío. Una sola emoción apresada con precisión por la cámara, significa un movimiento infinitamente más desarrollado que cualquier pirueta camarógrafa.

Podríamos afirmar, en última instancia, que en el cine de acción se da una fuga total del tiempo en la imagen, quedando sustituido por su imitación.

Por otro lado, y volviendo a la película de Loznitsa, para lograr ese dinamismo interno de la imagen hace falta algo más que un mero respeto del tiempo real, cronométrico. En su caso, la lentitud recuerda más a la pereza que a una necesidad de contemplación. La demora en el plano busca el efecto estético pero acaba imprimiendo una lentitud que degenera en indolencia e inanidad. La tensión emocional pretendida con el escrupuloso respeto de los tiempos reales sólo consigue dispersar la materia del filme, imbuyendo al espectador de una sensación de alejamiento y cercanías intermitentes que lo separan de la tesitura emocional necesaria, malogrando un filme que, a mi parecer, partía de un muy buen planteamiento.