La liberalización del mercado de los agroalimentos en México ocurrió de manera acelerada, provocando que sólo los grandes productores pudieran mantenerse como exportadores, mientras que los pequeños no soportarían las condiciones del nuevo modelo y tendrían que emigrar a las ciudades para dedicarse a las manufacturas. En pocas palabras, se tomaron decisiones a costa del campo mexicano. Los precios de las semillas y los insumos alimenticios dependerían del mercado internacional y los pequeños productores mexicanos no podrían competir con los productos importados y subsidiados desde Estados Unidos.
México hoy presenta un déficit en la balanza de productos agroalimentarios; para darnos una idea, según cifras de Alianza por la Salud alimentaria, actualmente el país importa 40% de los alimentos que consume y, de continuarse con esta tendencia, en el 2030 80% de nuestros alimentos provendrían del extranjero.
Según datos de la Confederación Nacional Campesina (CNC), 65% de la población de bajos recursos de México vive en el campo. Y luego de que el presidente Peña Nieto anunciara su intención de reformar este sector para modernizarlo y volverlo competitivo, no podemos menos que cuestionar si esto responde realmente a las necesidades de los agricultores. Recordemos que la mayoría de los campesinos, dueños de pequeñas parcelas y que hoy no pueden competir, no lo hacen por falta de productividad, sino porque les resulta imposible mantenerse con lo que ingresan, en relación a los precios internacionales de los insumos.
Como señaló la CNC, para que el campo volviese a ser rentable se necesitaría que éste se revalorara como palanca de desarrollo y, para lograr lo anterior, se requerirían de apoyos similares a los inyectados por otros países a sus productores, como en el caso de Estados Unidos, algo que desafortunadamente parece bastante lejano.