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Buenos Aires es, inesperadamente, una ciudad adecuada para estar solo, para pasear y vagabundear sin sentir pena de hacerlo, sin mayor propósito ni motivo más que disfrutar los hallazgos que se ofrecen al paso.

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Hace casi un mes ―quizá más, quizá menos, qué importa― estuve en Buenos Aires, apenas por un par de semanas. Llegué como las nubes que vi en su cielo: arrastrado por un viento ingobernable, indómito, que lleva consigo todo cuerpo que encuentra a su paso, sin menoscabo de su levedad o su pesadez. Como el motivo literario inaugurado por Sterne, el mío era un viaje sentimental, en varios sentidos, pero no de acuerdo con las razones que enumera el irlandés. Sólo que esto no puedo explicarlo aquí. En todo caso, dejando voluntariamente ese hueco narrativo, evadiéndolo conscientemente, lo único que quiero y puedo decir es que en cierto momento de mi viaje me encontré solo, como, por lo demás, me he encontrado en otras ocasiones. La situación, en cierta forma, no era nueva para mí. Ya antes me había visto obligado a vagabundear sin otro propósito ni destino por las calles de una ciudad, animado únicamente por una suerte de antideseo: la aversión de regresar a un lugar donde no quería estar. Hacer tiempo, gastarlo, perderme en actividades ociosas y sin sentido, todo para agotar las probabilidades de llegar y encontrarme a quien simplemente no tenía ninguna gana de encontrar. Ahí, quizá, lo desconocido, lo que pude conocer sólo después de cruzar el continente (como en la historia de Las mil y una noches que se cuenta también, con variaciones, en la tradición jasídica), fue la sensación de no ser querido. Antes no deseaba regresar porque no quería estar ahí; entonces, porque no era querido ahí. La diferencia es sutil, escribiría si se tratara de otro tipo de texto, pero no, la verdad es que la diferencia es dolorosa. Y creo que es en este dolor donde media Buenos Aires, donde su presencia como ciudad lo tempera y por momentos lo encubre, tal vez incluso lo sublima o lo desaparece, lo convierte en otra cosa. Buenos Aires, me parece, es una ciudad inesperada, fortuita, gratamente afable para estar solo. Sus calles de aceras amplísimas, más que adecuadas para caminar hasta el cansancio; sus muchos árboles, sus muchos parques (todos ellos pulcra, amorosamente cuidados); sus cielos clarísimos; su gente, oscilante entre la frialdad necesaria para el melancólico que busca perderse en el anonimato y, en el punto opuesto, la amabilidad improbable que ese mismo melancólico necesita de vez en vez para volver a hacer tierra en el mundo y la realidad; las muchas cosas que hacer, los muchos lugares por visitar; la posibilidad de terminar una taza de café, una cerveza, una comida y que pase mucho tiempo antes de que el mesero en turno pregunte al comensal si se ofrece algo más, remarcando con esta irrupción el requisito de consumir para poder mantenerse en el local; la poca gente en las calles, su silencio, su calma (en comparación, claro, con la ciudad de México); el placer en que la mirada se complace en cada esquina, el festín arquitectónico del que queda ahíta y al mismo tiempo siempre con hambre de más; en fin, una combinación que, después de todo, no creí posible, acaso porque no esperaba volver a estar solo.

Esa, quizá, es la paradoja: que en cierta forma la soledad en Buenos Aires fue vivible, otra, una soledad que no tiene que esconderse ni sentir pena de sí misma.

Twitter del autor: @saturnesco