Miro y miro folletos de escuelas particulares en toda América Latina y confirmo que en ellos todas dicen lo mismo y de la misma manera y creen que están diciendo cada una su identidad específica.
Miro y me canso y, sobre todo, me frustro. La misma matriz estética y estilística. Frases defensivas, en general en gerundio. Lugares comunes. Y aquellas fotos de aquellos niños que son todos los niños, cualquier niño y ningún niño.
Miro y encuentro que ahora aparecen los reglamentarios Facebook, Twitter y Webs que nada han cambiado para la escuela, aunque sí para el resto de la humanidad en casi todas las cosas que hacemos. Miro y no encuentro. Miro, y si miro bien, cada tanto hasta sigue apareciendo el número de fax.
Miro y veo en sus misiones la decisión enfática de desarrollarnos los valores del compromiso, la transparencia, el respeto al prójimo, la responsabilidad, la honestidad, el espíritu de equipo y algunos otros de esos valores obvios que no tenemos ni siquiera los egresados de esas escuelas. Miro eso y veo aquel fracaso y no encuentro esta frustración que estoy sintiendo y que debería sentirse en las escuelas.
Asisto a los actos de escuelas en Lima, Caracas, Bogotá, Barranquilla, México, Cancún, Sao Paulo, Río, Bahía, Buenos Aires, La Plata y vuelvo a aburrirme en cada uno como si fuera siempre el mismo. Los estereotipos que saltan y corretean por los escenarios; fotos y videos en exceso que no van a ninguna parte; los discursos vacíos, trillados, huecos y con sonrisa de azafata; las banderas; las músicas atenuadas y con armonías de “cover”; danzas deserotizadas; la vida ausente; las mochilas arrumbadas; los niños pendientes de no equivocarse; las sonrisas misericordiosas con el niño desconcertado; las maestras presionadas agarrando bracitos con fuerza excesiva; los aplausos de siempre; y más fotos; más vídeos; miles de miles… En esos actos, Vinicius de Moraes se parece a Sarmiento, que se parece a Pancho Villa, que se parece a Bolívar, que se vuelve a parecer a Colón. Allí es todo lo mismo.
Miro y no puede ser. Miles de miles de escuelas privadas en toda América haciendo lo mismo, atrapadas en la misma trampa. ¿Cómo fue? ¿Cuándo fue? ¿Qué nos pasó? ¡Y mira que los aeropuertos son parecidos y los shopping ni hablar!, pero lo de las escuelas raya el escándalo. Es que en ellas no se parecen tan solo las arquitecturas y los procesos básicos, sino que se repiten los patrones conductuales, los vicios, los estereotipos, las miserias, las posturas, los miedos y las ramplonas estructuras de poder. Y eso ya es más grave, porque es más hondo, más ontológico, menos conversable, más irreversible.
Este paisaje que remeda el desierto y me da sed, me estimula y me desasosiega al mismo tiempo. Me dan ganas, inmensas ganas porque está todo por hacer y porque con poco, pero sostenido, se conseguiría muchísimo; pero al mismo tiempo se me impone el desasosiego porque no consigo explicarme por qué tanta pobreza en donde la pobreza no es el problema (la escuela privada) y tanta repetición ante la necesidad imperiosa y desesperada de un poco de creatividad e invención.
¿Pero qué nos pasa? ¿Qué o quién nos hizo tan miedosos a todos? ¿Por qué hacemos estas cosas y las seguimos repitiendo? ¿Por qué incluso fracasamos tanto los que escribimos y escribimos para denunciarnos y tratamos de empujar para transformar? No creo que no nos demos cuenta. Quiero pensar que el problema es más complejo, para justificarnos un poco más. Pero a estas alturas dudo de su complejidad y acabo en nuestras miserias endémicas como causa última. Miserias colectivas, que son las peores, porque son monolíticas.
No la miseria de no querer que nuestros hijos sean mejores, no es eso. Es la miseria de no dejarnos pensar, inventar, explorar y transformar por esa necia pero eficiente premisa de que el riesgo de transformar es mucho mayor que el de conservar. ¿Qué líder o qué déspota genial nos habrá alguna vez convencido de tamaña estupidez?
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